Clásicos Venezolanos (6): José R. Pocaterra se refiere a su propuesta narrativa que colinda con el hiperrealismo. JCDN.

El polígrafo venezolano José Rafael Pocaterra

José Rafael Pocaterra (Valencia, la de Venezuela, 1899 – Montreal, 1955). Su propuesta narrativa trasciende el formulismo realista a secas: Se nos antoja fuera de un Canon nacional automatizante, pues desarrolló un hiperrealismo personal tocado por un sentido del humor oscuro, satírico y pesimista.

Una edición de la novela de 1937

Desde su inicio, la novela “Política Feminista” (1912) o “El Doctor Bebé” (Editorial América, 1918), ambientada en la Valencia de sus afectos y odios, prefiguró la curiosa perfección poética y anti-romántica de los “Cuentos Grotescos” (1922), además de la humeante ráfaga que acribilla la mollera, el corazón y las tripas en “Memorias de un venezolano de la decadencia” (1927).

Valgan los entusiastas comentarios de voces disímiles como Arturo Uslar Pietri, Luis Augusto Núñez y Enrique Grooscors (hijo). Uslar, no obstante su conservadurismo, apuesta por el cuentista: “No hay digresión y está cargado de sugestiones, no hay preciosismo pero la frase tiene la dureza y la luz de una gema. El chubasco, La I latina, Los comemuertos, son hazañas del ver y el narrar”. El atrabiliario Núñez elogia no sólo el conjunto de su obra sino también la autenticidad de su actuación política: “No quiso que se le considerara un literato, y no lo era en el sentido bizantino de la frase. Fue un escritor de recio músculo social; un creador de energía solar, la cual llevó a sus libros”. Grooscors, embargado por su exilio valenciano reconvertido en apropiación de la patria chica, inscribe su escritura en la idiosincrasia protestativa, polémica y condenatoria típica de Valencia de San Simeón el estilita, esto es el Bolívar encaramado en el monolito haciendo puñetas y señalando a qué profundidad histórica y cotidiana lo sumergen en el albañal: “El Dr. Bebé es el foetazo tremendo descargado sobre el rostro de una administración corrompida e irresponsable, así como un núcleo social servil y claudicante”.

LEE ESTA VERSIÓN COMIC DEL CUENTO «ÉL» DE POCATERRA

Cuatro ediciones distintas de los imprescindibles «Cuentos Grotescos»

Pocaterra es uno de nuestros más queridos paladines literarios y aguafiestas políticos, al igual que Domingo Alberto Rangel y Argenis Rodríguez. Hay sectores intelectuales que tras una mampara culterana y políticamente correcta, esconden sus prejuicios de clase, su esterilidad intelectual y su oportunismo adulante de siempre [por ejemplo, abjuran de Trotsky o Roque Dalton para cobrar de contado o en especies]. Por supuesto, no se puede obviar el ensayo de Carlos Yusti “José Rafael Pocaterra y su mundo” (Gobernación del estado Carabobo, 1991), el cual no peca por fortuna de pira funeraria y bibliofóbica en la Plaza Bolívar que el ex alcalde Edgardo Parra, convicto en adefesio arquitectónico, pervirtió en un acceso kitsch con aroma a ponche de frutas.    

La literatura es una arremetida voluntarista en contra del Poder. No nos extraña que lo acompañara Rufino Blanco Fombona como amigo, editor y cómplice conspirador para tumbar al “bailómano” Castro y, especialmente, a Juan Bisonte en la fallida invasión del “Falke” en 1929. Por ejemplo, el cuento El Catire de Blanco Fombona posee una crueldad tan particular y disoluta que va a la par de los malandros o “siete niños” que asolan a Valencia del Rey en Su Señoría el visitador de Pocaterra.

¿Qué nos resta decir de nuestras preferencias novelísticas, como “El Doctor Bebé” [editado por su socio en 1918] o “El Hombre de Hierro” (1907), construcción terrorista de Don Rufino que la anticipa al no escatimar la decapitación de personajes infames y rastacueros de la vida nacional? Ambos amigos concibieron un significativo segmento de su obra en la sórdida y mala prisión, lo cual los vincula con las experiencias de Alberto Arvelo Larriva, Oscar Wilde, José Martí y Jean Genet, cada cual adscrito a una modalidad rebelde muy particular. Cipriano Castro los encarceló de inmediato: al uno en 1905 por oponerse al monopolio del caucho en Amazonas, sin importar su condición de Gobernador; y al otro por ser redactor del periódico parricida “Caín” en 1907. El martirologio del “Falke” los afectó terriblemente en la focalización desesperanzada que cada quien se forjó. En el caso de Pocaterra, adversando las acusaciones que lo tildaban de cobarde: “Yo no estaba dispuesto a darle a Gómez un barco y un poco de parque, después de haber perecido toda la resistencia” (carta dirigida al escritor Manuel Flores Cabrera). Rufino, posterior al desconsuelo inicial, le escribe convencido a su amigo querido e inolvidable: “El afecto que siento por usted y la admiración que me inspiran tantos años de vida enérgica y digna, me impiden unirme a los que lo condenen” (11/4/1930).

“El Doctor Bebé” excede la crítica salvaje a la burocracia y los mercachifles que aclamaron y adularon a Cipriano Castro: Pocaterra mezcla con juvenil cuidado la admonición ética y el género picaresco. Lo podemos cotejar con el Pío Gil moralista de “El Cabito” y “Cuatro años de mi cartera”. Respecto a este último título, biopsia contundente de la adulación nacional, Pedro María Morantes nos cuenta las peripecias de la última gira de San Cipriano de la Restauración Liberal por Lara, Carabobo y Aragua: “Castro marchaba a obscuras por el borde de un abismo que cubrían de flores los palaciegos (…) Aquel infinito descrédito de Castro, sólo puede tener con el tiempo una rehabilitación: la rehabilitación que le está preparando la infinita estulticia de Gómez”.

Entomólogo ético nuestro que se alimentó del Goya de los Caprichos y el Van Gogh apólogo de los mineros y las putas, amén de engullir las Sátiras a contracorriente imperial de Juvenal, José Rafael Pocaterra caricaturizó la oligarquía, el despropósito político y la “servilitud subalterna” tanto de la intelectualidad como del aparataje ideológico del Estado burgués de su tiempo, síntomas que aún afectan a nuestra desdichada ciudad.

Otro incunable de Pocaterra

La actividad cultural en Valencia de San Desiderio, fundamentada en los caprichos del César de turno y su funcionariado, no es más que una cerveza tibia e insípida para un pueblo inoculado de abulia. Pepito Salcedo, Josefina y el clan femenino de las Belzares son humillados por el Presidente del estado sin miramientos y a cocotazos como si fuesen lazarillos arrojados a la cuneta. Los equívocos y gags peripatéticos de la picaresca, se suceden en un estrambótico montaje de secuencias memorables: Desde el recibimiento ruidoso y ridículo al Doctor Manuel Bebé en tanto coreografía caótica, irreverente y carnavalizada [“Detrás, empujado por la policía a culatazos, y en veces con el plan de machete, el pueblo soberano chiflaba cosas soeces”]; pasando por el Presidente del estado como transeúnte en calzoncillos por el casco histórico, luego de revolcarse en el lecho predatorio y clandestino con la cándida Josefina Belzares; hasta naufragar el triángulo amoroso de Bebé (léase Samuel Niño), Isolina y Josefina en las aguas mansas de Puerto Cabello.

Años después, en el poema largo “Valencia, la de Venezuela” (1955), denuncia todavía sin cortapisas: “Y bajo el manto de tus lutos / penden tus pechos flácidos / donde el hocico de los brutos / agotó tu leche civil”. Este texto es una consideración lírica e histórica de la ciudad desprovista del oropel ramplón de los discursos de orden. Desfilan los indios Tacarigua, los conquistadores, el Tirano Aguirre, el baile macabro de Boves, Páez deificado por la oligarquía, la “Pentesilea” de Michelena y Juan Vicente Gómez. Incluso habla de las bellaquerías de “Los Siete Niños”, los facinerosos que se hicieron de un botín eclesiástico para escarnio del clero valenciano y conserva-duros en el antes referido cuento “Su Señoría el visitador”. No obstante “el abyecto reptor que nadie nombra” y que hiere a la ciudad en el calcañar, prevalece por ella una ternura y una devoción amorosa que se emparentan con la I Latina, Panchito Mandefuá y la Piedad de Bernini.

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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