Amigas y amigos, constructores de sueños, forjadores de esperanzas. El 19 de enero de 1824, El Libertador Simón Bolívar escribió la Carta de Pativilca, una de las cartas más sublimes y emotivas dentro del repertorio de las dirigidas a familiares, amigos u amantes. El texto resulta significativo por varias razones: en primer lugar, porque le escribe a uno de sus maestros, don Simón Rodríguez, a quien no ha visto en casi diecinueve años, aspecto que evidencia la influencia del maestro en un discípulo que, muy bien podía eximirse de elogios y agradecimientos, en virtud de la fama y el prestigio que había alcanzado.

 

En segundo lugar porque devela la sensibilidad de un personaje que, a pesar de estar consagrado al duro y complejo mundo de la guerra y la política (valga la tautología), estaba poseído de una dimensión humana y espiritual tan elevadas que permiten comprender mejor el altruismo que caracterizó su vida pública y privada. Y en tercer lugar porque el texto parece confirmar un estilo poético que ya se había manifestado el escrito conocido como Mi Delirio sobre el Chimborazo, aspecto sobre el cual poco se ha reparado.

 

La admiración al Maestro

El Bolívar que escribe la misiva en Pativilca, Perú, es el líder más prestigioso de la independencia suramericana, quizás por eso, lo primero que refiere luego de expresar su alegría por la presencia de Rodríguez en Colombia, es recordar el juramento que realizaron en el Monte Sacro, aspecto que evidencia la autenticidad de aquel hecho y, al mismo tiempo, rinde cuenta respecto al fiel cumplimiento del compromiso realizado ante el Altísimo para alcanzar la independencia de su Patria. Con este recuerdo, Bolívar estaba señalando claramente al Maestro que las palabras pronunciadas entonces no fueron el resultado delirante de una mañana calurosa, sino la convicción y el fiel compromiso con las enseñanzas recibidas en las que Rodríguez destacó con sustantiva influencia.

 

Por eso, seguidamente al recordatorio del hecho, tributa el mayor reconocimiento al Maestro señalando que todo cuanto ha logrado es obra de las enseñanzas, consejos, orientaciones y ejemplos que anticipadamente había forjado en él: “Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que Ud. me señaló… No puede Ud. figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que Ud. me ha dado; no he podido jamás borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que Ud. me ha regalado”.

 

La compenetración maestro-discípulo había comenzado en una etapa importante de la vida de Bolívar. El preadolescente (once años aproximadamente) que empezó a recibir instrucción de Rodríguez, estaba inmerso en conflictos emocionales y familiares que terminaron en una disputa judicial por la custodia del menor, entre el tío Carlos Palacio y la hermana mayor María Antonia.

 

La particular pedagogía de Rodríguez debió sembrar una semilla de afecto y admiración que florecería años más tarde cuando ambos se reencontraron en Europa. Este tiempo, también emocionalmente significativo para Bolívar producto de la inesperada viudez, corresponde a las reflexiones políticas y filosóficas, el debate sobre los sistemas políticos, el estudio de autores, teorías sociales y el forjamiento de las ideas de justicia y libertad. De forma tal que cuando se distanciaron en Europa, como el mismo Bolívar afirma, tenía claro el sendero que habría de recorrer, trazado por el Maestro.

 

Especial sensibilidad

La guerra y la política son los escenarios en los que transcurre la mitad de la existencia vital de Bolívar. No resulta extraño que los hombres inmersos en estas acciones pierdan, con el pasar del tiempo, la sensibilidad y capacidad de conmoverse, más aun en una guerra tan sangrienta como el proceso venezolano, que durante siete años tuvo la práctica de Guerra a Muerte como guía de desempeño para ambos ejércitos. El Bolívar que se forjó a lo largo de estos años no estuvo ajeno a esos dramas humanos. Las cartas en las que se queja, juzga y censura la conducta de otros actores, las decisiones que debió tomar (considérese la ratificación de la condena impuesta a Manuel Piar),  así lo indican.

 

Y sin embargo, este hombre envuelto en tamañas pasiones y circunstancias, a pesar de ellas, se ataría a la sensibilidad como un cable conector a tierra para mantener su condición humana. Además de la carta de Pativilca, son numerosas las expresiones de admiración, agradecimiento y respeto por quienes dejaron honda huella en su existencia.

 

En 1825, le escribe a su hermana María Antonio Bolívar, encargándole satisfaga los requerimientos de su nodriza Hipólita, en los siguientes términos: “Te mando una carta de mi madre Hipólita, para que le des todo lo que ella quiere; para que hagas por ella como si fuera tu madre, su leche ha alimentado mi vida y no he conocido otro padre que ella”. Solo quienes están imbuidos de un profundo amor y respeto por el prójimo son capaces de reconocer cuánto de su existencia deben a otras personas.

 

La carta de Pativilca sirve para demostrar que la sensibilidad que envolvía a Bolívar podía expresarse de forma poética. Ya antes, en octubre de 1822, había escrito un texto poético cargado de metáforas y evocaciones delirantes. El imaginario diálogo con el Tiempo en El Chimborazo, parece describir las múltiples adversidades que debió vencer para llegar al momento cumbre en el que se encontraba, quizás por eso afirmaba: “Yo me dije: este manto de Yris que me ha servido de estandarte ha recorrido en mis manos sobre regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad… ¿Y no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra?” [¿Se refería a las cumbres de Perú?] Y responde: “¡Sí podré!”.

 

En la carta de Pativilca puede encontrarse evocaciones similares. Al invitar a Rodríguez a venir pronto a su encuentro, Bolívar alerta con lenguaje poético que no se cansará de admirar las maravillas que envuelven al nuevo mundo: “No, no se saciará la vista de Ud. delante de los cuadros, de los colosos, de los tesoros, de los secretos, de los prodigios que encierra y abarca esta soberbia Colombia. Venga Ud. al Chimborazo; profane Ud. con su planta atrevida la escala de los titanes, la corona de la tierra, la almena inexpugnable del Universo nuevo. Desde tan alto tenderá Ud. la vista; y al observar el cielo y la tierra admirando el pasmo de la creación terrena, podrá decir: dos eternidades me contemplan; la pasada y la que viene; y este trono de la naturaleza, idéntico a su autor, será tan duradero, indestructible y eterno como el Padre del Universo”.

 

La misiva de Pativilca es así, no solo una manifestación del más grande amor y reconocimiento que Bolívar brinda a su Maestro y amigo Simón Rodríguez, también es la sublime expresión de una especial sensibilidad y una condición poética sobre la que poco se repara en la vida del Gran Héroe.

 

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Ángel Omar García González (1969): Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales, y Magister en Historia de Venezuela, ambos por la Universidad de Carabobo, institución donde se desempeña como profesor en el Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Educación. En 2021 fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo Alternativo por la Columna Historia Insurgente del Semanario Kikirikí. Ganador del Concurso de Ensayo Histórico Bicentenario Batalla de Carabobo, convocado por el Centro de Estudios Simón Bolívar en 2021, con la obra “Cuatro etapas de una batalla”. Es coautor de los libros “Carabobo en Tiempos de la Junta Revolucionaria 1945-1948” y “La Venezuela Perenne. Ensayos sobre aportes de venezolanos en dos siglos”.