El hombre de hierro

Un Cuento para la merienda: «El hombre de hierro» Rufino B. Fombona

Varios días corrieron y Crispín Luz no hallaba el momento oportuno de abordar al terrible señor Perrín.

Aquel diablo de hombre, siempre de apuro, siempre maquinando planes supramercantiles, siempre en destilación de la quintaesencia de las especulaciones; aquel hombre, a quien no le bastaba el proveerse en los mercados de Europa y surtir a los comerciantes menores; aquel hombre, cuya casa (a semejanza de ciertas tabaquerías de Filadelfia, o de ciertos cafés de Amsterdam, en donde en las trastiendas hay un burdel) no era simple comercio, sino campo donde se lanzaba él, con voluptuosidad de equilibrista y aplomo de acróbata, en toda suerte de combinaciones bursátiles y extrabursátiles; aquella voluntad inteligente y traviesa, en actividad siempre, imponía a Crispín, al punto de que las más atrevidas resoluciones del pobre mozo se estrellaban ante la calva resplandeciente de Perrín.

Pero Crispín Luz poseía como ninguno la energía de la paciencia, la táctica del gato que se acurruca enfrente del agujero por donde irremisiblemente saldrá el ratón. Sólo que él carecía de la acometividad, de la destreza y de la intención del felino. Cuando el ratón le pasa por delante no le brinca encima, sino espera el regreso, y ya de retorno el roedor, difiera aún el atraparlo, como más oportuno, para nueva salida. Y sigue esperando…

Pero el amor se le metió en el alma con tanto empuje, prestándole tan desusados bríos, que Crispín abordó al señor Perrín. Tal momento fue a la verdad propicio. La Casa había suministrado fondos a un ministro de los de la última hornada, para comprar ciertos valores que estaban por el suelo y que el Gobierno haría subir por las nubes con un mero decreto. Perrín compró, naturalmente, por una gruesa cantidad de dichos valores. El decreto acababa de salir y Perrín embolsaba de la noche a la mañana un millón de bolívares. Todo el almacén lo sabía, y cada uno de los empleados consideraba aquel triunfo de la casa como propio, enorgulleciéndose del jefe, de aquel experto Perrín, cuya barca no encallaba sino en bancos de coral o en fabulosos placeres de perlas.

El señor Perrín, además, estaba muy amable aquel día. Hasta se permitió interesarse por Crispín.

—¿Conque se nos casa usted, señor Luz?

—Sí, señor; me caso.

—Hace usted bien, amigo mío; es un tributo que debemos a la sociedad. ¿Usted no es enemigo del matrimonio señor Luz? ¿Ni en principio, eh?

—¿Yo, señor? Puesto que me caso…

—No, esa no es razón. Hay quienes se casan sin curarse del vínculo: unos por dinero; otros por sensualismo; otros por seguir la corriente.

—Pero yo me caso por amor.

—¿Por amor? —dijo Perrín, sin poder disimular una sonrisa—, ¿por amor? Eso es muy peligroso. Mire usted: hace poco leí en El Cojo Ilustrado un artículo de un joven de Caracas, a quien usted debe de conocer: se llama Paulo Emilio o Pedro Emilio Coll. Este caballerito citaba a Nietszche, una cita de veras curiosa que me hizo comprar y leer al autor citado. Y me encuentro con que este autor opina que a los enamorados no debiera permitírseles dar un paso de tal trascendencia como el matrimonio mientras no termine el enamoramiento, que es una especie de locura. Y tiene razón: ¡el acto más serio de la vida efectuado por locos! Vea usted las consecuencias.

Y riéndose, con risa franca, Perrín añadió:

—Yo, como su paisano de usted don Tomás Michelena, pienso que debieran hacerse entre los cónyuges ensayos de cinco años.

—Pero eso si sería una locura —insinuó, con firmeza, Crispín—. ¡Qué sería de la virtud, del pudor, de la sociedad!

Perrín se pasó el pañuelo de seda por la augusta frente, y, por única respuesta, dijo:

—Lea a Nietszche: ¿Ha leído usted a Nietszche?

—No. Es autor prohibido. Creo que está en el índice.

Perrín pensó de seguro algo muy triste y desfavorable respecto a Crispín. No quiso insistir, sino que, recordando a la mujer con quien iba a casarse el joven, lo cumplimentó:

—Se lleva usted una muchacha preciosa, preciosa. Es amiga de mis hijas, como usted sabe. La conozco bien.

Crispín Luz hizo un esfuerzo sobrehumano y se aventuró a tocar el punto.

—A propósito de mi matrimonio, señor Perrín… Yo…

Pero como no continuaba, el comerciante interrogó, para sacar al mozo las atarugadas palabras.

—¿Usted, qué?

—… Yo… desde hace días quería decirle algo a usted…

—Dígalo, pues —repuso Perrín, ya impaciente.

Entonces Crispín, sin detenerse, como a quien empujan, a su pesar, expuso su petición:

—Pues yo quería pedir a usted aumento de sueldo.

Y se quedó mudo, vacío, como si hubiese olvidado toda idea y el modo de expresarlas. Perrín lo sacó de la atonía, exclamando:

—¡Cómo no! ¡Es muy justo! ¡Y yo que no había pensado! usted gana seiscientos bolívares mensuales, ¿no es así? Pues bien: Desde el primero del mes entrante ganará ochocientos.

Cuando salió del despacho, Crispín iba radiante de alegría, lleno de ternura hacia todas las cosas, y dispuesto a dejarse sacrificar, si fuera menester, por la caspa y la grasa que se desprendía de los temblones crespitos rubios del señor Perrín.

Cuando a la noche entró en la sala de las Linares, Rosalía conoció al punto el júbilo del joven.

—Usted trae alguna buena noticia. Usted está muy contento. A ver, cuéntenos.

Y se le aproximó, como si la novia fuese ella y no María.

No estaban en el salón sino la novia de Crispín, en la ventana, acodada en un cojín briscado, verde-botella; la señora Linares, que leía a la luz de una lámpara, en un ángulo, una recién comprada novela de Bourget: Mentiras; y en el sofá central, Adolfito Pascuas y Rosalía, arrullándose como dos tórtolas.

Crispín fue a sentarse en el otro poyo de la ventana, enfrente de María. Le empezó a decir a media voz cosas dulces, naderías apasionadas y encantadoras, de esas que saben murmurar los poetas y los enamorados, y sacando una cajita con lazos de seda color de rosa, se la puso en las manos.

—Gracias, Crispín.

Por la acera pasaba en ese momento, y saludaba con ceremonia, el boquirrubio jovencito que tardes atrás lanzó a aquella misma ventana un ramo de violetas blancas.

La cajita con cintas rosadas de seda cayó al suelo.

Crispín se apresuró a recogerla. Y se la entregó, diciendo:

—Qué feliz soy, María.

Y se puso a referirle que el señor Perrín le aumentaba el sueldo. Era menester fijar ya fecha para el matrimonio.

—¿No te parece, María?

—Sí, como tú quieras.

Del libro: El hombre de hierro (Tipografía americana, 1907)

 

TE INTERESA LEER: LA PALABRA DE HOY: «MERENGUE» DE ANÍBAL NAZOA

Ciudad Valencia / ficcionbreve.org