“Darse a respetar” por María Alejandra Rendón Infante

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María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)
Una frase que nos pone en peligro

 

Se entiende el respeto como la acción o el conjunto de prácticas que consideran al otro en todos los aspectos que lo constituyen. Su definición más común, según la mayoría de las fuentes de consulta, es la siguiente: Pensar y actuar positivamente sobre los demás y sobre nosotros mismos (auto respeto), significa preocuparse por el impacto de nuestras acciones en el resto, ser inclusivos y aceptar a los demás por lo que son, incluso cuando son diferentes.

Sin embargo, frente al género —como entidad y construcción subjetiva-representativa de un orden social— el respeto pasa a ser una categoría política. Hombres y mujeres no asimilamos íntegra y similarmente este concepto, por lo tanto, hacemos ejercicios distintos de las prácticas de respeto y lo adecuamos de forma diferenciada ante distintas situaciones.

Ya el hecho de que muchos derechos universales (la vida, la educación y el trabajo; por ejemplo) sean exclusivos para los hombres y restringido para muchas mujeres en el mundo, traduce someramente a lo que me quiero referir: A un sistema que es selectivo a la hora de otorgar o respetar derechos. No hay, entonces, tal vocación o concepto universal de respeto; las asimetrías condicionan y matizan la forma en la que el mismo se ejerce, siendo que elementos como “raza”, género, edad,  clase social, o cualquier otra variable que coaccione en la dinámica de control de grupos humanos, determinan la manera en la que el respeto se ejerce. De hecho, la misma práctica social va trasformando y adecuando la práctica del respeto de acuerdo a “valores” que deben predominar en la lógica dominante de determinada época.

La construcción cultural y toda la mediación simbólica asimilada a través de medios, redes, religiones, educación, cajas de resonancia, etc. Influyen en la manera en la que asimilamos lo que es el respeto; práctica que, como ya he dicho, está más que condicionada.

Pero para no alejarme de la inicial idea, relacionada con el respeto como categoría política en una sociedad patriarcal, quiero asomar algunas reflexiones que he leído y cavilado al respecto.

No se educó a los hombres de mi familia (y los hombres en general) para que se sintieran respetados de la misma manera que las mujeres;  los niños tampoco se sienten respetados en los mismos términos que las niñas. El respeto para con ellos es tácito y está sujeto a otros indicadores (con excepción de algunos aspectos emocionales asociados a la propia expresión social machista), mientras que para ellas el respeto debe merecerse, más bien, disputarse a lo largo de la vida.

La manida y popular frase: “Ella tiene que darse a respetar…” es de las más repetidas hacia las  niñas y mujeres, desde que tienen uso de razón y se van adentrando en la etapa de la socialización. Y está atribuida a acciones aprendidas indispensables para prever la violencia (normalizada). Prácticamente estaremos seguras toda vez que se cumpla con actos de recato, moderación, decisión, comportamientos, conductas, vinculación social, que estén dirigidos a  cerrar todas las puertas a la violencia en cualquiera de sus formas y a como dé lugar. Pero, ¿qué pasa cuando esa puerta la abre o la tumban a patadas? Lo primero que hay implícito en esa frase –tan peligrosa– es que si la violencia llega es nuestra culpa.

Cuando insistentemente me obligaron a cerrar las piernas y hacerme responsable del adulto, patológico o no, que me miraba morbosamente, se me puso en los hombros una culpa anticipada. Cuando un allegado a la familia metió los dedos debajo de mi falda, yo me sentí culpable y compartí mi responsabilidad con la falda. ¡Imaginen eso! Más señalamiento recibió un objeto en ese momento, no así la persona que abusó y no respetó. En el mismo instante que me hicieron ver que el respeto hacia mi misma y el de los demás hacia mí, está condicionado, asimilé —tal sucede a la mayoría de las niñas— una forma de “indefensión aprendida”

Y es que ante cualquier situación en la que me sentí vulnerada, amenazada o irrespetada, no fui por ayuda; primero me aseguré de no ser acusada o castigada por no protegerme de la “normal” violencia, por lo que para mí, como  pasa con la mayoría,  fue menos amenazante  el silencio y es la razón por la que en él nos quedamos sin herramientas para lidiar con la culpa. En el silencio está la certeza de no recibir condena alguna, pero también el punto de origen para un sucesivo daño psicológico potencialmente destructivo e irreversible. Pasa que las cifras de abuso a menores van en aumento y, estadísticamente, el número de denuncias no se corresponden a la realidad.

Millones de niñas y mujeres son abusadas sexualmente cada año y el tribunal moral ejerce igual o más fuerza sobre ellas que sobre los propios agresores; quizás porque la mujer que no se apegue a los parámetros establecidos culturalmente para merecer respeto, son re-victimizadas. En el caso de las menores abusadas, cuando la responsabilidad no recae sobre ellas, lo hará sobre “quien lo permitió” (así no sea el caso), casi siempre la madre, es decir, la culpa será de cualquiera y raras veces señala directamente al agresor.

El final asumimos que las violencias ejercidas a lo largo de nuestra vida, sobre todo la simbólica, que también viola nuestros más fundamentales derechos, nos coloca en un estadio de indefensión forzada, porque frente a la jauría moralista que se desata ante los actos de abuso, debemos asegurarnos de que el respeto se ha ganado lo suficiente como para que la indignación le gane a la culpa, y exigirlo dependerá de muchísimos aspectos. En otras palabras: nuestro derecho a ser sujetas de respeto, dependerá de la manera en que tan ajustado esté nuestro comportamiento a la expectativa social construida para poder merecerlo. Recordemos que el uxoricidio o “crimen de honor” era un acto hasta hace poco normativizado.

El ejercicio del respeto posee un arraigo en los roles de género; tan es así, que el hecho de usar un descote es considerado no sólo un acto de provocación que justificaría cualquier acción de otro, sino un acto de desconsideración con la pareja, quien se vería obligado a repeler la violencia con violencia. El resultado de la ecuación es simple: dos hombres enfrentados por una mala decisión de una mujer que “no se dio a respetar”.

Todos los hombres que me espetaron frases realmente cochinas, me salpicaron de saliva, me sacaron la lengua de forma insinuante o se comenzaron a masturbar en frente, sólo estaban siendo hombres y haciendo uso  de su desviado, pero normalizado, concepto de  masculinidad. No eran patológicos, ni sádicos, ni pedófilos, ni hijos sanos del patriarcado haciendo ejercicio de su poder; eran hombres, simplemente eso. Lo que yo debía hacer era: no usar ropa ajustada, ir rápido y lejos de ellos, no mirarles, no transitar por lugares peligrosos ni en horas nocturnas, en fin: provocar lo menos posible. El paisaje de la violencia se nos hace, desde muy temprana edad,  familiar y debemos actuar conforme a su inevitable existencia. Los niños, por supuesto, corren igual peligro, pero se enfrentan a dispositivos de sujeción muy diferentes.

En mi más honesta lógica —También de la niña que  aún escucho, recuerdo, indago y preservo—todo lo que me ocurriera sería mi culpa o mi responsabilidad: la ofensa callejera, el trato extraño del tío, el vecino o el primo, sádicos, hasta la violación. Porque  parece  que es normal que los irrespetuosos y los sádicos actúen así, ya que se encuentran amparados por la cultura, nuestros sistemas de creencias y otras construcciones que protegen sus privilegios.

La sociedad patriarcal —heteronormada, machista y cosificante— puede ejercer la violencia contra todo aquello que contradiga el mandato y  pacto del varón. Es común ver, por ejemplo, que una persona con otra identidad sexual es señalada, acusada, burlada, ridiculizada y maltratada física y psicológicamente por la calle; asumiéndose ello como acciones legitimas. Esa persona, aún haciendo nada, enfrenta muchas formas de irrespeto y debe asumir, por si fuera poco, la responsabilidad en los hechos.

Aquella frase: “MACHO QUE SE RESPETA…”,  por lo general, va acompañada de un código común en el que el respeto apunta siempre al honor y beneficios del varón. Podría tratarse de “Macho que se respeta mata a su mujer si la ve con otro”  y no hay mayor escándalo ante ello, mucho menos puede haberlo en el caso: “Macho que se respeta tiene derecho a buscar en la calle lo que no le dan en la casa”. Y así, en nombre de ese respeto a la masculinidad, a ellas las desvalorizan, las culpan, las maltratan o las matan. Tal respeto, como otros tantos privilegios masculinos, está intrínsecamente asociado al poder, el cual se ejerce de forma pública y privada.

El acoso laboral es una de las formas de violencia más ejercidas y desde prácticas sumamente normalizadas, que van desde la solicitud de masajes, mayores niveles de exigencia, comentarios y tratos que no corresponden con las disposiciones de ningún contrato,  hasta actos coercitivos, hostigamiento, amenaza y chantaje. Ante este tipo de situaciones es común que se active la indefensión aprendida, en la que no distinguimos qué es violencia y qué no, dado que la tenemos normalizada, pese a que nos resulte incómoda.

Se entiende por indefensión aprendida: Cuando una persona tiene un sentimiento de falta de control sobre sus circunstancias, cuando se esfuerza por cambiar algo pero siente que no lo consigue, se dice que entra en un estado psicológico conocido como ‘indefensión aprendida’.

Se origina con frecuencia en la niñez, sobre todo cuando se dan circunstancias socio-familiares complejas o cuando necesitan y piden una ayuda que no reciben. La desazón y la impotencia iniciales pueden dar paso a la posterior aceptación y apatía con la que llegan a la edad adulta.

Ignoramos, por ejemplo, que en la solicitud de masajes o servicios similares, no sólo se implanta una relación de poder, sino que es el primer elemento para que una potencial víctima, ceda ante otras situaciones y experimente un anticipado sentimiento de culpa: “Yo lo provoque” o “Yo lo permití”. Epstein, el más afamado pedófilo y violador de mujeres, lograba acceso a sus víctimas con peticiones aparentemente inofensivas en medio de una sesión de masajes. Se sentían comprometidas una vez este lograba el contacto físico. Pero la mayoría de las mujeres víctimas de violencias sexuales y acoso se preguntan: ¿Por qué yo? ¿Qué hice para que me escogiera a mí? O comienzan a cuestionar o a ser cuestionadas por las decisiones tomadas y conducentes a una situación de violencia.

Por esta razón, los pedófilos no van a la cárcel, el acoso callejero es un acto de supuesta valoración, los violadores son absueltos si las victimas no convencen al resto de que actuaron conforme al propósito de merecer respeto, los femicidas pueden matar porque los celos son exceso de amor y, además, la mujer le pertenece.  Somos propiedad individual y colectiva, por ende, debemos “defender el derecho a ser respetadas”, aunque, paradójicamente,  ello no garantice  el derecho a la identidad, la integridad o la propia vida.

 

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Es importante debatir y educar a los niños, niñas, mujeres y demás poblaciones vulnerables, sobre la violencia y la necesidad de detectarla, denunciarla, repudiarla y combatirla. En el caso específico de las violencias sexuales o el acoso, RECALCAR UNA Y OTRA VEZ que NO tienen cabida en ninguna situación. Es necesario  aportar información clara, precisa y oportuna sobre potenciales situaciones en las que se debe actuar y enseñarles de qué manera hacerlo. En lugar de señalarles que “Se den a respetar”, hacerles saber cuáles son sus derechos y merecen respeto desde que nacen y que ninguna acción propia justificaría un acto violento. Ayudarles a ser preventivos sin la carga de la culpa, orientarles sobre las formas no visibles en las que las violencias se manifiestan y estar ahí, acompañando, en cualquier ocasión en la que perciban que su persona o sus decisiones están siendo irrespetadas.

Las niñas y mujeres “No deben darse a respetar para que no las abusen”, sencilla y llanamente su condición de SER las dota de plenos e inalienables derechos a NO SER ABUSADAS.

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María Alejandra Rendón Infante (Carabobo, 1986) es docente, poeta, ensayista, actriz y promotora cultural. Licenciada en Educación, mención lengua y literatura, egresada de la Universidad de Carabobo, y Magister en Literatura Venezolana egresada de la misma casa de estudios. Es fundadora del Colectivo Literario Letra Franca y de la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela.

PREMIOS

Bienal Nacional de Poesía Orlando Araujo en agosto de 2016 y el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2019 en poesía.

PUBLICACIONES

Sótanos (2005), Otros altares (2007), Aunque no diga lo correcto (2017), Antología sin descanso (2018), Razón doméstica (2018) y En defensa propia (2020).

 

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