Un cuento para la merienda: «La casa invisible» de Rosario Ferré

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Hace siempre, dijiste, hundiendo los zapatos en las hojas húmedas que murmuraban regadas por el suelo.

Arriba las otras (muchedumbre, lejos) cabeceando verde desigual, inquieto viento por el dorso diminuto de los insectos comejeneando sombra por la piel de los troncos, subiendo.

Tenías una cinta azul en el pelo y amarrada la cintura con un delantal blanco de refectorio que te estrenaste limpio hoy.

Cuando llegamos al solar donde estaba la casa cruzaste las manos detrás de ti, aplastando el lazo blanco que se quebró sin ruido pero tú lo sentiste quebrarse contra tu piel, tus brazos lo quebraron con ese deje tan tuyo de eso no importa no.

Te acercaste así, mirando el sitio donde estaba la casa, el hueco de sombra derramándose por entre los balaustres de tu cara, mecido de un lado para otro por el empuje del viento.

Tiene techo de cuatro aguas, dijiste, y me alegré porque supe entonces que no sería en vano, que no me había equivocado cuando te cogí de la mano y te alejé de los gritos polvorientos del recreo.

Te venía observando desde hace tiempo, oculto entre los árboles al borde de la plaza, olfateando como un perro viejo tu rastro.

Ahora todo lo veo oscuro, las hojas que se me pegan a la cara mirando hacia arriba el fondo, yo he visto oscuro siempre pero pronto veré claro por tus ojos, detendré el salto del unicornio sobre la palma de mi mano.

Te gustaría ver la casa hoy te pregunto por undécima vez, llenándote las manos de caramelos, pero hoy tú no me preguntas nada (como ayer, cómo te llamas, qué casa dices, por qué te han crecido los cabellos largos como plumas, por qué comes raíces).

Miraste por un momento el garabato de niñas agitándose sobre el polvo del patio y luego pusiste tu mano en la mía, con esa terrible sencillez con que cortas en limpio todos tus gestos.

Así nos internamos juntos por el sendero, un viejo y una niña, tu risa derramada caramelos derretidos y yo recordando cómo una vez dejé de comer raíces y levanté los ojos al cielo deseando edificar mi casa, pero todo fue en vano.

A mí no me había sido dada, como a ti, la mirada creadora del amor, suelta la rienda para siempre por la crin de tu cara desbordada.

Subimos los escalones de dos en dos. Tú ibas ciega, descubriendo los ángulos oscuros y la superficie pulida de las tablas con tu piel, siendo en cada movimiento de moldura tallada que te salía por las puntas de los dedos, amasando el silencio por las hendiduras de todas las paredes.

Ya no te quedaba la menor duda de tu destino y sin embargo te comportabas irresponsablemente, lustrosa la cinta y almidonado el delantal, correteando como una niña cualquiera.

Toda la tarde nos la pasamos en esas, abriendo ventanas de musgo, trasponiendo arcos por las puertas en triángulo, tableteando persianas blanco fuerte para descascarar la luz.

Ahora me siento contento porque la casa ya está terminada, dibujada por ti en su más mínimo detalle, cristalizada en tus ojos para siempre la imagen que huye, el salto del unicornio por los balaustres de tu cara.

Por eso no me importó cuando hace un momento me detuve solo en el sendero para contemplarla por última vez y vi que ya no estaba.

 

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Rosario Ferré (Puerto Rico)