“La escuela como fábrica” por Arnaldo Jiménez

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La escuela como subsistema del sistema económico y político capitalista también funciona con el mismo sentido de las fábricas. Los ecos de esta relación provienen desde el nacimiento mismo del sistema capitalista, cuando en Inglaterra, los primeros empresarios contrataban niños desde los siete años, los cuales eran amarrados a las máquinas para que no las dejaran solas ni se distrajeran jugando; a muchos de ellos le limaban los dientes para reducir la cantidad de comida ingerida.

Indudablemente que esta imagen, cruel, real y grotesca de las fábricas, ha cambiado, pero nos ilustra suficientemente las vinculaciones entre los diferentes engranajes de un sistema y el acoplamiento entre los subsistemas; nos ilustra suficientemente la relación entre la escuela y el sistema económico: es preciso transformar la materia prima–el ser humano–; su cuerpo, en deformaciones y enfermedades; su alma, privándola de la libertad de ser. El sentido de la producción dentro de la escuela no ha cambiado, sigue siendo el mismo: la reproducción de un molde de la subjetividad que se adose a los requerimientos del sistema y lo reproduzca, no solo dentro de los esquemas formales del aprendizaje, sino fuera de ellos. El ser humano es convertido en una publicidad andante, un eslogan viviente del sistema de cosas en el cual se desenvuelven sus deseos y sus frustraciones.

Entra una materia prima, el niño o la niña: un ser que viene de un aprendizaje basado en lo emocional, lo afectivo; grandes hazañas ha realizado dentro de la casa: caminar, hablar, oír, reconocer y ser reconocido; además de incluir su afectividad en la circulación de las emociones que de una u otra manera forjan su identidad dentro del hogar; es un ser que, para elevarse como humano, necesita del otro y de lo otro que es la naturaleza y la sociedad, pues los padres son representaciones de ese binomio imbricado e inseparable. Esta materia prima se vuelca hacia fuera para construir su adentro, con un sistema perceptivo abierto que lo impulsa a comunicarse con los demás, no solo a través de palabras plenas de sentido, sino con su cuerpo, con su calor, con los tonos de las cercanías, ya que el niño o la niña son seres grupales, son seres colectivos.

En las sociedades indígenas el tamaño del grupo siempre ha sido un factor conscientemente calculado, porque de este modo los controles del poder colectivo, los rituales de pasaje y las relaciones con dioses y espíritus pueden ejercerse con mayor eficacia; se garantiza, además, la reproducción de las subjetividades colectivas y se mantiene la historia y la identidad del grupo étnico en cuestión.

El niño o la niña es aceptado como miembro de un grupo mayor a la familia a través de los ritos de pertenencia; allí el cuerpo es la hoja donde se graba esta adhesión, esta ley de ser y de estar. Pero en nuestras sociedades las familias se encuentran con espacios de socialización muy amplios que no permiten un control tan efectivo de las personalidades en el sentido de que el individuo no se aliene del grupo social. La escuela tendría el papel de adherir a las personas al sistema en el que viven y, la escuela capitalista, lo logra eficazmente, lo realiza cabalmente, solo que este espacio de socialización reproduce, no a un grupo ni a una colectividad en valores como la solidaridad, la cooperación… Valores que el hogar enseñó inevitablemente, porque si estos fuesen los valores de pertenencia estaríamos en presencia de una escuela que no reproduce la ética y la moral capitalista: la competencia, el egoísmo, el individualismo, sino una que reproduce la ética socialista o el poder difuso de las etnias indígenas, sobre todo las que han sobrevivido en Suramérica. La escuela capitalista reproduce seres aislados.

El yo se forja entonces como una extensión social, es un puente entre el individuo y lo social, si el ser humano quiere afirmarse como tal tendrá que sortear los avatares y los recovecos de esta relación que le permite su existencia; el yo es otro, decía Rimbaud. Estamos en presencia de un ser que al aprender a convivir construye al mismo tiempo su definición en una impropiedad; el ser humano no se pertenece, es una comunicación en permanente movilización de personalidades.

La escuela capitalista forma para hacer de la verdad una ilusión: la tenencia de la propiedad, el respeto a la misma, que es el fondo que subyace en la dictadura del mercado. La propiedad privada, sin embargo, es la esencia del mal en el planeta, por ella la ley y su violación, por ella la defensa y el combate, por ella el “desarrollo” de los medios de destrucción, por ella la mentira hasta la escala del horror. El dinero es la expresión concreta de la propiedad y nuestra obsesión por él es una muestra de inmadurez histórica y personal, la cosa robándole los valores al ser, determinándolo; la mercancía se mantiene con nuestra sangre. Todo lo rige la ley del mercado, cada sistema y subsistema, y la escuela no escapa a ello.

La ley del mercado tiene como base la ruptura de los lazos de cooperación entre los hombres, dado que toda relación social está mediada por el dinero y este impone y modela todos los valores. La escuela capitalista funciona reproduciendo esta ley, y al igual que toda industria, también fabrica el aislamiento, produce individuos en series. Por tanto, toda la escuela, en cada una de sus partes, se engrana hacia la misma finalidad: reproducir el tipo de hombre que necesita el mercado, un ser que no se piense en otro esquema social ni productivo, un ser que solo pueda concebir su existencia en el marco de una sociedad consumista y depredadora; consumir para poder ser, acumular para poder comprar. Un ser que pierde sus acciones de compromiso y responsabilidad con los otros y con la naturaleza, su otra parte.

Un salón de clase reproduce a pequeña escala todo el funcionamiento del mercado y el sentido de todas las orientaciones sociales: un grupo de personas se relacionan convirtiendo sus necesidades en intereses, y esto conduce a la conversión de las capacidades creativas en puntuación; es decir, en calificar, clasificar, moldear, competir, premiar, cambiar. Las expresiones del saber, que son expresiones de libertad, son rebajadas y ofendidas al hacerlas formar parte de la distribución y reproducción de lo valores esenciales del sistema capitalista.

Es por ello que el ser humano en esta sociedad casi no encuentra respuestas a las preguntas por su existencia, el sentido de vivir, el porqué y para qué de la misma, no hay un ordenamiento cultural que le abra causes a estas búsquedas, pero lo más grave es que el “avance” tecnológico en informática, microelectrónica, telecomunicaciones, etc. genera un ser humano que ya no se hace esas preguntas, que ya no se angustia, que no sufre metafísicamente y no padece filosóficamente; las urgencias de la vida se reducen a no tener, a no poder consumir o a desear objetos. Casi no se vive.

 

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La evaluación es la presencia de la mercancía dentro del salón de clase, una expresión más del valor de cambio, la comunicación allí está rota, no es humana a plenitud; porque, en sentido general, no se crean lazos de amistad sino lazos de poder.

El marco general de la incomunicación en la escuela solo puede ser resuelto haciendo implotar su funcionamiento tecnocrático, gerencial, destruyendo la presencia del capital en sus formas más destructivas, liberando el saber de las trabas mercantiles, introduciendo un modo de enseñar que esté guiado por la preocupación de crear un ser humano libre, comprensivo de su ser cósmico, social, natural y cultural, un ser preocupado por fortalecer sus capacidades espirituales que se traducen en una mejor adaptación a las situaciones externas o materiales.

Imagino una escuela que sea el centro de un gran acuerdo social, una escuela de seres capaces de soñar y de imaginar, de crear y de comprender, capaces de tratar al planeta con ternura. Una escuela que sea el espacio para la reunión de la conversación y el saber por el saber. El destino humano no tiene otra opción.

 

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Arnaldo Jiménez nació en La Guaira en 1963 y reside en Puerto Cabello desde el 1973. Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo (UC). Maestro de aula desde el 1991. Actualmente, es miembro del equipo de redacción de la Revista Internacional de Poesía y Teoría Poética: “Poesía” del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, así como de la revista de narrativa Zona Tórrida de la UC.

Entre otros reconocimientos ha recibido el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos Fantasmas y Aparecidos Clásicos de la Llanura (2002), Premio Nacional de las Artes Mayores (2005), Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt (2012), Premio Nacional de Poesía Stefania Mosca (2013), Premio Nacional de Poesía Bienal Vicente Gerbasi, (2014), Premio Nacional de Poesía Rafael Zárraga (2015).

Ha publicado:

En poesía: Zumos (2002). Tramos de lluvia (2007). Caballo de escoba (2011). Salitre (2013). Álbum de mar (2014). Resurrecciones (2015). Truenan alcanfores (2016). Ráfagas de espejos (2016). El color del sol dentro del agua (2021). El gato y la madeja (2021). Álbum de mar (2da edición, 2021. Ensayo y aforismo: La raíz en las ramas (2007). La honda superficie de los espejos (2007). Breve tratado sobre las linternas (2016). Cáliz de intemperie (2009) Trazos y Borrones (2012).

En narrativa: Chismarangá (2005) El nombre del frío, ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). Orejada (2012). El silencio del mar (2012). El viento y los vasos (2012). La roza de los tiempos (2012). El muñequito aislado y otros cuentos, con ilustraciones de Deisa Tremarias (2015). Clavos y duendes (2016). Maletín de pequeños objetos (Colombia, 2019). La rana y el espejo (Perú. 2020). El Ruido y otros cuentos de misterio (2021). El libro de los volcanes (2021). 20 Juguetes para Emma (2021). Un circo para Sarah (2021). El viento y los vasos (2da edición, 2021). Vuelta en Retorno (Novela, 2021).

(Tomado de eldienteroto.org)

 

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