Domingo de Lecturas para la cuarentena, con palabras que nos hermanan en tiempos de pandemia y nos permiten reconocernos los unos a los otros a través de la palabra escrita y escapar un rato de la realidad que hoy nos agobia.

Objeto celeste

Carolina Marín Guevara

El objeto perforó completamente el tejado. Corrimos a ver qué había caído del cielo aquella noche estrellada. No había luz en el vecindario debido a esos apagones frecuentes en la zona. Pero el inmenso fragmento metálico que reposaba en la sala no tenía una clara procedencia.

Las alarmas se dispararon, los perros aullaban desesperados, la señora Carmen en sus alucinaciones seniles gritaba que nos estaban invadiendo naves alienígenas. En fin, que la calle Perú de Catia estaba conmocionada ante una repentina lluvia de latones corroídos. Atesoré esos fragmentos como un científico guarda las pruebas en su laboratorio. Estuve recogiendo trozos por todas las calles vecinas durante varias semanas y también alguna que otra donación para reparar el techo de la casa.

De una planta, porche y gran ventana en su frente, todavía verdes y frondosas, aquellas uña e´danta y sábilas que pertenecieron a mi abuela. Adoro esta casa, el piso de baldosas de barro coloreado con diseños arabescos, techo alto en el interior, de madera y caña y en el exterior de tejas que coció una a una mi familia. Cada cuarto tiene una historia y se fue ampliando conforme crecía la familia y se fue quedando sola al mismo tiempo que crecían sus habitantes. Unos partieron al juntarse en el amor, los menores prefirieron recorrer mundo como mochileros trabajando como artistas de calle y la dulce viejita se fundió poco a poco en sus más antiguos recuerdos hasta que se quedó dormida eternamente.

La casa azul, porque siempre que se le pelaba el friso, el pote de pintura era tono lapislázuli, parece que mezclado a gusto minuciosamente con cal, polvo de óxido y alguna otra tintura, quedó desierta. Quise reclamar las llaves con la excusa de darle la vuelta, regar las plantas y escribir un libro que basaba la historia principal en una serie de cartas que encontré en un cofre secretamente escondido entre los bloques de adobe y de la que nadie sabe nada aún.

Lecturas para la cuarentena

Dentro de los sobres de las cartas había pétalos de rosas, trozos de telas, alguna foto rasgada como con rabia y no se podía apreciar bien la cara del protagonista, y también un documento que parece un pasaje de avión, roto en pedazos como para armar un rompecabezas. Aquí hay una gran historia, lo olfateaba.

La vecina, la señora Carmen, otra vez pegada a la ventana de la sala. – Qué fue, doña Carmen, ¿cómo me le va? No, no he conseguido nada sospechoso todavía, mi querida viejita, si logro descubrir qué fue lo que pasó yo le digo, ¿tranquilita, sí? Pero no, que va. Ese día ella quería entrar y yo que no, y ella que sí. Al fin tuve que acceder tentado por el tronco de quesillo que me presentaba a través del único huequito que dejé abierto para evitar su “entrepitura” como día mi abuela.

—Sí, señora Carmen, ese quesillo es mundial. —¡Ah, le coloca goticas de vainilla!, sí, le quedó delicioso. ¿Que si me salieron rebanadas de almendras?, la verdad es que no…ay, como que sí, le dije casi atragantado.

Todo esto para escucharla decir que ella había visto en el noticiero que el espacio está lleno de basura. Que ya no nos conformamos con acabar con el planeta que ya hasta el cielo está atiborrado de desechos de naves espaciales, que quien sabe si son de terrícolas o es que ya a estas alturas, a todos los extra terrestres les ha dado por tirar su porquería al cosmos.

Ella está convencida de que lo que cayó sobre el techo de la casa y que también quedó regado por las calles, son restos de esas naves, cohetes, satélites, sondas o cuantos inventos hay por allí y que me faje a investigar si es verdad que soy un periodista serio. Bueno, hasta regaño me salió.

La verdad es que ahora tengo dos enigmas por resolver, juntar piezas, precisar estos acertijos. Si me sigue trayendo quesillo, soy capaz hasta de creerle. La cosa es que me decidí a definir los dos escenarios, uno en cada mesa, la del comedor y la de la cocina, sirven para Sherlock.

Lecturas para la cuarentenaLa gotera del techo no ayuda mucho en este invierno que se avecina. Me tengo que mover pa´llá y pa cá de acuerdo con la salpicadura de la lluvia y no quiero que termine de acabar con el recuerdo de mi abuela. Esta foto de este hombre tan bien vestido, con su pantalón bien planchado y los zapatos muy brillantes a pesar de la calle de tierra, no parece ser un individuo del llano, estera y ribera, en donde creció la vieja. Ese es un forastero.

Y aquí en esta carta, con letra estilizada de gente muy bien educada, hay miles de promesas. Que conocerás la capital, que en el Teatro Nacional seguro te podrías unir a la compañía, que yo te ayudo, que eres mil Sol, mi Re, mi amor. Dos meses más tarde, otro encabezado: recibe esta foto y el boleto, no lo pienses más, aquí brillará la marquesina con tu nombre y el mío, que si ya está hablado, que por favor, confía, amada Celeste. ¡Caray! Le dijo amada.

En la otra mesa, la cosa es más difícil de descubrir, porque de naves y esos asuntos galácticos, no estoy muy familiarizado, pero nada que Google no conozca. Tomé fotos de cada pieza y comencé a filtrar los datos, descargué Apps que como magia o hechicería, juntaban los restos sobre imágenes de sus similares. Y así mismo, comienzan a dibujarse un amasijo de metales, con caligrafía en ruso, en chino, en hebreo…aterrador. Así que de cabeza, me enfrasco en una búsqueda en la que a nadie, a parecer, le ha dado curiosidad.

Aquí viene el quesillo, la señora Carmen y un poco de papeles que mandó a imprimir en un cyber, con lo que ella llama, la certeza del fin planetario. Así, que del quesillo, pasó a ser la directora de la investigación. Ni tan senil, ni tan demente. Resulta que en el claroscuro de su mente, doña Carmen fue la primera mujer químico graduada en la Universidad Central de Venezuela, eso de los laboratorios era frecuente para ella. Nada de lo que decía podía ser asegurado, pues su soledad, su vejez y sus desaciertos, no daban fe de lo que afirmaba.

Sin embargo, mucha razón tiene. Sobre nuestras cabezas recorren a la velocidad de la luz, millones de lo que llaman en la Nasa, restos orbitales y resulta que lo que derribó el techo de la casita de la abuela, son pedazos de partículas que orbitan como inmundicia sideral.

Escribo mi reportaje, que merece mucho más que mil caracteres de la prensa local, y me enfilo a las corresponsalías internacionales, con mi cara muy lavada, llevo la investigación, las imágenes y hasta la foto del techo, que ahora sí, no debe ser reparado pues es parte del expediente, además… bueno, no hay con qué. Sin mucha educación ni respeto, consideraron insuficientes las pruebas, me pidieron entregarlas y acabar con tal mentira y hasta argumentaron todas las razones que unían mi testimonio con una factura para reparar el techado.

De vuelta al refugio me preparo un café bien cargado y me resguardo en el cofre secreto mientras se me ocurre una mejor táctica. Descubro que hay un pañuelo amarrado con cintas ya gastadas y coloreadas de sepia. No le había prestado atención, pero al desatarlo, otro manuscrito apareció.

“Me prometes el cielo, ser la estrella de ese firmamento, me eyectas al espacio y desapareces entre fugaces resplandores, fragmentando mi cuerpo ya sin tierra ni oxígeno para flotar, te vas, una vez más y quedo como un objeto perdido en el espacio”, Celeste.

Lecturas para la cuarentena

 

Carolina Marín Guevara

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CIUDAD VLC

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