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José Carlos De Nóbrega autor de la columna "Salmos y Proverbios"

Memorias de la montaña mágica a nivel del mar… Siempre me aterraron de niño los hospitales. Para inyectarme, tres o cuatro enfermeras no bastaban para controlar mis ataques de miedo e histeria. Con la vejez y la depreciación del cuerpo, te vas dejando de esas cosas. Te dejas llevar, soportando agujas, pinchazos, tactos rectales, endoscopias, mediciones de la tensión y otras incomodidades. Comprendimos muy tarde la filosofía de la medicina japonesa, la cual es preventiva en esencia. Se te enseña como mantenerte sano. Cuando te enfermas no hay vuelta atrás, pues comienza el suplicio del cuerpo. Eres simplemente danza descoyuntada y rota. Aún en este período de recuperación, no tengo conciencia del daño que le he infligido a mi organismo. Los excesos como el alcoholismo y el tabaquismo, amén de la pésima alimentación, sumando mi propio Sol Negro o pulsión depresiva, me han convertido en humanidad estragada o vulgar estropajo.

Me convertí en cliente y paciente de los centros hospitalarios, esos mercados de la carne, los huesos, los órganos por rehabilitar provisionalmente. Sin embargo, hay otra dimensión que no me disgustó esta vez. El Hospital, público o privado, se convierte en una curiosa comunidad o colonia de pacientes. Tiene aire de catacumbas, más allá de lo mercantil e incluso lo (dis) funcional. Durante mi hospitalización viví un espíritu de colmena bullente, eso sí, en el padecimiento y el dolor colectivos. Me llamó la atención la poética, la sociología y la psicología de toda Comuna Paciente. Como dice Perez Só, el Hospital es un barco quizás ballenero. Hay clases y subclases pero no se desdibuja esa noción de la Sociedad que involucra no sólo a los pacientes y a sus acompañantes o círculo íntimo, sino a médicos, paramédicos, enfermeras, enfermeros e incluso la burocracia como tal.

Llegué proveniente del Psiquiátrico a Medicina Interna del Hospital Carabobo. Encaramado en una silla de ruedas prestada. No recuerdo los nombres del médico que me levantó la historia clínica como si se tratara de mi prontuario disfuncional psicosomático. De ese expediente tengo sólo algunas páginas. Ese libro de enfermedades quizás forme una pequeña parte del libro de la vida al que se hace referencia en el Apocalipsis de San Juan. Me imagino un volumen mal cosido y apilado en un rincón de los Archivos, cuya dirección no ubico todavía. El kardex o el inventario nos emparenta sin que no nos demos cuenta. Soy Px y al mismo tiempo desertor del Hospital Central.

Parecía un Cristo en su urna de cristal llevado a capricho por una orden de matasanos que no se decide por una ruta concreta de procesión y peregrinaje a quién sabe dónde. Lo cumbre es que las doctoras regañonas y represivas, so pena de encadenarme a la camilla, podrían ser hijas mías. No admito que ningún sobrino o hijo putativo se convierta en padre de su papá. Se trata del desquite de las nuevas generaciones. Así que me ubicaron en una cama y una habitación de planta baja, sin vista a ningún lado como la arquitectura carcelaria de Piranesi, en la que era imposible saber fecha y hora del día. La cama era una isla o, mejor aún, un cetáceo donde discurría en silencio mi tiempo sin relojes ni calendarios de hojitas sueltas. Estaba a merced de un submundo acuático donde los pacientes se estudian y fisgonean para entrar en confianza o tomar prudencial distancia.

 

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En mi juventud, estuve en cana por algo más de un solo día. Fue en los calabozos de la Navas Spínola. Por fortuna, salí bien librado de la prisión más preventiva que punitiva. Muchos años después me espanté con un pavoroso incendio que cobró la vida de un centenar de prisioneros a la espera de la bonita libertad o el traslado definitivo a uno de los lóbregos reclusorios de nuestra escuela de criminales, rateros y caídos por inocentones. Al igual que en la sórdida y maluca cárcel, hay un orden de cosas moral y comunal en el Hospital. Enfermos y parientes tratan de ordenar, por ejemplo, el pichaque y el aquelarre de los baños públicos. Asimismo, la propiedad privada da paso a un régimen de tenencia colectiva de los insumos médicos.

A mí me facilitaron las vías para suministrarme dos transfusiones de sangre. Sólo vale la palabra entre pacientes. Las deudas, en tal sentido, se pagan sin dilación ni disuasión. Por eso, cuando me dieron de alta, les dejé a la comunidad lo que sobró de los enseres médicos como inyectadoras, suero, tubos de ensayo e incluso papel higiénico. Parecíamos más bien una reducción jesuita en plena selva paraguaya. Incluso, me asignaron un envase para comer en el Hospital un arroz bien tramado, una sopa de pescado, ensalada y carne en lata. Como ocurre en el vecindario llanero, intercambiábamos la comida que nos preparaban los círculos de afectos. Por lo que, fuera de mi dieta inicial en ayunas, nunca padecí hambre en nuestra bondadosa Comunidad Paciente, sin importar bloqueos económicos con el que han pretendido golpearnos el buche en plena Guerra Fría revisitada.

 

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José Carlos De Nóbrega es un ensayista y narrador venezolano (Caracas, 1964). Licenciado en Educación, mención Lengua y Literatura, de la Universidad de Carabobo (UC). Ha publicado los libros de ensayo Textos de la prisa y Sucre, una lectura posible, ambos en 1996, y Derivando a Valencia a la deriva (2006). Fue director de la revista La Tuna de Oro, editada por la UC. Forma parte de la redacción de la revista Poesía, auspiciada por la misma casa de estudios. En 2007 su blog Salmos compulsivos obtuvo el Premio Nacional del Libro a la mejor página web. En el año 2021 ganó el concurso de Ensayo de la VII Bienal Nacional de Literatura Félix Armando Núñez y el concurso de Crónica de la V Bienal Nacional de Literatura Antonio Crespo Meléndez, convocado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, por intermedio del Centro Nacional del Libro (Cenal) y la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.

 

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