Lo más importante de mi experiencia límite o extrema no radica en mi combate solitario, si se quiere, por la vida. Sino especialmente en su índole social de acompañamiento indudable, sean perfectos y viejos conocidos y, sobre todo, cófrades de Job por conocer en una serie de eventos sorprendentes de muy buena leche. Mi privilegio no es heroico ni romántico. Radica en sumarme a una masa angustiada y solidaria de Sociedad Paciente que sobrevive abjurando el aislacionismo. No se trata de vivir la muerte ni el dolor del otro, sino de celebrar la vida como mejor se pueda. Desde la memoria y el Amor por el Otro, del que tanto e inútilmente se pontifica. No se vale ni el fariseísmo ni la superioridad moral. Nos apiña el resguardarnos de las intermitencias, contingencias e irregularidades de la salud cuesta abajo en la rodada.
Me sentí rodeado y amparado por un grupo doliente y empecinado en recobrar la vitalidad juntos, como si perteneciéramos a una misma secta olvidada en un tiempo impreciso. Al principio les tuve miedo y prevenciones de todo tipo. Llegué a llorar mi relativa soledad insomne en silencio. Claro que ellos me veían a través de las tinieblas de nuestro reclusorio. Sólo era cuestión de tiempo. Intercambiar palabras y gestos cómplices. Convivir la cotidianidad con noble serenidad sin apelar a ningún código de escándalo o a solidaridades mal avenidas. Sólo así se me hizo posible amarlos sin éxtasis ni romanticismo postizo. Todos éramos de una igualdad conmovedora en lo variopinta de nuestras biografías, pulsiones y obsesiones de vida enclavada en un ideal utópico de cada cual y cada quien. Éramos campamento gitano en una institución sedentaria y establecida en los vaivenes de los cuerpos enfermos.
No sé si por influjo de la novela de Ricardo Cano Gaviria, El pasajero Walter Benjamin, Monte Ávila (1993), soñé o reescribí una escena en la que, hospedado en un hotel u hospicio, me echaron a la calle, luego de una conducta poco decorosa. Tanto Walter Benjamin como yo éramos el inquilino inoportuno y enfermo. Ambos pecábamos de rezagados en lo que toca a sobrevivir la mala leche del nazismo. Ficción, Historia y realidad escurridiza haciendo de las suyas en giros sorprendentes más allá de todo control escritural. Quizás me valga de un gran referente filosófico y literario para escribir las líneas más ásperas, duras y agridulces de mi experiencia límite. A Benjamin y a mí no nos emparenta el judaísmo, sino la condición del cuerpo y el organismo estragados. Carne y huesos, órganos y tripas, se desquitan de nuestros malos tratos y abusos compulsivos de sustancias por demás tóxicas. Somos Job, no por el juego de cartas españolas o, peor aún, del truco de tahúres orientales entre Dios y el Diablo, sino por irresponsabilidad mutual compartida en nuestro desmadre corporal, mental e incluso espiritual. No nos importó el diálogo tripartito entre soma, mollera y espíritu. Sin embargo, tanto él como yo, encarnamos el Getsemaní, el Gólgota y el Domingo de Resurrección en Comunidad Paciente. La soledad del crucificado es relativa. Nos acompañan un par de ladrones colgados en la cruz, la masa doliente de Marías y Juanes, además de los centuriones repartiéndose nuestras prendas. Se trata de hablar de mi prójimo paciente a quien amo en nuestra mutual de dolor y cierto estado poético de Gracia.
Ciertamente el mundo es estrecho en su anchura y la cosa es con nosotros indefectiblemente. Las vacas son ajenas y las penas son nuestras, como canta Atahualpa Yupanqui. Me conseguí con un ex-condiscípulo de bachillerato al que apodábamos Carietón. Él no era paciente sino acompañante de su hijo Angelo, quien padecía de ataques muy dolorosos ligados con algún problema cerebral. Más de una vez tuvo una gentileza conmigo: palabras solidarias muy cálidas, una galleta club social y un protector gástrico de boca. Sin ser evangélico o religioso que se sepa, asistió y conversó con Carlos Primera, un Pastor evangélico muy conservador que era atendido por su feligresía mujer. Al principio, el pastor me pareció interesante, luego algo latoso como Moisés gagueando y pontificando su moral rígida, pero después me conmovió su discurso llorón y muy humano como el profeta Jeremías cuando parlaba por teléfono con sus hijos carnales y feligreses.
Recuerdo con simpatía a Israel, nuestro paciente más profesional e institucional. Era algo así como una síntesis de paciente, comediante, cronista y contralor de nuestro pabellón en el tercer piso, la antesala posible y bienaventurada del alta médica. Israel, sin ser patriarca de ningún pueblo del desierto, se la llevaba bien con casi todo el personal médico y de enfermería del lugar. En especial con el enfermero Hernán, un trujillano que honra el oficio de atender a su prójimo paciente. Este arcángel paciente que me recuerda a Cantinflas, me enseñó lo útil que es la cultura objetual del envase, la bolsa, el envoltorio. La importancia de las cosas y los enseres que lleva el paciente consigo. Acarrear un sistema de corotos de aquí para allá en el proceso de convalecencia que es nómada en su extraño sedentarismo. La salud se mueve no pocas veces como peregrinación gitana entre la diversión y la esperanza. Planta baja, en cambio, era un Purgatorio que o te llevaba a la Morgue, como le pasó a aquel joven apureño con leucemia o a Pacheco el maracucho, o subías con otros más afortunados al tercer cielo previo a otra oportunidad más de vida, tal como me está ocurriendo ahora.
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Si bien no tuve quien me acompañara de noche, velando conmigo en el Hospital, fui acreedor de la solidaridad de mucha gente a lo largo del día. Una acompañante, la abnegada y amorosa esposa de Luis, me llamó la atención a tal respecto, sumándose al punto a este coro de ángeles bien amados. Tienes muchos amigos que al igual que yo te alentamos a persistir y no desmayar en atravesando el Valle de la Muerte bajo la guía de tu pastor convertido en Legión que no deja de sostenerte pues no se va de pernocta, ni tampoco de huelga. No tuve, entre otras cosas, que soñar con mamá Augusta, porque su presencia es indoblegable, terca y sobreprotectora, pese a que se nos fue en el año 2002. Igual me ocurrió con mi segunda esposa Yudi, mi cuñada Yajaira, mi papá José o mi hermano Avelino. Como dice Doris Tibisay mis espiritualidades son mi fortaleza, amén de los amigos que sobreviven y me dispensan solidaridad y profundo afecto. Valga la precariedad de la memoria, fui visitado, confortado, alimentado y regocijado por una notable romería de amigos con quienes estoy en deuda. Entre ellos cuento con Laura y Julia Antillano, mi comadre Mayolis, el poeta Medina Figueredo, Ismael Noé, Douglas Morales, Benjamín, José Ramón, Vielsi Arias, Mary Zabala, Luis Salvador Feo La Cruz, Freddy Ñáñez, Marialcira Matute, Marichina García Herrero y Raúl Cazal. Pido excusas si dejo a alguien por fuera. Se trata de la erosión de la memoria y no de ninguna omisión malintencionada.
No puedo olvidar, por ejemplo, a la Doctora Maruja Bolívar, neurocirujana del Hospital Carabobo, mamá de uno de los nuestros, el poeta César Panza. Ella no sólo me alimentó con una muy sustanciosa sopa de vegetales y un jugo de frutas, sino que conversó y se solidarizó conmigo hasta el punto de estremecerme el alma. Ambos sabemos que César está presente, tal como lo escribí en un soneto que le dediqué donde él mismito me tiraba de las patillas, la barba y el bigote para que siguiera viviendo y driblando a la depresión al punto de dejarla sin cintura y mal parada. Espero verla a la mamá doctora para comentar ambos los libros de poesía, reseñas literarias y traducciones de César que pronto serán publicados por editores muy amigos y hermanazos suyos.
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José Carlos De Nóbrega es un ensayista y narrador venezolano (Caracas, 1964). Licenciado en Educación, mención Lengua y Literatura, de la Universidad de Carabobo (UC). Ha publicado los libros de ensayo Textos de la prisa y Sucre, una lectura posible, ambos en 1996, y Derivando a Valencia a la deriva (2006). Fue director de la revista La Tuna de Oro, editada por la UC. Forma parte de la redacción de la revista Poesía, auspiciada por la misma casa de estudios. En 2007 su blog Salmos compulsivos obtuvo el Premio Nacional del Libro a la mejor página web. En el año 2021 ganó el concurso de Ensayo de la VII Bienal Nacional de Literatura Félix Armando Núñez y el concurso de Crónica de la V Bienal Nacional de Literatura Antonio Crespo Meléndez, convocado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, por intermedio del Centro Nacional del Libro (Cenal) y la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.
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