Uno de los primeros en intentar explicar la funcionalidad del beso fue Sigmund Freud que especuló, como podría esperarse, que se tratara de un regreso a la época de amamantamiento.

Más tarde, en los años 1960, el zoólogo Desmond Morris propuso que el beso podría haber evolucionado de la práctica por la cual las madres primates mastican la comida de sus hijos antes de dársela boca a boca con los labios fruncidos.

Así lo hacen las madres chimpancés y posiblemente lo hicieran los homínidos. Presionar con los labios semiabiertos pudo desarrollarse más tarde como una manera de reconfortar a hijos hambrientos cuando la comida era escasa y, con el tiempo, expresar amor o afecto en general. La especie humana podría eventualmente haber tomado estos besos protoparentales y convertirlos en las variedades más pasionales que hoy conocemos.

El problema con esta idea es que hay muy pocas culturas humanas en las que las madres alimenten de este modo a sus hijos. Claro que sí explicaría la etimología de la palabra ‘comer’ en el Egipto de los faraones: besar la comida de uno.

 

Otros antropólogos y expertos en comportamiento animal han propuesto que besar puede haber evolucionado del husmeo habitual entre los animales y, por qué no decirlo, no tan raro entre nosotros.

Esto es lo que defiende Kazushige Touhara y sus colegas de la Universidad de Tokio. Los besos son un eco de una forma de comunicación más primitiva, más química, según revelan sus estudios con ratones.

Mientras que las feromonas, las famosas moléculas señaladoras capaces de provocar una respuesta en otro individuo de la misma especie, pueden olerse a grandes distancias y atraer a posibles parejas, este equipo japonés ha encontrado ciertas feromonas no volátiles secretadas desde los ojos y transmitidas por contacto.

Aunque ratones y humanos son genéticamente muy similares, el gen que codifica esta feromona no existe en el ser humano. “Perdimos este gen en algún punto de la evolución”, añade Touhara.

Ambas especies comparten un antepasado común situado entre 75 y 125 millones de años atrás, una criatura ratuna llamada Eomaia scansoria (Eomaia, del griego “madre del amanecer” y scansoria, del latín “trepadora”) que es el primer mamífero placentario que se conoce, Touhara especula que los humanos debemos retener un vestigio de comportamiento roedor porque todavía nos gusta besar o frotar las narices, un comportamiento automático destinado a realizar un muestreo osmógeno del aroma del otro.

Para detectar los olores el aire inspirado debe llegar hasta la parte más profunda de la nariz y para ello debemos inspirar muy fuerte. Así, la respiración natural lleva el aire al interior de la nariz a una velocidad a 6 km/h. En el caso de una correcta inspiración odorífera el aire debe entrar a 32 km/h; de ahí el característico sonido del olisqueo.

 

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¿Elegimos pareja con un beso?

¿Cuál puede ser su función? Algunos filematólogos, científicos que estudian los besos, creen que tiene que ver con identificar parejas genéticamente compatibles. El olor de una pareja potencial que se percibe durante el consiguiente besuqueo nos proporciona información relevante desde el punto de vista reproductivo, aunque no seamos conscientes de ello.

Aunque todavía existe cierto debate en si los seres humanos podemos percibir las feromonas puesto que no poseemos receptores específicos para ellas -el llamado órgano vomeronasal-, como las ratas o los cerdos, algunos biólogos piensan que podemos detectarlas con nuestra nariz.

De hecho, los hay que, como la bióloga Sarah Woodley, creen que las mujeres pueden oler ciertas proteínas mientras besan, y lo que huelen puede afectar a si encuentran atractivo a su compañero. Incluso explicaría la tendencia de las mujeres que comparten vivienda -e incluso despacho- a sincronizar sus ciclos menstruales. Toda una demostración de influencia química.

 

Buscamos un sistema inmune diferente con el beso

Por supuesto esto no es más que una extrapolación de lo que se sabe del comportamiento animal: machos y hembras tienden a escoger pareja que difieran en los marcadores del complejo principal de histocompatibilidad o MHC.

En los humanos éste corresponde a una familia de genes situados en el brazo corto del cromosoma 6 y que codifican información vital de nuestro sistema inmune. La mayoría de los biólogos creen que los ratones pueden literalmente oler lo diferente que es el MHC de su posible pareja ya que, como regla general, cuanto más diferente sea más fortalecido saldrá el sistema inmune de la descendencia. «Estos genes también hacen oler diferente a la gente” opina Sarah Woodley.

En 1995 el biólogo suizo Claus Wedekind pudo determinar esta selección de pareja basada en la disimilitud del MHC en humanos. Hizo oler a un grupo de estudiantes femeninas las camisetas que habían sido llevadas durante dos noches por estudiantes masculinos, sin ponerse desodorante, colonia o bañarse con jabones perfumados.

Besando a otros

 

Un número elevado de mujeres escogió olores de hombres con un MHC diferente. Curiosamente esta tendencia se invirtió cuando las mujeres tomaban pastillas anticonceptivas. Sin embargo los hallazgos de Wedekind no han podido ser reproducidos en otros estudios por lo que las espadas sobre este tema siguen en alto.

Entre las sustancias que se postulan como feromonas humanas se encuentra el androsterol, un componente del sudor del que se dice puede disparar la atracción sexual en la mujer, y las hormonas vaginales llamadas copulinas que algunos investigadores han encontrado que disparan los niveles de testosterona e incrementan el apetito sexual en los hombres.

Las cosas no están muy claras, pero el deseo de hacer dinero ya ha hecho que se comercialicen, a 25 dólares el botecito.

Lo que es innegable es que el beso es pura química. Libera un cóctel de sustancias entre las que se encuentran las que gobiernan el estrés, la motivación, la creación de lazos afectivos y, por supuesto, la estimulación sexual.

 

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