Un acercamiento a la obra poética de Freddy Náñez… Toda creación verbal tiene en sí misma formas de diálogos con la tradición del sistema literario a la que pertenece. Ya nos advierte Luis Manuel Isava, en su texto “De la crítica de la poesía en Venezuela”, que nuestra poesía desde las Silvas de Andrés Bello ha tomado modelos, transposiciones y diálogos a través de las traducciones de la literatura occidental.
A este lenguaje poético construido bajo las influencias europeas, Reynaldo Pérez Só lo referirá en su texto “Endofobia de la poesía venezolana” como la imitación de patrones oníricos, que algunos poetas de principios del siglo XX tomarán de las tradiciones francesas y españolas. Sin embargo, no todos mirarán las tradiciones eurocéntricas, poetas como Enriqueta Arvelo Larriva y Ramón Palomares, entre otros, miran el “paisaje interior” mostrando un lenguaje auténticamente nacional y una poética del lugar.
Pretender el ejercicio de una crítica de la poesía venezolana implica entonces mirar desde un lugar. Ante la necesidad de construir un archivo, la urgencia de pensar y dinamizar la poesía en un contexto de transformaciones culturales a la que está sometida, desde la década del ’60 a nuestros días, me propongo en las siguientes líneas plantear una lectura del más reciente libro del poeta venezolano Freddy Náñez, una voz que entra en diálogo con una tradición literaria heredada de la convulsión política de finales de los noventa que transita un cambio.
Consciente del influjo que significó pertenecer a una generación que lee y mira con atención la poesía venezolana de los ‘60 y ‘70 , su conocimiento del oficio, aprendido en talleres literarios de la época, también va a recibir el impacto del tránsito de una generación que vivió el desconcierto causado por la crisis de los años ochenta y el cambio de un nuevo sistema político, que se instaura en Venezuela a finales de los noventa.
La apuesta de Freddy Ñánez es la vuelta al lugar: Santa Ana del Táchira.
Vuelve a su aldea, pero no a constatar los vestigios de una localidad atropellada por la violencia fronteriza, un lugar de paso y abandonos permanentes.
Su poesía se construye, siempre evocando al lugar del que parte. La apuesta es por la “voz interior” en el sentido que refiere Larriva, en tanto la poesía siempre pertenece a un lugar, al hombre y la mujer que lo viven, dejando claramente expreso la interrelación entre lo rural y lo cosmopolita.
La aldea en el poeta Ñáñez no es la mirada bucólica de la ruralidad venezolana, tampoco el extrañamiento por el pueblo, es la forma de dar respuesta a las preguntas del espíritu de quien habita una aldea asediada por la muerte. Como bien señala el poeta: la poesía ha sido una forma de acompañarnos y de mirar a los ojos a esta tierra, es la manera de resistirse a la muerte. Las palabras son el árbol en medio de la sequía.
Dice el poeta que sólo los muertos tienen memoria. La tierra también está hecha de entierros y ¿acaso no es ese el ciclo de los que estamos en este plano? Dice el precepto bíblico polvo eres y al polvo volverás, y en palabras del poeta de Canaobo Vicente Gerbasi venimos de la noche y a la noche vamos.
No es una novedad el tema de la muerte y el destierro en la poesía venezolana. Ésta ha sido explorada de diversas formas, en poetas como Ramón Palomares, Pepe Barroeta, Caopolicán Ovalles, por nombrar algunos, poetas con lo que Náñez, claramente, ha entablado un diálogo en los primeros libros de la antología.
Un resto de sombra reúne los libros: Casa Ajena, Destierros, Velorios, Postal de sequía, Álbum de familia, Viraje, Pequeña tierra, En otra tierra y poemas sueltos cuyo hilo temático nos lleva a un viaje.
Como todo viajero que abandona o se muda de su tierra, deja restos en el camino: plazas, fachadas, puertas, el álbum familiar, estatuas, calles y sus muertos. El destierro al que alude el poeta es la herrumbre de los desplazados forzosamente por la violencia. Podemos apreciarlo claramente en el poema II del libro Destierros:
Por eso huimos
cuidadosos de no
Pisarnos
Aquí cada temblor tiene
dolientes,
cada socavón su rosa
cada rama el pulso perdido.
El sujeto lírico no sólo es un desplazado por la violencia, sino también por la pobreza, de finales de los noventa que acoge a las fronteras venezolanas con Colombia. Los caídos tienen dolientes. La tierra que los expulsa es también la que los llora. Hecho que podemos apreciar en el poema V:
Son hombres
enterrados
estos desiertos
Lo que pisas es tu ancestro
su costilla robada,
su nombre tachado,
su mirada partida
que insiste en olvidarnos.
Desde su primer libro, Casa Ajena, el poeta avanza en una retirada del lugar.
Un resto de sombra es un cuerpo al que el poeta regresa para ver, como se asoma el familiar sobre el ataúd de su muerto. Hecho que nos pone en diálogo con la novela del escritor mexicano Juan Rulfo, Pedro Páramo, donde se narra la historia de Juan Preciado, quien llega a Comala a buscar a su padre y se encuentra con sus fantasmas. Lugar en el que no puede cumplir su objetivo porque lo encuentra la muerte.
Contrariamente a Pedro Páramo, Ñáñez no regresa a su pueblo a buscar venganza. La tierra en sí misma conforma una voz colectiva que se expresa en el decir del poeta. Una tierra árida, violenta que toma su lugar, frente a la cual se inclina.
Sabemos de la cercanía del poeta con el panteísmo cuyo conjunto de doctrinas filosóficas conciben el universo, la naturaleza y el mundo como uno solo. En este sentido, la muerte también representa la posibilidad de transformar el dolor. En la línea del principio budista de la no permanencia o lo que se conoce como la relatividad de la muerte y la vida, el poeta, de la aflicción, hizo alquimia. Por ello en su exilio nadie sobra.
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En la línea de este planteamiento, es evidente la cercanía del poeta con el Haiku y la poesía Tang, una poesía realista y conectada a la vida cuya estética se configura a partir del lugar. Ñañez toma el sujeto que se funde en el paisaje en la poesía China y el que viaja, el expulsado de la Venezuela rural (presente como nostalgia en la poesía venezolana) para llevarlo a su tierra y celebrarla. Esta vez no desde el extrañamiento, sino bajo el espíritu que le anima su estudio profundo del Tao, cuyos principios del cambio constante le permiten reconciliarse con el lugar. Lo blando puede vencer a lo duro. Como en el Tao, las acciones no deben ser forzadas, no se lucha contra los obstáculos, se les va arropando.
Por otro lado, el poeta, con Vallejo, nos deja ver que ante la muerte, la incertidumbre o la fatalidad, la poesía viene a ser el único asidero donde acobijarse. Toda pérdida es indudablemente un luto, sin embargo, como nos dice la poeta Elizabeth Bishop, en su texto “El arte de perder”, perder no es un desastre:
el arte de perder se domina fácilmente
tantas cosas parecen decididas a extraviarse
que su pérdida no es ningún desastre.
En su tierra, Náñez bendice a su país que es su ausencia.
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Vielsi Arias Peraza, Venezuela 1982. Poeta, docente, investigadora, columnista y promotora cultural. Ha publicado: Transeúnte (2005), Los Difuntos (2010), con el que obtuvo la mención honorífica en poesía del Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca; La Luna es mi pueblo (2012), Luto de los Árboles (2021) y Mandato de puertas (2022). Es miembro del Consejo de Redacción de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo, miembro de WPM, capítulo Venezuela, y miembro del equipo promotor de la Escuela Nacional de Poesía de Venezuela.
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