Alfredo Armas Alfonzo-Había una cruz

En AGOSTO de 1939 nos mudamos a Puerto Píritu, a una casa con fondo al mar y a unas pilas de durmientes de ferrocarril donde habitaban cigarrones colorados y parecía que los palos tuviesen música por dentro. De noche silbaba el viento salobre entre los alambres de colgar ropa y se veían lejanas luces en el horizonte.

Antes de ir a la escuela salíamos a vender cuerdas de un lote que el padre negoció en una liquidación. De eso vivíamos; de las cuerdas pero la gente no compraba sino primas, que eran las que se reventaban y en cambio los bordones no las compraban y uno a veces iba de mostrador en mostrador sin ningún resultado. Mi problema era con las cuentas del maestro Amundaray; no me entraba eso de 9X9 u 8X8 y demasiadas cosas contribuyeron a desmejorar mis notas. Había descubierto que los durmientes, además de servir de residencia a los cigarrones, eran utilizados por algunas parejas que no tenían otro sitio adonde ir y allí entre aquellos olores de tierra mojada propios del pui y la vera, entre las salobres brisas que el mar les proporcionaba, porfiaban a representar el cuadro de Adán y Eva que hubo una vez en casa hasta que una gotera lo acabo. De ahí, según, veníamos todos, pero nunca tuvimos la curiosidad de indagar cómo se había producido el misterio. Ahora se me revelaba con sólo esperar echado de bruces y conteniendo la respiración sobre aquel cargamento de madera que los barcos parecían eludir. El maestro Amundaray no entendería mis razones, ni yo se las iría a dar.

 

 

No había comenzado setiembre porque todavía se encon­traba maíz tierno, cuando desde mi rumorosa y fragante atalaya una tarde de sol amarillo como ahí se pone vi cabalgar entre la ola y la arena que generalmente estaba constelada de conchas arrastradas por el mar desde las isletas, a una muchacha, despeinada la cabeza entre los brillos de la sal y del crepúsculo, la camisa abierta al resplandor y al rocío. Vestía de pantalón y calzaba botas altas. Cuando atravesó el viento en dirección al faro donde se estaban cerrando las flores amarillas del abrojo y por eso ya no daban perfume ni atraían mariposas, percibí otro perfume que no era aquél al que uno estaba acostumbrado; yo no sabría describirlo, pero desde entonces ese es su recuerdo.

Antonia Guevara me explicaría esa noche, cuando se lo fui a preguntar a la casa donde trabajaba y ella me hizo esperar demasiado porque estaba sirviendo la cena, que esa criatura así imprevista era la hija de un ganadero y la querían casar con un joven de su clase que estudiaba medicina en Caracas. Me dijo también que la muchacha pisaba más arriba de sus talones.

 

Alfredo Armas Alfonzo-mar
 

 

Así se creó otro factor de mi inapetencia por las matemáti­cas y mi pasión escolar por ese puerto de mar; los sueños no siempre se pueden relatar con las historias, y produce mucho dolor retroceder siquiera a nuestra última entrevista, cuando ya todo el pueblo dormía y yo logré alcanzar, con ayuda de unas piedras que ella mandó a situar con un peón bajo la ventana, los balaustres a través de los cuales se presentía la cama con cubrecama de encajes, un olor de jazmín y una lámpara de aceite frente a un cuadro del Corazón de María.

Se quedó con tristeza de lo que nos separaba, del carácter y la testarudez de su padre, del noviazgo de conveniencia al que ella no se oponía por temor al castigo de su desobediencia. Me habló de los campos petroleros y de cómo quien allá se iba hacía fortuna en poco tiempo. Yo tenía que buscar con qué presentar­me a su padre. Su pelo, sus manos, su boca, su saliva de naranja, llenan la noche inolvidable.

 

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Tenía catorce años y su apellido, que se escribía con dos erres lo grabaron mal en el granito de la losa. Está casi sola bajo aquel cielo interminable, entre las mariposas amarillas, las flores del abrojo, el esporádico canto de las paraulatas que hacen sus nidos junto a la salina, el viento del mar, el sol del crepúsculo, la hormiga, uno que otro cardón que atalaya el paisaje donde Carencho el celador camina, con un ruido de llaves orinosas entre las manos acostumbradas a lidiar con la muerte.

 

Alfredo Armas Alfonzo / Ciudad VLC