Un cuento para la merienda: La diablesa de armiño de Salvador Garmendia

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Lo primero que llamó mi atención aquel mediodía, cuando una mirada seguramente involuntaria me mostró el cuadro desvalido de aquel vestíbulo de cine, fue la inusual cantidad de chinos que allí se encontraban, resaltando de manera inequívoca y particularmente llamativa, en medio de la ciudadanía corriente que nutre las funciones de los continuados.

-Mira qué cantidad de chinos -le advertí a mi amigo.

Y sin tener que ponernos de acuerdo, ociosos como andábamos, nos dimos vuelta y regresamos al lugar.

No nos detuvimos a contarlos; pero así, al solo golpe de vista, era evidente que un considerable desprendimiento de la colonia asiática había venido a parar allí.

Sin duda que el desgarramiento que presenciábamos no se había producido propiamente en el ala más desvalida y magra de la colonia, donde se cobijan los deteriorados dependientes de lavanderías y fonduchos; pues aquellos caballeros amarillos que nos rodeaban vestían con ponderada corrección, lo que evidentemente los hacía más notables en medio del desaliño general.

Debo advertir, por último, que en cuanto a la función, no se trataba de una tanda corriente de cine continuado, como habíamos creído al principio, sino de todo un espectáculo en vivo de strip-tease.

Un diálogo de mudos nos puso de acuerdo en el acto; sacudí la cabeza provocando un recrudecimiento de cejas no desprovisto de malicia y mi amigo respondió resignado, elevando los hombros. En cuatro pasos estuvimos retratándonos en la taquilla.

Ni que decir que el aire estacionado en el vestíbulo, tan tímidamente iluminado, creaba en el ambiente cierta pesadez de agua salobre, un gusto ácido de vieja transpiración.

Una mano pelada recogió los billetes y allí estábamos rodeados de unos pobres estucos, unas lamparillas tomadas por el polvo, un cielorraso de madera fúnebre, algo desorientados en el fondo y sin mucho que ver alrededor.

La diablesa de armiño

(La taquillera -lo advertí un poco más tarde, cuando casualmente volví a localizarla con la mirada-, la única mujer en todo el contorno, ofrecía un tinte opaco de ama de casa pobre y no sé qué imprecisa liviandad en toda ella -o en la sección del busto que se hacía visible-, como si detrás de la cota desteñida del uniforme todo lo sólido fuera una escueta armazón, sin otro contenido que un poco de aire inmóvil. Dos surcos descendentes que partían de los lagrimales, podían haber sido cavados por muchas y lentas efusiones de lagrimas, agotadas ya para siempre).

Muy cerca de nosotros, un cartel en colores de Burt Lancaster y un panel de fotos satinadas de los números del burlesque que íbamos a ver, recogían las miradas, acaso demasiado atentas, de dos criaturas muy diferentes entre sí: un ser pequeño, redondo, recortado, a medias calvo, con traje oscuro, que participaba del tono mate y lastimado de la piel; y el otro como puesto allí para hacer el contraste: metro y medio de arrugas en los pantalones, algo más de camisa sucia, de cuello nudoso, de pelos rizados y amarillos.

Mi amigo me haló por la manga. Acababan de correr la cortina de raso viejo que cubría la anchura de la puerta y se podía escuchar, de lejos, el sonido emparedado de una pequeña orquesta atacando los compases de una marcha.

La música creció de golpe y vimos iluminarse el escenario de un color rosa pálido que se encendía gradualmente hasta tocar el rojo, retornar por el mismo camino y languidecer en el blanco.

Tal juego de luces, a la tercera ronda, acabó por hacerse aburrido.

Advertí en ese momento, mientras mi compañero encendía un cigarrillo, que la presencia antes dominante de los chinos se había disuelto por completo en la penumbra de la sala.

Era que ya no podía asegurar que fuesen tantos como había creído al principio, a plena luz; podrían no pasar de cinco o seis ejemplares -todos minuciosamente pulcros, encharolados y vestidos de azul-, pues acaso había sido víctima de la extraña propiedad que parece pertenecer por todos los siglos a estos sigilosos asiáticos que andan regados por el mundo, y la cual consiste en el truco de reproducirse o duplicarse un número indefinido de veces, de manera que en medio de una multitud heterogénea, uno no puede asegurar que el chino que aparece a su derecha no sea el mismo que acaba de ver a su izquierda, guardando idéntica postura; y el otro que nos pasa por delante venga a ser el reflejo, la réplica instantánea y veraz de otro que en el mismo momento caminaría, quizás, a nuestra espalda, etc.

-Me parece que hemos botado la plata -se lamentó mi amigo apenas ocupamos nuestros asientos en la fila central. Y, en efecto, era evidente, a juzgar por las apariencias, que nada extraordinario podíamos esperar de todo aquello.

La desmañada concurrencia, dispersa por todo el salón, tampoco demostraba el menor optimismo al respecto.

Mal sentados en las butacas, piernas encaramadas mostrando el polvo de las suelas, bustos sumergidos hasta los pasamanos en la actitud de echar un sueño, otros charlando en el pasillo de espaldas al escenario o sentados en los espaldares.

Nos daba la impresión de haber acudido demasiado temprano a un espectáculo que no llevaba trazas de empezar.

Sin embargo, la orquesta había acabado la obertura y sonó el redoblante.

Alguien que debía ser el anunciador, un negrito de chocolate con pechera blanca, salió al proscenio, vino con pasos impetuosos hasta las candilejas, y allí se paralizó unos momentos, una O congelada en el aro de tiza de la boca, observando sin expresión la escena desalentadora que representábamos para él.

(Con respecto a nosotros, desde la ubicación del negrito, era fácil pensar en ese punto muerto que precede a la hora formal del ensayo de una obra en las mañanas, cuando los actores en mangas de camisa se mueven por allí ensimismados, susurrantes, vagando en una helada incoherencia, como si supiesen que todo intento por encontrar un punto de partida, algún pie que de pronto restableciera la memoria extraviada y desatara de una vez la acción, tenía que resultar fatigoso e inútil).

-Ese es el negrito Happy -observó mi amigo refiriéndose al anunciador, y con la misma lo vimos desaparecer casi en carrera.

Una voz potente gritó en la oscuridad: “¡negro maricón!”, y el negrito retrucó en el tablado, nos hizo la puñeta y se escurrió de nuevo por la cortina.

Un buhonero se sentó a nuestro lado. Sobre las rodillas colocó el cajoncito cargado de tijeras, peines y hojillas de afeitar.

Empezó la tanda y fue como si nada. Cierto que algunos asistentes precavidos se escurrieron sin prisa a las primeras filas de asientos; pero la mayoría del público prefirió esperar mejor ocasión.

Los primeros alaridos del negrito cayeron por completo en el vacío. Sandra, La Colombianita de Fuego, no tenía en verdad gran cosa que mostrar o tal vez mostraba demasiado para su edad, a todas luces respetable.

Como la acompañaba uno de esos valses flatulentos que los músicos de teatro parecen inventar a medida que tocan, mezclando las rumias de cientos de viejos valses sin nombre conocido, ella limitaba sus evoluciones a un ir y venir de banda a banda del escenario; sus visajes eran de cupletista a quien sólo le falta el abanico.

Lo cierto es que, mientras ella se iba sacando sus prendas de flequitos de plata y lentejuelas, las que por unos segundos mantenía a distancia colgando de sus dedos como se sostiene y se larga una piltrafa, la orquesta hacía lo propio: aquel vals esquelético iba perdiendo gradualmente sus trapos, soltaba unas telas gastadas de saxofón y de trompeta hasta quedarse en la pura osamenta que era el tres por cuatro de la batería.

Unos pocos silbidos premiaron el último gesto de la doña, cuando, con dos estrellitas de plata en los pezones, se quitó la piecita de abajo y enseñó un casto montoncito de escarcha plateada en el lugar del pubis.

La diablesa de armiño

Happy salió aplaudiendo y dando gritos y ella nos dio el trasero de una manera que resultó insultante, pues aquello que tan penosamente se movía en su mitad, era algo demasiado funcional, demasiado hogareño, un traste grande y bien sajado de señora de casa que va al baño.

La impresión no fue mía únicamente: de alguna fila delantera partió una trompetilla larga y acuosa, lo que resultó un comentario, aunque veraz, en exceso prolijo para secundar mis discretas deducciones mentales.

Mi amigo bostezó a todo diente, y en cuanto empezamos a hablar de cualquier cosa por pasar el rato, nos dimos cuenta de que un grueso murmullo se había apoderado del aire, y que, de querer hacerlo, debíamos entendernos a gritos.

Por allá salía la voz aflautada del negrito (el perfil de un chino salió del dibujo de rostros y se iluminó fugazmente. Estuvimos conectados por unos instantes, cuando él volvió la cara y todas sus facciones en relieve me enrostraron con una rutilante complicidad) diciendo no sé qué de “la empresa en su deseo de complacer al distinguido público… y ¡esto se compone, caballeros, despreocúpense, esto se compone!”

El tiempo vino a darle la razón, por suerte. Como a mitad del espectáculo, la concurrencia se había triplicado y gran parte de la misma se hallaba aglomerada en las primeras filas.

Aquel desplazamiento había originado un pequeño tumulto cuya única víctima resultó ser un viejo a quien habían derribado en mitad del pasillo y allí permanecía lleno de polvo, manoteando y berreando sin hacerse oír, como un fanático predicador.

Volaban colillas encendidas. Una danza de tambores, bailada por una morena flexible de largos cabellos, recalentó los ánimos. Creo que hubo un conato de bronca del lado de la orquesta.

Vi al flaco del saxofón tambalearse en medio de un nudo de cuerpos; pero mi amigo me halaba de la manga: al golpe de las tumbadoras, que había cobrado verdadera violencia, la negrita vibraba electrizada de pies a cabeza.

El calor de los focos la había humedecido y brillaba un poco por el lado del vientre como un bistec jugoso. Yo tenía entre las cejas la visión de pavor en la cara amarilla del saxofonista; entonces volví la mirada a ese lugar y sólo encontré las cabezas en orden.

Happy deliraba corriendo y dando saltos y, finalmente, apareció Trina, La Diablesa de Armiño, sorprendente con su pelo plateado y la capa de piel que la envolvía.

La orquesta silabeaba un jazz lento, apenas una melodía desangrada que flotaba por ahí sin objeto.

Entonces Trina se desprendió de su tapado, alzó los brazos, sonrió de una manera deslumbrante y mostró de una vez toda la blancura de su cuerpo duro y armonioso.

-¡Esto sí es una hembra! -gritó mi compañero levantándose. Sólo nuestro vecino buhonero permanecía mudo y como humillado en su asiento.

Claro que Trina no sabía bailar, más lo importante en ella era su manera arrogante, sobrada y vigorosa de desprenderse de unos breves tapadizos plateados, que al desaparecer agregaban nuevos territorios luminosos a aquel cuerpo torneado y movedizo que parecía interminable.

Happy le iba detrás arrodillado, poniendo una cara famélica de suplicante, como arrastrado por aquellas nalgas rodeadas de luz, que a intervalos se sacudían de adelante atrás en una demorada convulsión que remataba en un chicotazo vibrante.

Parecía que las nalgas, casi liberadas del remache de las caderas, al retrucar, escupieran la cara del negrito.

La algarabía era descomunal. Muchos se habían parado sobre los asientos, mientras que una masa impenetrable se condensaba bajo el escenario.

Los más afortunados habían conseguido copar la escalerilla y la turba se detenía al borde mismo de las candilejas, revolviéndose contra sí misma, como rechazada por una valla invisible.

Si alguno rompía de pronto la barrera, caía turulato, trastabillado en el tablado.

Desnuda del todo, Trina quedó de espaldas al público bajo un cono de luz; de pronto giró sobre sus pies y se mostró de frente con la mano debajo y luego escapó en puntas de pies, los brazos atrás, inclinados y tensos, y era como si el viento que parecía cortar con su cuerpo elevara tras ella un velo prodigioso.

El negrito, que se conocía el juego, nos instaba a traerla de nuevo con los aplausos: “¡ahora van a verlo, caballeros -sus dedos figuraban un triángulo en el lugar debido-; aplausos, caballeros, y van a verlo!”, y algunos, encaramados en los brazos de los asientos, manoteaban con ira sobre la anónima negrura de las cabezas, arengando como oradores de barricada, y ella apareció de nuevo por el cortinaje, dio una vuelta entera sobre las puntas de los pies, brazos al aire y vimos todos, de un fogonazo, el montoncito negro en su lugar.

Unos pocos habían conseguido trepar al tablado desde el foso; Happy los enfrentaba haciéndoles fintas de payaso, y escapaba despatarrado.

La Diablesa de Armiño había saltado sobre el piano y la veíamos crecer en un foso de brazos alzados.

-Van a linchar al negro -dijo mi amigo.

Pero ese tipo conocía su negocio. Se dejó corretear por el tablado, se dejó levantar en vilo, se arrastró como un gato apaleado pidiendo auxilio y, recuperado de repente, volvió a las candilejas a reclamar silencio.

-Está bien, caballeros, ella va a bajar, caballeros, no se molesten. Ella va a bajar.

-¿Dice que va a bajar aquí, desnuda?

Sentí miedo de veras.

-La van a matar -dije-. Grité, más bien, en medio del estrépito reinante que asfixiaba la voz del negrito.

Pero él no cesaba de clamar su ofrecimiento parado en posición de coach, su traje negro de faena majado y cubierto de polvo, las tapas del chaleco abiertas y guindando, a medida que la desconcertada comparsa, que erraba todavía por el escenario, iba escurriendo hacia la sala, poco a poco.

Vi de pronto en los ojos de mi amigo un chispazo de sangre.

Y fue cuando nos dimos cuenta del silencio. El escenario quedó solo. Las sombras sumisas regresaban a posarse en los asientos como aguas aplacadas.

En el proscenio abandonado reapareció Trina. Lo cruzó en diagonal; bajó la escalerilla, monda, desnuda, limpia como una pieza de vajilla recién lavada.

El negrito se sentó a la turca en mitad de la escena, junto al resplandor de las candilejas, y parecía que su frágil materia empezara poco a poco a derretirse, los codos en las rodillas, el mentón en los puños, mirándonos con un solo ojo blanco como un agujero en la pasta negra y carcomida.

Se oía el zumbido de los ventiladores y a lo lejos el bordón uniforme de la ciudad.

Trina, La Diablesa del Armiño, llevando una sonrisa de pasta nacarada, se paseaba, esquivando las rodillas, por las largas filas de butacas, único objeto móvil frente a las figuras congeladas.

En Difuntos, extraños y volátiles, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1970.

 

 

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