“Yudi entre su cielo y mi tierra” por José Carlos De Nóbrega

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José Carlos De Nóbrega autor de la columna "Salmos y Proverbios"
Aunque pase por el valle más oscuro,
no temeré peligro alguno
porque tú, Señor, estás conmigo; 
tu vara y tu bastón me inspiran confianza.
Salmo 23: 4, “dialogando con Dios”.
Libro de los Salmos en Versión Popular.

 

Yudi entre su cielo y mi tierra… Este imprevisto de tu salud me mueve a componer el cuento que hace tiempo pediste a mi Yo o Ego de escritor díscolo tan incumplido hasta hoy contigo. En medio de esta cuarentena impuesta por la peste de ahora [y la universal eviterna de ser Hombre, como lo dice Camus en su novela “La Peste”], se sacude paradójicamente la reclusión endémica en la bullanguera sinfonía de mi Legión o Confederación de Almas como la llama el novelista italiano Antonio Tabucchi en “Sostiene Pereira”. El curso de nuestro matrimonio de más de veinticinco años, en una transición más amistosa que hace casi año y medio, fue interrumpido por tu Accidente Cerebro Vascular de la semana pasada. Fue el cuarto y, sin duda, el más duro. No estaba cuando ocurrieron los tres anteriores, mucho más leves. Sin embargo, se me rompió el corazón de madrugada, a las 2 am, no sé si estaba escribiendo mi ensayo “Bitácoras de la Pandemia” o si lo estaba soñando.

 

Intermezzo a la manera de Job, Miércoles 29 de abril de 2020

Este texto [Bitácoras de la Pandemia. Epidemia y Literatura] se ha venido armando como el rodaje de una película: No sigue el orden pautado de este proyecto. Me quedan seis o siete libros por [re] leer y comentar en esta conversa [“Ensayo sobre la ceguera” y “Las intermitencias de la muerte” de Saramago; “El perfume” de Süskind, los cuentos de “La Quimera de Oro” de Jack London, “Vidas de los doce Césares” de Suetonio, “El Decamerón” de Boccaccio y “Cuentos de Canterbury” de Chaucer]. Hoy, a las 2 am aproximadamente, mi esposa sufrió un Accidente Cerebro Vascular [el cuarto en menos de seis meses] que la ha sacudido duramente. Tengo un dejo de suma impotencia que va de las lágrimas contenidas a la rabia existencialista. Resulta entonces irónico que no logre predecir qué pueda ocurrir con su frágil salud a corto y mediano plazo. Allá otros con sus oráculos harto especulativos y validadores de un estatus quo absurdo y preñado de injusticia. Pido a Dios que ayude a mi Fe, pero aún me siento tan disconforme con este giro cruel e injusto de nuestras vidas. En tiempos de esta pandemia clínica, política e histórica, la magoa o amargura se hace muy difícil paladearla y asimilarla. Mis sobrinas se la han llevado al Hospital Central de Valencia, la de Venezuela, Ciudadela de la Peste Enrique Tejera, específicamente en la sala de emergencias. Escribir es una pasión placentera y dolorosa al punto. Sin embargo, leer y componer libros majaderos me han mantenido vivo pese a experiencias personales nada gratificantes en los 18 meses transcurridos a la fecha. Quizá ella, además de mi familia política y la de mis amistades de verdadera raza, me aúpen a persistir con este oficio compulsivo de supervivencia. Para ellos escribo este ensayo. Que Dios me ampare pese a mis quejas que queman el alma y me retrotraen el libro de Job [“Se ha cambiado mi arpa en luto, Y mi flauta en voz de lamentadores”, Job 30:31]. A las 10:55 pm. P.S.: Dispensen el tropiezo de saber o no contradecirme a la hora de desparramar y recoger estas líneas a por la vida. Antes de referirme a [Arthur] Clarke, me detengo en dos buenos amigos: los religiosos y poetas del Decir Thomas Merton y Ernesto Cardenal. La soledad de esta casa muta en una extraña especie de morada teresiana o monasterio trapense, ámbito propicio para proseguir este juego dialógico con autores y lectores [“¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; Cosas demasiado maravillosas para mí, que no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; Te preguntaré, y tú me enseñarás” Job 42:3 y 4].

Supe de inmediato que la muerte enmascarada, no sé de qué color, te estaba atormentando hasta el punto de hacerte balbucear el alma desesperada.

 

II

Ha pasado casi una semana de tu partida hacia el Cielo de tu preferencia. En mi condición paradójica de escritor católico y escéptico respecto al formalismo religioso de pacotilla [cuando no se trata de un modo de vida auténtico y sí de una vil estandarización que la banaliza en una propaganda terrorista ultraterrena], creo intuir o, mejor todavía, deducir ese Paraíso romántico que te forjaste en tu paso por la Tierra entre pedregosa y aterciopelada. No sé si la habías edificado desde la incubadora de cartón y algodón en la que Blasina te acostó como la sietemesina recién asomada a esta Valencia de San Desiderio, encrucijada de amores y odios.

Como canta Joaquín Sabina, me siento como un viudo ante el Altar. El oficio de la viudez masculina me toma sorpresivamente por las largas patillas al igual que una maestra harpía hace con su desprevenido alumno: Encallada la embarcación en el dique seco del llanto atascado, los recuerdos que van y vienen de un saco de maíz abierto y desparramado en el suelo y, por supuesto, la revisita de álbumes fotográficos que retrotrae la balada de las cartas amarillas cantadas por Nino Bravo. Del volumen más antiguo, saqué con cuidado una linda foto en blanco y negro relativa a tu graduación como Secretaria en el Instituto “Gran Colombia” a principios de los setenta. Lo hice a propósito del Novenario que las vecinas organizaron por la paz de tu alma [desde el Día de las Madres van tres sesiones]. Los rezos repetitivos que implica el Rosario me suenan tan sentidos y muy humanos [por qué negar las hablillas en que incurrimos todos] como los comentarios pícaros de tus amigas ante un tibiecito café tinto en el porche. Dios me salve del fetichismo religioso, pero te levantaron un altar bonito y sencillito con flores y dos vírgenes por si acaso [un par de intermediarias, la del Carmen y la de Fátima, son mejores que una], al que incorporé el Cristo de plástico que estaba sobre la urna de tu papá Enrique Marín y la fotografía en cuestión que te mostraba de cuerpo entero, adolescente y ataviado de blanco. No tenías el pelo pintado como acostumbrarías compulsivamente más tarde. Me gustas mucho así, con esas manos claras, tiernas y preciosas de siempre. // Qué decir del juvenil rostro: No sé por qué te me pareces a la Magdalena penitente de Tiziano [o sí, el rostro lozano, la desnudez ante el Juicio Final, los senos generosos de pezones grandes y rosados], con la diferencia del cabello que no lo llevabas tan largo. Excúsame este achaque de sabroso orgullo. He llegado a la conclusión de que yo me había casado con una mujer muy bonita, no obstante ese dejo entre triste y sorprendido de la cara detenida por una cámara impertinente y oficiosa de ocasión. Paladeo con la mirada un espejo de pensamientos y sensaciones en esos ojos de miel que ahorita no logro interpretar ni convertir en una hipótesis de la Memoria.

 

III

Dispensa si este collage descarta papeles que te había escrito en tiempos de la seducción. No sé dónde los tengas guardados. La cosa me ratifica que uno, cuando seduce, no digamos que apele a la mentira sino a adornar el discurso polifónico y disfuncional del amor. Ya sabías que cuando cantaba contigo [al inicio del idilio] las melosas canciones del insufrible Ricardo Montaner, se suponía un ejercicio solidario para agradarte y no un embuste enclavado en la demagogia carnal de este seductor. La música no es de quien la compone sino de quien la necesita, nos guste o no, bien valga su uso pragmático movido por propósitos eróticos circunscritos a la Vida, para que la Muerte mastique la derrota entre sus colmillos. [Sabes que Zeus me reparó la radio del equipo: en alegrando la casa puse un CD antológico de Fleetwood Mac. Confieso esta rápida infidelidad de viudo achacoso: Me gustó siempre su cantante, la hermosa y enigmática Stevie Nicks, de cuerpo sinuoso y voz sugestiva de sirena que aún me enervan]. Ya estuvo, por el momento, del Mesías de Haendel y la Novena de Beethoven [no obstante la apología conjunta que ambos tributan respectivamente a la resurrección de la carne y el alma en Cristo y a una Nueva Jerusalén esperanzadora que nos reivindique y no su sosa versión ideológica que nos reseque con cielos falsos e inútiles de algodón azucarado].

Quizás más tarde convoque a Gustavo Cerati con Soda Stereo. “La Ciudad de la Furia” [encajonada en un equipo portátil Fisher hace casi treinta años], balada rock con la que te enamoré pese al sonso de Montaner [su sabor a nada no lo salva ni Palito Ortega ni la trompeta de Arturo Sandoval] y el ególatra de Luis Miguel [a este güero menos le remienda el capote Don Armando Manzanero], este tema resonará en la sala mientras sigo escribiéndote que es el mejor acto amoroso posible para con vos.

 

IV

Ahora le toca a Louis Armstrong, Satchmo, con “Give me a kiss to build a dream on”, una balada jazzística que te trae a mi memoria preñada de referencias cruzadas y alocadas. Quizás se refiera a un beso regalado y, por ende, bien estampado en la boca para edificar una ensoñación que haga trizas una realidad mustia y mezquina por obra y desgracia de los hombres mal empoderados. Sé que no esperabas a un trompetista sobrenatural de New Orleans, rostro sudoroso con su imprescindible pañuelo blanco, hablando de besos robados de despedida que le den en la madre a la muerte misma y se regocijen en la imaginación poderosa y plena de la Amada, como si se tratara de un Orfeo negro que se solaza en amansar el reino bestiario de las tinieblas. Posiblemente, mientras te estabas graduando en blanco y negro de secretaria, y yo tenía siete años recién cumplidos, Satchmo fallecería en Nueva York para ir con su música a otra parte, la eternidad que le deseó el poeta Evtushenko: “Haz lo que siempre hiciste / sigue tocando, / alegra a los ángeles, / para que los pecadores en el infierno / no sean atormentados en exceso. / Arcángel Gabriel, / ¡dale una trompeta a Armstrong!”. Después que en tu Paraisito inequívoco y romántico con Blasina, Enrique Marín y Yajaira, hayan escuchado a Rocío Durcal y Miguel Acévez Mejías, dense ustedes denso con el jazz festivo y angelical [Black and White] de Sachtmo resucitando a los muertos de la vaguada de Nueva Orleans y a los que arriban de Nueva York a las puertas del Cielo por efectos del Coronavirus y las babosadas megalómanas de Donald Trump.

Qué a que viene todo este texto desparramado, preguntarás con un estricto sentido práctico para reírte de mí. Pues no puedo concebir tu Cielo de telenovelas y talk shows latinos made in Miami, presididas por San Cayetano el diligente proveedor alimenticio y José Gregorio el único santo que además de operar se parece a Charles Chaplin, sin hablar del Purgatorio, el Infierno y el Paraíso muy míos que están bien enclavados en mi tierra, si me lo permite León Tolstoi con sus Ana Karenina, Iván Ilich y Padres Sergio. Esta es una ocasión propicia para escribirte un relato que simula el cumplimiento de una promesa a ras de la tumba o, quizás, un encargo sacado de testamentos o últimas voluntades. El texto busca, como quien no quiere la cosa, transfigurarte en un acto de habla transparente ajeno a las convenciones de géneros literarios fúnebres. Ni es elegía ni tampoco endecha urticante que aturda el bullir silente y misterioso tras la tramoya de los sepulcros y mausoleos.

 

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Más que un balance de lo nuestro, un pavosísimo mea culpa o un gol nostálgico de placa [o de antología], lo prefiero como un diálogo contigo a solas. Si me ven hablándote en voz alta sobre la cuartilla electrónica, no me importará que los testigos oidores impenitentes elucubren un cortocircuito en mi sesera, sino que no reparen aún en mi peripatética reflexión en voz alta como si leyera asimismo en un teatro los “Himnos a la Noche” de Novalis o, mejor todavía, “El Cuervo” de Poe. Líbrame, Yudi Josefina, de apariciones fantasmagóricas ruidosas y revelaciones místicas hiperbólicas, porque de la depresión recurrente pasaría a la psicosis de lo más delirante y fastidiosa, cuadro de involución clínica que para nada ennoblecería una casa renovada en construcción, la que edificamos juntos durante más de un cuarto de siglo emparedado entre finales del XX y alburas del XXI. Me mueve ejecutar mi rol de esposo, viudo agradecido ante el altar y escritor católico problemático como Unamuno, Graham Greene o Mauriac.

 

V

…Aquí me tienes en nuestra casa de Bella Florida, bien almorzado, escribiendo este relato a más de treinta grados bajo la sombra. Te has salido con la tuya, te fuiste antes que yo, dejándome el Lar bien dispuesto y en compañía de buenos vecinos que nos quieren bien. Pronto me reuniré con Dayana y Angélica, más tarde con Betty y Jorbellys en homenaje real a tu amor para con nosotros. Y también con quienes nos quieran escuchar de buena gana. Gracias a la cocina de la comadre Mayolis, las vecinas y amigas Blanca y Enma, he ganado buenos kilos. Ayer estas dignísimas mujeres, además de Nancy y Domibel, junto a Carlos y el resto del sector uno, me ayudaron a cargar el agua en este curioso tiempo medieval del siglo XXI. Como ves, esta casa [que dispusiste para mí] no se me caerá en el abismo del abandono ni de la orfandad. La repensaré y rediseñaré en honor de tu memoria. Insisto, el cuento no acaba aquí. Un abrazo de tu esposo y Saudades de quien te ama, J. C.

 

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José Carlos De Nóbrega es un ensayista y narrador venezolano (Caracas, 1964). Licenciado en Educación, mención Lengua y Literatura, de la Universidad de Carabobo (UC). Ha publicado los libros de ensayo Textos de la prisa y Sucre, una lectura posible, ambos en 1996, y Derivando a Valencia a la deriva (2006). Fue director de la revista La Tuna de Oro, editada por la UC. Forma parte de la redacción de la revista Poesía, auspiciada por la misma casa de estudios. En 2007 su blog Salmos compulsivos obtuvo el Premio Nacional del Libro a la mejor página web. En el año 2021 ganó el concurso de Ensayo de la VII Bienal Nacional de Literatura Félix Armando Núñez y el concurso de Crónica de la V Bienal Nacional de Literatura Antonio Crespo Meléndez, convocado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, por intermedio del Centro Nacional del Libro (Cenal) y la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.

 

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