Federico Ruiz Tirado-Leonardo Gustavo-Premio Stefanía Mosca

Un amigo que fue mi viejo hermano, y combinaba sus  ojos dialogados color mar con la bufanda, y el saco de pana antigua con sus meditados argumentos sobre la dialéctica, ese fue Alfredo Lugo, el actor principal de una película que yo iba concibiendo a diario mientras lo escuchaba, o reinventábamos modos de ser  para que la izquierda argentina de aquel entonces nos comprendiera.

Cuando yo llegué a Buenos Aires, a nuestra embajada en Argentina, designado por Hugo Chávez como su primer secretario, y él asumía un vasto y polémico campo sociocultural (no le gustaba eso de agregaduría), que nos permitió a ambos compartir lecturas y cine, teatros y mimos en la calle Florida y en San Telmo, debates sin pies ni cabezas, vinos y carnes.

Alfredo Lugo-cine

Con él era frecuente conocer gente erudita y parroquianos, y mi mayor y más secreta alegría era ver su rostro  enrojecido cuando nos espetaban desde las esquinas de la ortodoxia más oxidada, aquella heredada de una corriente trostkista, la más padecida y sufrida por los complejos irresolutos que la acompañaba sin remedio y sin clase obrera.

Esa enfermedad infantil del izquierdismo de catadura sectaria, divisionista por naturaleza y hasta cierto punto fantasiosa, muy bien aposentada en el sur de América, merecía un corto metraje mudo, de siluetas y escarapelas sin hoz ni martillo: «Vamos a hacerlo, Alfredo”, le dije entre risas, “y así aprovechamos los recursos que nos brindan las  paranoias novelescas y los hermetismos de Freddy Balzán», nuestro embajador para la época, antes de Roger Capella.

La risa y el asombro del cineasta que concibió Los Tracaleros y Los Muertos sí salen, mis dos películas preferidas, se convirtieron en un sketch cotidiano. La primera, la vi con Alfredo Maneiro, quien, según me dijo en un café a la salida del cine: «Los Tracaleros es algo así como la R al revés de la Causa: un caso único, pues no hay guerrilleros ni mujeres desnudas».

Rostro rojo rojito el de Alfredo, poco amigo de la retórica, muy firme, sí, en la defensa inquebrantable de la batalla, del ajedrez ideológico y el caballo peón cuatro rey de la avanzada de Hugo Chávez desde el «por ahora» hasta el día en que mandó al TLC al carajo en Mar de Plata.

Mi primo Viachislav Silva lo conoció en los años ‘60, cuando se cruzaron en la escuela de cine, (Universidad), Film Hochschule, de la República Democrática Alemana en Potsdam.

Viachi vivía muy cerca de la escuela y tenía al frente los estudios de cine de la DEFA, antes de la guerra, donde aún se  pueden ver los elementos de la escenografía, la utilería de la película Metrópolis, una de las primeras películas de los años ‘20.

Algunas de las compañeras y compañeros alemanes de Alfredo fueron también sus amigos. «Astrid, me comentó, es dueña de una anécdota de una de sus primeras películas o ensayos allá  que le gustó mucho». Astrid fue luego la directora del buen teatro de títeres de Berlín, una mujer muy linda y atractiva, me contó el primo desde Alemania.

Cuando venía de Alemania nos encontrábamos en Caracas revivíamos sus  tiempos y los míos;  cuando yo llegué a Berlín, Alfredo estaba retornando.

Siempre firme, nunca traicionó, lo dice el primo como una declaración del principio que funda la concurrencia y la lealtad.

Hoy Alfredo se fue, pero saldrá de súbito como el dandi comunista que hizo cine sin guerrilleros y mujeres desnudas, hablando los idiomas que aprendió viajando y soñando en los trenes del mundo.

 

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Retrato hablando

Alesia de madrugada

 

A Natalia, mi pequeñita
Taoufif me habla susurrante
Relata fantásticas islas de Túnez donde hay ahogados y
barcos navegando nocturnos
sobre sus propias sombras
vigilados por la luna
mediterránea

 

Alesia-Federico

Mongí su acompañante
cuando regresa de un sueño
acróbata y vidrioso
permanece en silencio
entre verduras y lácteos
rociando de agua
las frutas
de la estación que muere

 

Los oigo desde el amanecer
En el reverso penumbroso
se preguntan si iré a por el café con cardamomo y croasam
de siete cereales
tan duro
como la piedra

 

Hablan de cuando
arribaron a París
y dormían en los muelles
compartiendo el pan
algo de grasa
y té verde con el ghetto

 

Una mujer y una abeja
siguen despiertos
Y la luz de afuera
viene de adentro

 

Recuerdo solamente el despertar del piano de al lado
una estrella fulminada
en el cristal de la ventana
Una Madame alterada
aferrada al tiempo del timbre
desde el siglo XVI

 

Huyo sin prisa
en busca de familia
lejos  de la emboscada
y así
sombrío
les hablo

 

A Taoufif del alba rústica que sucede en mi país
mientras tomo una cerveza de 13 grados.
A Mongí le suelto vocablos
y acaricio un brócoli de
apariencia emocionante

 

Taoufif pregunta
y Mongí suena
su garganta
atragantada de fideos
con salsa de ajíes y
en el caldero
veo los trozos de cordero
los ojos  la sangre
coagulada y los oigo
en el idioma del norte africano.

 

Les miento
Les juro
Les canto en griego
Afuera bate la lluvia
y adentro entre botellas
de vinagre y olivas
mis palabras se cruzan,
se ajan se oxidan para
transpirar una oración compuesta
de resaca y desmemoria.

 

En el corazón una mosca se revuelca
y yo les digo adiós a mis amigos
árabes.
“Hasta mañana” en perfecto español,
“Hasta siempre” en clarísimo italiano.
“Au revoir”, en pésimo francés.

 

París, mayo 2006

 

***

 

Federico Ruiz Tirado (Barinas, 1955): Escritor, poeta, diplomático. Miembro Fundador de la Red de Escritores Socialistas de Venezuela. Autor de Un puñado de pájaros contra la gran costumbre (antología sobre el 4F), Un día para siempre, La Patria está en otra parte (MPPCULTURA, PDVSA).

 

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