Nació torcido, como si el mundo lo hubiese dibujado con la mano izquierda. Alto, desgarbado, con la tristeza en los hombros y una cara que no pedía ternura. Hebbel lo vio como un lémur, pero no supo que detrás de esa figura encorvada vivía un niño que soñaba con alas.

Era hijo del agua y del cuero: madre lavandera, padre zapatero. La infancia fue una habitación sin ventanas, donde la pobreza hablaba en voz baja. A los catorce años huyó. No caminó: escapó. Copenhague lo recibió con frialdad, como se recibe a los que no tienen nombre. Quiso ser actor, quiso cantar, quiso que alguien lo mirara sin reírse. Lo llamaron lunático. Lo dejaron solo.

Pero apareció Jonas Collin, como un personaje de cuento que no sabía que estaba en uno. Le dio estudios, le dio papel, le dio permiso para inventarse. La dramaturgia fue un intento fallido, pero en 1834 brotaron los cuentos como flores en el invierno. Historias que venían del pueblo, del susurro, del miedo. Andersen las escribió como quien se escribe a sí mismo.

Visitó salones dorados, habló ante reyes, pero nunca dejó de ser extranjero. Viajó por el mundo como quien busca una casa que no existe. España lo escuchó en 1863, pero él seguía sin encontrar el abrazo. Soltero, sin amor, sin patria. Su única compañía fue la palabra.

Siguió escribiendo para los niños, como si en cada cuento pudiera salvar al niño que fue. En 1872 la enfermedad lo detuvo, pero no lo venció. Murió tres años después, sin haber dejado de buscar.

 

Hans Christian Andersen: El conjuro del niño que nunca murió y también el epitafio para un niño que no quiso crecer, para un niño que aún huye:

 

La ciudad no despierta. 
Se arrastra con un zapato sin su par. 
No es Odense. 
Es Naguanagua.
Es Copenhague. 
Pero podria ser cualquier lugar
El cuarto donde un niño dibuja ruiseñores con ceniza
O el cuarto de los ruiseñores.
Andersen no nació. 
Fue conjurado por una madre que lavaba ausencias 
y un padre que remendaba  zapatos y fantasmas. 
El niño no escribe. 
El niño no habla. 
El niño lleva una cuerda en la maleta 
y un teatro que arde sin público.  
No quiere ser autor. 
Quiere ser muñeco. 
Quiere ser llama. 
Quiere ser el soldadito que no se derrite 
porque ya está roto. 
En la ciudad de papel, 
La sirenita no canta. 
La cerillera no enciende. 
El emperador no está desnudo: 
Está solo. 
Cada cuento es un altar. 
Cada frase, un espejo roto. 
No para leer. 
Para mirarse. 
No hay infancia. 
Hay restos. 
Hay títeres sin cuerdas, 
juguetes sin dueño, 
cisnes que nunca fueron patos. 
Andersen no escribió para niños. 
Escribió para los que no sobrevivieron a serlo. 
Lo escribe en pedazos: 
«Cada cuento es un espejo que no devuelve el rostro, 
sino la sombra del que lo perdió.» 
Y en esta Ciudad, 
donde la poesía se imprime con tinta de duelo, 
esta columna no se lee. 
Se invoca. 
Se mira. 
Se rompe. 
Porque el niño que huye con una cuerda en la maleta 
no es danés. 
Es nuestro. 
Y aún no ha terminado de arder. 
Y no lo hemos terminado de contar su historia…

 

Hans Christian Andersen-2

 

Los Mejores cuentos de Hans Christian Andersen

El patito feo
Una historia sobre la transformación, la aceptación y el valor de la diferencia.

La sirenita
Un cuento profundo sobre el sacrificio, el amor no correspondido y la búsqueda de identidad.

El soldadito de plomo
Una metáfora sobre la resiliencia, el amor y la tragedia, protagonizada por un juguete incompleto.

La pequeña cerillera
Un relato conmovedor sobre la pobreza, la esperanza y la belleza que se esconde en el dolor.

El traje nuevo del emperador
Una crítica ingeniosa a la vanidad y al poder, donde la verdad se revela a través de la inocencia.

Las zapatillas rojas
Una historia sobre el deseo desmedido y sus consecuencias, con tintes oscuros y morales.

La reina de las nieves
Un cuento épico sobre la amistad, el bien y el mal, que inspiró adaptaciones modernas como Frozen.

Pulgarcita
Una oda a la libertad, la valentía y la búsqueda de un lugar propio en el mundo.

La princesa y el guisante
Un cuento breve y encantador sobre la sensibilidad y la autenticidad.

Cada uno de estos cuentos tiene capas que van más allá de lo infantil: son espejos del alma humana.

 

¡Qué destino de amor me ha sido concedido! He llegado a ser como una criatura humana, recibo el beso de una madre, escucho palabras de bendición y me voy al reino desconocido, soñando junto al pecho de la muerta. Indudablemente he sido la más feliz de todas las hermanas.

 

Hans Christian Andersen

 

Este fragmento pertenece al momento más conmovedor de su poema, para mí el más hermoso, cuando una madre en duelo coloca una rosa sobre el pecho de su hija fallecida. La rosa, tocada por el amor, se siente más viva que nunca.

 

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Balada de Hans y Jenny (de nuestro Aquiles Nazoa)

Verdaderamente, nunca fue tan claro el amor como cuando Hans Christian Andersen amó a Jenny Lind, el Ruiseñor de Suecia.
Hans y Jenny eran soñadores y hermosos, y su amor compartían como dos colegiales comparten sus almendras.
Amar a Jenny era como ir comiéndose una manzana bajo la lluvia. Era estar en el campo y descubrir que hoy amanecieron maduras las cerezas.
Hans solía contarle fantásticas historias del tiempo en que los témpanos eran los grandes osos del mar. Y cuando venía la primavera, él le cubría con silvestres tusílagos las trenzas.
La mirada de Jenny poblaba de dominicales colores el paisaje. Bien pudo Jenny Lind haber nacido en una caja de acuarelas.
Hans tenía una caja de música en el corazón, y una pipa de espuma que Jenny le diera.
A veces los dos salían de viaje por rumbos distintos. Pero seguían amándose en el encuentro de las cosas menudas de la tierra.
Por ejemplo, Hans reconocía y amaba a Jenny en la transparencia de las fuentes y en la mirada de los niños y en las hojas secas.
Jenny reconocía y amaba a Hans en las barbas de los mendigos y en el perfume del pan tierno y en las más humildes monedas.
Porque el amor de Hans y Jenny era íntimo y dulce como el primer día de invierno en la escuela.
Jenny cantaba las antiguas baladas nórdicas con infinita tristeza.
Una vez la escucharon unos estudiantes americanos, y por la noche todos lloraron de ternura sobre un mapa de Suecia. Y es que cuando Jenny cantaba, era el amor de Hans lo que cantaba en ella.
Una vez hizo Hans un largo viaje y a los cinco años estuvo de vuelta.
Y fue a ver a Jenny y la encontró sentada, juntas las manos, en la actitud tranquila de una muchacha ciega.
Jenny estaba casada y tenía dos niños sencillamente hermosos como ella.
Pero Hans siguió amándola hasta la muerte, en su pipa de espuma y en la llegada del otoño y en el color de las frambuesas.
Y siguió Jenny amando a Hans en los ojos de los mendigos y en las más humildes monedas.
Porque verdaderamente, nunca fue tan hermoso el amor como cuando Hans Christian Andersen amó a Jenny Lind, el Ruiseñor de Suecia.

 

Gracias, Aquiles…

 

***

 

José Luis Troconis Barazarte 1

José Luis Troconis Barazarte es artista, narrador, docente y sembrador de lenguajes. Licenciado y Magíster en Artes Visuales y Escénicas por Strayer College (Washington D.C.), doctor en Historia del Arte por Bircham International University y la Universidad de Salamanca (España), ha hecho de la interdisciplina su firma y de la cultura su morada.

Fue director de Cultura de la Universidad Arturo Michelena y coordinador cultural de la Alianza Francesa de Valencia. Fundó y dirige CEINFOLEIM, un espacio de creación y formación artística donde enseña siete idiomas, música y literatura creativa. Desde allí impulsa movimientos como Cacao Tekisuto, centrados en el mestizaje simbólico y la maduración lenta del arte.

Ha sido premiado en certámenes de relato breve en España, ganador de la Bienal Internacional de Literatura Vicente Gerbasi (2017) y ha publicado los libros Empáticos y Cartas a la Soledad (2025). Su obra circula en más de 30 antologías digitales. 

Interprete de lengua de señas, diseñador digital, guionista, director coral y fundador de FUNDÁCRO, su travesía creativa se nutre de la danza, el relato, la música y como médico de la sanación. 

 

Escribe como quien borda, con barro en los pies

cielo en la lengua, fuego en la voz,

con oído de calle y pulso de viento. 

Poeta que escucha lo que otros callan 

y traduce silencios en tinta viva.

(Reseña de Antonio V. Díaz B.)

 

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