Una mañana soleada me dirigí al centro del pueblo para comprar algunas cosas. Luego fui hasta la plaza Bolívar y me senté bajo la sombra de un frondoso árbol cerca del Libertador, firme y desafiante, espada en mano, como siempre se le ve en las pinturas que relatan sus batallas.

Un olor a tabaco me hizo voltear y me conseguí con un hombre que tendría unos sesenta años. Él inhalaba y lanzaba bocanadas de humo con mucha delicia, como si en eso se le fuera la vida.

“Andaba buscando quién fumaba tabaco y resulta que lo tengo al lado”, le dije amistosa.

“Tengo cuarenta y cinco años fumando tabaco. Comencé el mismo día que aprendí a manejar una gandola”, me respondió.

“El trabajo de gandolero es muy fuerte, ¿verdad?”, continué yo…

“No tanto” —me dice burlón—, “a menos que tengas que cargar la gandola en tu espalda”. Y lanzó una carcajada celebrando su respuesta con un joven sentado a su lado.

“Por supuesto, mi señor, no es como llevar un escaparate encima, le hago esa acotación porque también, hace algunos años, yo manejé camiones 750. La vida no era fácil, sobre todo dormir bajo la plataforma del camión cargado de ácido clorhídrico”… La risa del hombre se esfumó en el acto.

Apretó con suavidad lo que quedaba del tabaco, sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, e inhaló suavemente, como quien ve recuerdos en el humo. “¿Tiene alguna anécdota que no haya podido olvidar?”, le pregunto.

“Algo me pasó en los años ochenta”, y se acomodó para narrar su historia, “llovía muy fuerte en Aragua, fue cuando la tragedia del Limón. Regresaba yo de un viaje a oriente. Antes de llegar a Santa Teresa desviaron el tráfico pesado hacia la Carretera Nacional. Nos tocó manejar por entre los ranchos, y las gandolas son grandes, usted sabe. Íbamos a vuelta de rueda; todo era barro por donde pasábamos. De pronto pararon el tráfico, pero como a los dos minutos nos mandaron a avanzar, entonces la gente me comenzó a gritar para que me detuviera. Frené y apagué el motor. Sucedió que de uno de los ranchos una mujer se había resbalado y vino a caer debajo de las últimas morochas de mi gandola, muriendo en el acto”.

 

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Él me enfatizaba: “No fue mi culpa, yo solo moví la gandola un poquito. Me detuvieron día y medio. En las averiguaciones se llegó a la conclusión de que yo no era responsable del accidente, pues la señora se resbaló llegando hasta las ruedas”.

Mirándome fijo a los ojos comenta: «Eso fue lo más fuerte que me pasó en mi vida de camionero». Le dio un último jalón a lo que quedaba del tabaco, mientras sus ojos se iban humedeciendo. Yo le agradecí haber compartido ese momento tan trascendental en su vida y él se levantó y me dio un fuerte apretón de manos.

Me fui dejándolo atrás, un monumento de asfalto y vivencias, mientras la resonancia de su relato permanecía en el aire, como el rastro invisible de una gandola que se pierde en la distancia, llevándose consigo la promesa de nuevas historias y el peso de las ya contadas.

 

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Carmen Pacheco-columna Crónicas del peatón-portada

Carmen Beatriz Pacheco (Caracas, 1951) es cronista, dibujante y aficionada al haikú y al microrrelato. Ha participado en el Taller de Lectura y Escritura Creativa del Museo de Arte Valencia (MUVA) con el Prof. Ramón Núñez. También formó parte del grupo CEINFOLEIM, dirigido por el escritor José Luis Troconis Barazarte.

Integra el Laboratorio Narrativo Zuaas en cuyo libro colectivo «Relatos de lluvia (historias que caen del cielo)» (2025) interviene con tres relatos breves. También integra la Escuela Virtual «Historias en Yo Mayor» de la Fundación FahrenHeit 451 (Colombia).

 

Ciudad Valencia / Foto CP