Cada 2 de noviembre, en Valencia y su parroquia foránea Naguanagua (hasta 1994), una gran cantidad de personas cede a la seductora melancolía de visitar a sus muertos o «fieles difuntos».
En Naguanagua existía también el cementerio de «Trincheras» con sus animas triplemente enterradas: cuando fueron sepultadas, cuando el paso de la autopista borró el Campo Santo y cuando fueron olvidadas, aunque todavía en algunas familias se tenga presente al maternal espíritu de Cristina Loaiza. Se cree que en muchos caseríos, como «El Castaño», los campesinos enterraban a sus familiares cerca de sus conucos, en sitios especialmente escogidos.
Los visitantes se arriesgan a sentir otra vez, como entonces, la espina aguda del amor truncado por la muerte. Aun así la vida se agita entre las tumbas, al oírse los trinos de los pájaros, en el susurró tibio de las hojas y la brisa, donde las almas viejas flotan.
Borradas ya están las inscripciones de las lápidas con muertos de dos siglos, sin familiares que los olviden, sin contar los fallecidos clandestinos.
En Naguanagua no hubo monumentos funerarios como los de Caracas o Valencia, incluso se afirmó que un alcalde cedió parte del terreno del modesto cementerio a un diario de circulación carabobeña.
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A lo lejos, la torre esbelta de la Iglesia colonial, siempre bella como todas las manifestaciones de la vida. Ir de nuevo a ese espacio cerrado «donde se entra pero no se sale», al decir de Don Zoilo Alvarado, entre flores y limoneros, y donde se cree que en lo hondo algo deben sentir las cenizas y los huesos viejos.
Muertos anónimos, duerman tranquilos, si es que pueden, porque a veces parece que hasta Dios se olvida de ustedes.
Douglas Morales Pulido / Ciudad Valencia