Un cuento para la merienda: «La mista», de J. R. Pocaterra

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La mista

Al «maestro desconocido»

I

Don Epaminondas Heredia nació en uno de los Tiznados —San José o San Francisco—. Todavía hacia el ochenta y tantos se podía nacer allí. A esta fecha la gente ha emigrado, o está muerta. De los poblados ribereños, el sitio: casas caídas; plazoletas enyerbadas con el zócalo de algún busto de héroe que se decretó y no llegó a fundirse; las barrancas rojizas, el ancho río con sus rebalses patinados por los mosquitos que de día danzan y de noche inyectan malaria.

 

Don Epaminondas, sobreviviente —a través de escuelas federales que desde San Juan Bautista del Pao hasta Valencia fueron marcando su vía-crucis pedagógico—, casi a pie, con mujer y ocho hijos, vivía a principios del siglo en un barrio lejano, “Pele el Ojo”, entre las peladeras del camino real y algo como quebrada torrentosa que ya, tras la casuca, con los aguaceros de setiembre, le había llevado media tapia de adobes y una cuarta parte del fogón.

 

—¡Para lo que hay que cocinar! —dijo, viendo el agua metérsele por el corral.

 

Guerras civiles, viruelas y el presupuesto de instrucción pública le fueron esquilmando al maestro de escuela sin escuela que conservaba “empeñados” sus libros de textos y el reloj. Una heroica vocación docente le hizo perder el crédito casa de Pancho, el de la esquina: dos puertas, un mostrador, algunos víveres, sardinas, el rollo de tabaco en rama, el pote del guarapo y, a lo ancho del alero bajo: “Francisco de P. Bermejo y Compañía. Mayor y Detal”.

 

Allí le ayudaba en las cuentas hasta el día de la disputa:

 

—Pues, aunque te disgustes y no me fíes más, Boulton se escribe: b, o, u, l, y no “burton”, como tú dices.

 

El gordo, con su vil franela listada, los brazos en pringue:

 

—¿Y qué hace usted con todo lo que sabe? ¡Pa’ morirse de hambre no es menester saber eso!

 

Su mujer, la buena Ana Tomasa Romero, de “los Romero” del Paso Sanchero, fecundísima y demostrándolo aún bajo el fustán, clamaba esa tarde con las manos en la cabeza:

 

—¡Pero, Paminondas!, ¿y para qué fuiste a pelear con el único pulpero que todavía nos fiaba, qué van a comer tus hijos?

 

Ayuno, austero:

 

—Prefiero todo, Tomasita, todo, a escuchar disparates y que se abuse del buen decir.

 

—¿El buen decir? ¿Vamos a pagar la casa con el buen decir, y a comprarle alpargatas a Antenor Segundo y a ver cómo míster Blau nos da otro frasco de “lamedor” para Cristina Augusta, que con esa tos se nos está quedando en los puros huesos?

 

Don Epaminondas sonreía amargamente:

 

—Es que ese ignaro, porque yo le llevo la contabilidad del establecimiento y él es capitalista, se imagina que nosotros los intelectuales proletarios… ¡Pues no, señor! Otro me fiará.

 

II

La casuca —seis pesos de alquiler— tenía sala cuarto de dormir, un socavón que debió ser baño —falto de pago hacía tres meses, el servicio de agua fue cortado e iban a buscarla los chicos a la quebrada vecina por cubos…—. En la salita quedaba un pizarrón roto, un viejo mapa de Venezuela con el autógrafo de Guzmán Blanco “ilustre americano”, dos sillas y la media de otra, el “chinchorro” conyugal, vasto nido de cuerdas con almohadas e hilachas colgando, algún incierto comodín al que faltaba una gaveta. Con un cancel dividíase la pieza en dos para que tres niñas, de cuatro a nueve años durmieran en camastro y medio. Otras tres, en lo que fue baño; y los dos varones, Antenor Segundo y Paminonditas, se acomodaban por ahí, en el tinglado. Único lujo, aquel viejísimo retrato del comandante Antenor Heredia, muerto en la rota de Coplé, con sable y patillas, vago creyón entre inciertos trazos de humedad que le daban al fondo un ambiente de torbellino de batalla o de culo de escudilla mal lavada.

 

Era todo lo que rodeaba a aquel hombre cincuentón, menudo, con antiparras montadas en cobre, camisa muy limpia de cuello duro, botas coloraduzcas, ropilla tenue en un paño amarillento que iba adquiriendo tonos de esmalte antiguo.

 

Ya cuando la causa de los alquileres vencidos, sacaron de la casa la vieja cama de caoba, mueble gigantesco y absurdo con dos copetes, donde Ana Tomasa, toda encendida en los rubores de sus dieciocho años, abandonó una lejana noche de boda pueblerina su corona de azahares no pudo contenerse al ver, con los ojos preñados de lágrimas, cómo forcejeaban los cargadores sacando los largueros por la estrecha puertecita:

 

—¡Y yo que soy la que cocino, la que lavo, la que aplancho, la que paro!

 

Conmovido, cortó bruscamente:

 

—No te aflijas, que ya vendrán días como cuando “la mixta”.

 

En aquella existencia, “la mixta” era una frase mágica. Las chiquillas mayores, que la habían entrevisto en forma de zapaticos nuevos, muñecas de verdad, ¡hasta golosinas!, decíanle a los más chicos:

 

—¡No llores, que cuando papá tenga “la mista” tú vas a ver…!

 

Y a los nenes, que se retorcían con la dentición y con los cólicos de hambre, que son peores que los de hartura; o a los grandes, cuando carecían de alpargatas, se les solía consolar:

 

—Ya volveremos a tenerlo todo y se le pondrá leche al guarapo… Dejen que llegue “la mixta”.

 

Él pronunciaba con x, pero los niños decían la mista.

 

Esta vez, a la sacada de la cama, su mujer no pudo más:

 

—¡Y este otro, este, pobrecito que viene antes de que llegue la fulana mista, nacerá en hamaca!

 

III

Pero no nació. El pobrecillo creyó que aumentaba la ya numerosa hueste del pobre Heredia. Le lloraron como si con el muertecito no les librara la suerte de un pedazo de miseria sobrante. Dolor de verse arrancar la escara de una úlcera que así y todo ya es cosa propia…

 

Ante esta “desgracia terrible” de que se perdiera una boca donde nueve iban ayunando, don Epaminondas protestó:

 

—¡Carrizo! ¡Lo que es el otro hijo que venga no se me muere por falta de recursos!

 

Entró bruscamente una tarde llevando un pliego de papel florete y un sobre de oficio:

 

—¡Tomasita! —gritaba en el zaguán—, ya me reconcilié con Pancho, el de la esquina, y hasta me fió esto… ¡Nos salvamos!

 

Ella lo miraba, alejada, desde el fondo de la hamaca, con la ojeras hasta las orejas.

 

Y él, triunfante:

 

—¡Conseguimos “la mixta”!

 

La recién parida se incorporó de un golpe:

 

—¿La mista?

 

—¡Sí: le voy a escribir al general Castro!

 

—¿Al Presidente?

 

—¡Al Restaurador en persona! Hay que olvidar las pasiones políticas… Los venezolanos debemos ser unidos… Bolívar mismo nos lo ordenó… Yo fui consecuente con el otro gobierno y… ¡ya ves!, por renunciar “la mixta”.

 

IV

“La mixta” fue una escuela que un vago pariente de Heredia le había obtenido, años atrás, durante la Administración Andrade. “El plantel” —que así ordenara a los chicos llamarle— estaba en una casa grande, del Gobierno, con agua pagada. Podía vivir, al fondo, la familia. ¡Llegó a inscribir hasta setenta alumnos! ¡Y sesenta “venezolanos” de sueldo, sesenta y pico de pesos macuquinos que se le pagaban con relativa puntualidad! Una tablilla a la puerta, que él sacudía al entrar o salir con su pañuelo, rezaba: “Escuela Federal Mixta núm. 29”. Hubo exámenes lucidísimos. Él hablaba en sus notas a los superintendentes oficiales en el tono digno y pediátrico de su magisterio: “…aunque algunas goteras que afean el salón del recibo de este plantel no han sido reparadas, los cursos ordinarios y los extraordinarios —geografía universal y elementos de higiene— fueron altamente satisfactorios, etc…”.

 

—¡Ay, si mi angelito intercediera con la Santísima Virgen del Socorro! —clamaba desde su yacija puerperal la madre—. La Virgen es madre y, por más Virgen que sea, ella sabe…

 

Releyendo el primer párrafo de su carta oficio “al Benemérito Restaurador General Presidente de la República”, trazado en excelente cursiva inglesa, recitaba, sin oír a su mujer, con la pluma en alto sobre una tilde:

 

“…ya que al conjuro de vuestra espada, vencedora en Tononó y en las Pilas…”.

 

V

Temblando echó aquella carta al correo. Pasaron días. Pasaron semanas. Pasaron hambre.

 

Pancho amenazó con el crédito y a las atribuladas explicaciones del otro:

 

—Compadre, usted se imagina que una carta que llega a Miraflores… Eso tiene sus trámites; y además, el General Castro me conoce y me está probando a ver si yo me violento como cuando le renuncié “la mixta”.

 

—Le contestaba fríamente con un escepticismo feroz:

 

—¡Qué va; esa la echaron al canasto sin verle ni la firma…! ¡En este país, pa’ pedir argo y que le atiendan a uno, tiene que ser General!

 

Compungido, protestaba:

 

—No, Pancho, no; el poder civil tiene sus fueros… El apostolado de la instrucción sus derechos…

 

Iba a la oficina de Correos mañana y tarde. Asaltaba en la calle a los repartidores. Y ya le gritaban a media cuadra de distancia, aunque el pobre fuera por ahí, a otra cosa:

 

—¡No le ha venido nada!

 

Abandonábase, en un mutismo sombrío a forjar intrigas maquiavélicas urdidas en su contra por los secretarios o los políticos locales…

 

—Ese viejo vagabundo del Registrador, que se la pasa escribiendo para Caracas…

 

—¿Pero por qué ha de ser él, Paminondas?

 

—¿Por qué? Porque es liberal amarillo y como no lo invité a los exámenes cuando “la mixta”…

 

Y un día, transfigurada, entró su mujer gritando:

 

—Paminondas de mi alma, contestó el Presidente.

 

Un sobre de vitela, con un pequeño escudo tricolor. Dentro, una tarjeta: “General Cipriano Castro, Benemérito Restaurador y Presidente de los Estados Unidos de Venezuela, saluda a su estimado amigo y compatriota, señor Epaminondas Heredia Q.”

 

—¿Cu, qué? —interrúmpele su mujer.

 

—Cu… nada…, tonta. Es que como yo hago la rúbrica como una Q allá creyeron… “Y al acusarle recibo de su apreciable carta le es grato informarle que toma nota de sus justas aspiraciones. Miraflores, etc.”.

 

—Yo sí decía. Al fin el Restaurador va encarrilando el país… .

 

Pero su mujer, releyendo la cartulina, con los ojos empañados por la emoción, se plantó de repente, resuelta.

 

—Mira, Paminondas, nosotros en tantos años no hemos tenido ni un sí ni un no. Pero si vuelves a renunciar “la mixta”… te dejo tus muchachos grandes y yo me voy con Cristina Augusta y los chiquitos para la casa de Beneficencia.

 

VI

La tarjeta fue releída y comentada hasta en el vecindario. El pulpero renovó sus precarios créditos. Y como si una hada compasiva se hubiera detenido un instante en el caballete de la casita de “Pele el Ojo”, otra tarde entró el maestrescuela como una tromba:

 

—El jueves llega el General Castro. Viene a pasarse unos días en Valencia. Lo dice la prensa.

 

Los niños, de días antes, soñaban con aquello. En las noches calurosas, entre dos accesos de aquella tos asesina, Cristina Augusta apuntaba el dedito al espacio:

 

—¡“La mista”, “la mista”!

 

En la turquesa velada del cielo, todo el Carro de repartir estrellas las había dejado caer sobre la ciudad muerta. Y el bólido, como chorro de polvo de su compuerta, iba trazando un caminito de hormigas luminosas que se perdía y se borraba luego allá, donde los cerros sacan la cabeza por sobre los jabillales del río:

 

—¡Pide, Antenorcito, pide “la mista” para mi papá! Y el rapazuelo aplaudía hacia las estrellas impasibles.

 

VII

Con mil sacrificios, acepillando el viejísimo paltolevita de su boda, la chistera abollada, a fuerza de mentiras y de exageraciones, mostrando la tarjeta, haciéndole notar al zapatero lo de “su estimado amigo” y el significativo “le es grato informarle”, extrajo al fin, fiados, un par de botines de esos que en los saldos que se quedan les llaman “maulas” los del oficio. Hasta la noche antes, a las doce, Tomasita aplanchábale la mejor camisa de las dos que aún tenía.

 

Desde días antes los chicos soñaban despiertos y dormidos con aquello. Comerían golosinas sin tener que pegarle de paso la lengua a las vidrieras de las confiterías. Irían a pasear en tranvía y, como les pondrían el agua, se evitarían el viaje a la quebrada con tanto barro y la lata que pesa tanto… Hasta los traviesos sabían ya el poder moderador que en los pueblos y en los niños tienen las ilusiones:

 

—Mamá, que si no se está tranquilo y se saca esos dedos de la nariz, cuando venga “la mista” no va a comer conserva de batata.

 

“La mixta” tardaba. Pero Castro llegó. De repente, en un tren expreso, entre un tropel de gendarmes y de señores enlevitados que daban carreras y voces; y circulando, huidizo, por entre el humo de los cohetes y las corcheas de los estrombones, don Epaminondas, en un grupo que los de la policía aculaba a empellones, sacudió triunfalmente un pañuelo gritando sin que le oyesen:

 

—¡Vivaaa!

 

Llegó a su casa, sudado, estrujado, con los zapatos empolvados, entusiasmadísimo.

 

VIII

Tres largos días estuvo allí de paso el Presidente, alojado en casa amiga. Gran casa-quinta al fondo de un jardín lleno de palmas tropicales y de diosas de cemento romano… Entre el vasto grupo de curiosos que se apretujaban frente a la verja, la cabeza despeinada de don Epaminondas surgía a ratos, como un coco flotando en una “creciente”, haciendo visajes desesperados para llamar la atención a algunos conocidos que entraban o salían y defendiendo enérgicamente su sombrero de copa de nuevas abolladuras:

 

—Oiga, jefe; oiga, jefe —suplicaba al polizonte de la puerta exterior—: Es que yo estoy citado con el Presidente: mire, vea la tarjeta, vea la fecha…

 

El otro, invariablemente, blandía un sable ancho y corto:

 

—¡Pa’ arriba o pa’ abajo!

 

Y como, desesperado, tratase de abalanzarse a la entrada blandiendo su cartulina, uno de los oficiales se le encaró:

 

—Mire, viejito, el del pumpá abollado: usté tiene tres días perdiendo su tiempo… “El general” no recibe a más nadie ahora… Y se regresa para Caracas en el tren de las once. Tarjetas como la suya tiene todo el mundo. Esas se las mandan a la gente para quitárselos de encima. Puede estar un año allí parado haciendo morisquetas y… nada. Mejor es que despeje.

 

El otro, furibundo, arremetió peinilla en mano:

 

—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Pa’ arriba o pa’ abajo, o le echo plan para que no moleste tanto!

 

En una última ojeada de desesperado, como quien cae de un barco al mar y ve las luces de posición borrarse en la noche, don Epaminondas creyó distinguir un hombrecito calvo, cabezón, hacia el interior de la casa, seguido de unos hombres muy altos y muy gordos que reían sujetándose el chaleco de fantasía.

 

***

 

¿Los Heredia de don Epaminondas? Cualquiera sabe el rumbo de esas nuevas existencias. Veinte años atrás, en la esquina de esos suburbios donde es mala la vida y peor el aguardiente, se le veía desastrado, dando traspiés. Era difícil identificar al pulcro y sufrido pedagogo con aquel borracho consuetudinario, a no ser por su discurso monótono e incoherente que terminaba siempre así:

 

—¡… lo único que puede salvar a este país es “la mixta”!

 

Y los chicos arrojándole piedras y cuchufletas, le corrían detrás:

 

—“¡La mista!” “¡La mista!”.

 

Tomado de «Cuentos Grotescos»

 

Autor: José Rafael Pocaterra (Valencia, estado Carabobo, 18 de diciembre de 1888 – Montreal, Canadá, 18 de abril de 1955), escritor de cuentos, novelas, artículos y crónicas de prensa, periodista y diplomático venezolano.

 

OTRO CUENTO PARA LA MERIENDA: "LA MUERTE VIOLETA", DE GUSTAV MEYRINK

 

 

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