Un cuento para la merienda: «Sólo mi libro quedó», de Mirih Berbin

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Un día visitando la alcantarilla de Puerto Cabello, donde viví por muchos años, escuché que habían atropellado a alguien. De reojo vi y ahí estaba Juan, todavía en el suelo. Él es un hombre con el que tuve un acercamiento una vez. Salí corriendo a auxiliarlo, detuvimos un taxi entre varios y él y yo llegamos al hospital Prince Lara. Al ingresar a emergencias, Juan, que apenas podía caminar, se apoyaba de mí, su proximidad en silencio aceleró mi pulso. Juan era el músico más ordenado que había conocido en los tiempos que viví en el Puerto, él planificaba cada día como la partitura de una canción por escribir. Esos breves pasos me llevaron al momento donde nos conocimos, en la biblioteca municipal. Él me abordó al reconocer mi pensamiento caótico y mi imposibilidad de encontrar el orden de la biblioteca. Por varios encuentros, estuvimos hablando muy de cerca con la excusa de buscar libros entre los anaqueles mientras susurrábamos en algún pasillo para que no nos regañaran por irrumpir el silencio y mi pulso se aceleraba tanto, tanto. Pero la marca sin sombra en su dedo anular me recordaba a Rousseau cuando decía que la libertad es no someter la voluntad de otros a la nuestra. Juan no era libre.

 

Caminando, tan próximo a mí, yo sentía que su cuerpo me pedía lo mismo. Afuera doctores y enfermeras hacían su trabajo, adentro un breve instante nos asomó un portal. Comencé a limpiarlo, entre él y yo un mar de palabras no dichas. El doctor nos hace saber que va a llamar a una enfermera para que suture la herida de la pierna derecha. Estábamos solos, como en aquellos anaqueles y en el pecho caballos corriendo a la orilla de la playa. Estando tan cerca de él, su mirada en la mía, me fue imposible dejar de acercarme a su rostro y él al mío, un pequeño beso se sintió en los labios. Una breve risa entre ambos y la llegada de otros terminó con el tiempo detenido.

 

Pasado el rato, yo estaba sentada leyendo el libro Canaima de Rómulo Gallegos, al lado de la camilla donde estaba Juan dormido. Una hora antes, me había pedido que le escribiera a la verdadera testigo de sus días para que viniera por él. De pronto, levanto la mirada y estaba ella hablando con el guardia de la entrada, me levanté de prisa, es decir, no sé absolutamente nada de ella, para mí es sólo una foto de perfil, pero esa era toda la información que necesitaba, entonces hice lo que cualquier persona haría en mi lugar, retirarme. Tomé el maletín de Juan, su instrumento, un eco y una placa que le habían hecho ahí mismo, los dejé en su camilla por orden de tamaño e importancia, como si se tratara de su biblioteca ambulante. Arreglando todo, observé que venía caminando la mujer, ya casi estaba en el sitio, tomé mi bolso de prisa y salí apurando el paso, ella no me vio. A la salida me di cuenta que había dejado mi libro y ya no podía regresar a buscarlo, entonces seguí mi ruta sin mirar atrás.

 

Juan se despertó con las preguntas de ella, quería saber lo que le había pasado, él iba respondiendo y mirando para todos lados hasta que se dio cuenta que yo ya me había ido, vio sus pertenencias como una biblioteca ambulante y sonrió, siguió mirando y ahí, en la silla de visitantes, estaba el libro Canaima, supo que se me había quedado, siempre yo tan olvidadiza y desordenada. Desde entonces, mi libro Canaima forma parte de una colección poco convencional, una colección de historias que viven secretamente dentro de su biblioteca.

 

Autora: Mirih Berbin. Poeta, traductora, promotora cultural y docente venezolana.

 

 

OTRO CUENTO PARA LA MERIENDA: «REUNIÓN», DE JOHN CHEEVER

 

 

Ciudad Valencia – LSFLC / Foto: Orlando Baquero