La semana pasada, en una entrevista en el programa Versión extendida, dije que Roberto Gómez Bolaños “Chespirito” era de lo peor que le había pasado a la comedia mexicana. También que era indignante que hubiera viajado a Chile a presentarse en un estadio donde la dictadura de Augusto Pinochet había torturado a estudiantes.
Más allá de la oleada de discusiones, memes y sentencias en redes sociales que generó mi declaración, creo importante hablar sobre el legado de Chespirito hoy, el cual no puede ser ignorado ni cancelado, pero sí revisado.
Yo hago stand up y constantemente me pregunto qué es un comediante. También, si se puede separar al artista de su vida privada. Creo que sí: un artista es (y fue) por su sensibilidad al crear, no por su malicia al actuar. Pero, ¿qué ocurre cuando las malas obras superan en magnitud a la labor artística? Entonces hay que ponderar qué tiene más valor.
Roberto Gómez Bolaños nació en 1929 en Ciudad de México y fue sobrino del expresidente Gustavo Díaz Ordaz, autor intelectual de la matanza de estudiantes en Tlatelolco de 1968. Fue actor y autor de todas sus obras, como El Chavo del 8 o El Chapulín Colorado que, a pesar de ser repetitivas, son reconocidas en toda América Latina y han sido traducidas a 50 idiomas. También fue un defensor a ultranza de la no legalización del aborto.
Es innegable el apego emocional que muchas y muchos latinoamericanos sienten hacia el comediante y dramaturgo. Es válido buscar conservar los buenos recuerdos de una niñez acompañada de personajes entrañables. Son pocos quienes pueden negar la influencia de El Chavo del 8 en su crecimiento: un personaje que, ante toda adversidad, resiste los embates de la miseria y la mala fortuna con su personalidad y actuar siempre ingenuo, noble y, hasta cierto punto, orgulloso.
Gómez Bolaños creó, sin querer queriendo, un avatar del pueblo raso que puede sobreponerse a toda calamidad siempre y cuando se mantenga leal a sus principios, a la virtud en la pobreza y la romantización de la penuria, una característica que ha definido a América Latina desde hace más de 500 años: el noble salvaje, quien por su fortaleza puede sobreponerse a una vida de complicaciones.
Muchos latinoamericanos crecimos con Chespirito de fondo y, por ende, con Televisa, una empresa liderada en esas décadas —desde 1971 y hasta 1997—por Emilio Azcárraga Milmo, quien dio estas declaraciones clasistas en una entrevista: “México es un país de una clase modesta muy jodida… que no va a salir de jodida. Para la televisión es la obligación llevar diversión a esa gente y sacarla de su triste realidad y de su futuro difícil”.
La década de 1970 fue una época de resistencia contracultural donde una ola de artistas desafiaba el pensamiento occidental tradicional. Chespirito, en ese sentido, fue un comediante anacrónico. No representa nada del espíritu de lucha de ese tiempo. Sus personajes funcionaban de una manera simplista siguiendo una fórmula muy establecida: todos se daban golpes entre ellos y todos tenían un dicho que les caracterizaba, el cual repetían hasta el cansancio.
A mi parecer, lo que le otorgó fama es que no había otra cosa que ver, pues Televisa así lo mandaba: lo que Televisa dictaba que era noticia, se volvía noticia; lo que Televisa decía que era comedia, se volvía comedia. La televisora estaba al servicio del poder y Chespirito fue utilizado para dar entretenimiento a esa “clase modesta muy jodida”. Era un comediante facilón porque era lo que le convenía a Televisa: no escribía comedia, llenaba el formato que le daban en su empresa.
Más allá de formar parte de este tipo de televisión y comedia, destaca el desprecio y falta de sensibilidad de Gómez Bolaños ante los atropellos a la dignidad humana cometidos por las dictaduras en América del Sur en las décadas de 1970 y 1980, cuando fue coronado como “el súper comediante” y sus transmisiones bobaliconas llamadas “el programa número uno de la televisión humorística”.
En 1977 se presentó, junto con el resto de su elenco, en Santiago de Chile en el Estadio Nacional, sede de torturas a estudiantes detenidos por los carabineros, quienes desaparecían y mutilaban a quienes supuestamente presentaban un “riesgo” al régimen del general Augusto Pinochet, una de las figuras más turbias de la historia hispanoamericana. Pinochet había liderado, cuatro años antes, un golpe de Estado auspiciado por Estados Unidos al presidente Salvador Allende. En esa dictadura fueron asesinadas, desaparecidas o violentadas más de 40,000 personas. Entre ellos estaba Víctor Jara, cantante de música popular a quien le cortaron la lengua y las manos: “Canta ahora si puedes, hijo de puta”, le gritaron los militares.
Fabrizio Mejía Madrid, en su libro Nación TV, señala: “Los chistes de Gómez Bolaños venían de los golpes entre personajes a los que seguía una risa grabada para indicar al público cuando debían tomar algo como gracioso. La comedia ‘controlada’ le gustaba al general Augusto Pinochet, que buscaba en ese octubre de 1977 que cada gesto, actitud y expresión de los chilenos estuviera regulada por el miedo a la Policía, al Ejército y a la ‘secreta’. En el caso de Chespirito, la orden de reírse iba antecedida por las risas grabadas. Todo estaba controlado”.
En su autobiografía de 2005, Sin querer queriendo, Chespirito señaló que en dicho año ni él ni ninguno de los actores de El Chavo del 8 tenían conocimiento de que ese estadio había sido utilizado como campo de concentración del régimen de Pinochet. Tampoco que en Argentina sucedía algo similar con el dictador Jorge Rafael Videla, a donde viajaron después. Pero, sin indicio alguno de culpa, agregó que de haberlo sabido él y su elenco se hubieran presentado en esos países sin problema. Dijo que, en dado caso, “ningún actor debería presentarse en el Zócalo de México, donde se enlodó la memoria de todos los que fueron asesinados durante la Decena Trágica”.
Concuerdo parcialmente: como comediante me presentaría sin chistar en el Zócalo; pero si quien me invitara fuera Victoriano Huerta, autor del golpe de Estado conocido como la Decena Trágica, mi respuesta sería un rotundo no. Un artista falta a su deber humano cuando el interés monetario suple a sus escrúpulos: Chespirito aceptó la invitación de un genocida a presentarse en un escenario mancillado de sangre inocente a cambio de dinero.
¿Era Chespirito un buen comediante? Para mí no lo fue. ¿Vale la pena consumirlo a sabiendas de su proceder reprochable? Yo decido no hacerlo. La comedia siempre será subjetiva y cada quien puede opinar lo que guste, pero hago hincapié en que su legado no puede ser cancelado: existió y refleja el estilo decadente de entretenimiento del México del siglo XX. Para los artistas del siglo XXI no debe ser un legado digno de celebrar, sino un recordatorio de los pecados que no podemos volver a cometer.
Autor: Carlos Ballarta (Twitter: @BaIIartaEsPut), comediante de stand up, guionista y actor mexicano.
Ciudad Valencia – LSFLC / The Washington Post