Desde aquel día en sexto grado, cuando mi profesor de música, con un gesto de fe y esperanza, me deslizó un cuento en la memoria, algo en mí cambió para siempre. «Lo encontrarás, lo leerás», dijo, y su voz se disolvió en el aire como el eco de un antiguo presagio.
Lo encontré.
La historia del caballo que comía jardines, del caballo que era bien bonito de Aquiles Nazoa, se convirtió en mi secreto, en mi talismán. Lo leí como quien atraviesa el umbral de un misterio largamente esperado, como quien desentierra un objeto perdido en su propia alma. Desde entonces, cada palabra de aquel cuento vive en mí con la fuerza de una raíz profunda, con la certeza de un latido que no cesa.
Aquiles Nazoa, sin saberlo, me abrió las puertas a un territorio donde las palabras son refugio y condena, luz y sombra, donde las metáforas danzan como espectros en los rincones del pensamiento. Y mi profesor de música, de quien no sé ya su nombre, ni su rostro, pero sigue presente en cada página que escribo, en cada frase que construyo con la obstinación de quien no puede dejar de recordar.
Desde aquel día, el acto de escribir es también el acto de agradecer. Cada línea que trazo es una deuda que pago con gratitud, una plegaria silenciosa para quienes me regalaron las letras como quien regala un mapa hacia un mundo inexplorado.
Si acaso el viento lleva estas palabras hasta él, hasta Aquiles, o hasta aquel profesor cuyo nombre el tiempo borró, sepan que su legado sigue vivo. Porque aún hoy, entre libros y tinta, sigo buscando caballos que devoren jardines y secretos que me salven de la nostalgia.


La historia de un caballo que era bien bonito
¡Hola! Siéntate aquí cerquita, que te voy a contar un cuento muy bonito que escribí yo, Aquiles Nazoa, sobre un caballo muy especial… no cualquier caballo, no señor. Este caballo no comía pasto ni avena, ¡comía jardines!
Era hermoso y tenía los ojos más dulces que puedas imaginar. Cuando pasaba por la calle, la gente se detenía a mirarlo, y sin saber por qué, empezaban a sonreír. Los niños decían que, al verlo, todo parecía más alegre, como si el mundo tuviera colores nuevos. Este caballo, en vez de ensuciar, limpiaba. En vez de romper, arreglaba. Y cuando comía los jardines, no los destruía… ¡los hacía florecer más lindos todavía! Porque él no comía por hambre, sino por amor.
Y así, mi niño, este caballo se convirtió en un símbolo de lo bello, de lo bueno, de lo que nos hace sentir como si tuviéramos siete años otra vez. Porque a veces, lo más mágico no es lo que vemos, sino lo que sentimos cuando algo hermoso pasa cerca.
¿Te gustó? Porque yo lo escribí pensando en ti, en todos los niños que creen en lo imposible.
Aquiles Nazoa
(JLTB)
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Aquiles se llama el verso (Poema en homenaje a Aquiles Nazoa)
Aquiles nació con sonrisa de nube
y un sombrero que olía a papel periódico,
con zapatos que sabían rimar
y una risa que hacía florecer los semáforos.
Tenía un loro que hablaba francés,
una bicicleta que escribía crónicas,
y un corazón que se enamoraba
de las cosas más humildes del planeta:
el pan, la risa, el gato, la flor,
la señora que vende cambures en la esquina
y el niño que juega a ser poeta sin saberlo.
Aquiles no era un mago,
pero hacía que Caracas tuviera alas,
que los caballos comieran jardines,
y que los ángeles bajaran a jugar trompo
en la plaza Bolívar.
Decía que el humor es cosa seria,
que la belleza vive en lo sencillo,
y que todo poeta debe saber
cómo se fríe una empanada sin quemarse los dedos.
Aquiles se fue, pero no del todo:
vive en cada palabra que sonríe,
en cada verso que se pone alpargatas
y sale a caminar por el alma del pueblo.
Porque Aquiles, mi niño,
no era solo un poeta…
era un país que soñaba despierto
con la ternura como bandera.
***

José Luis Troconis Barazarte es artista, narrador, docente y sembrador de lenguajes. Licenciado y Magíster en Artes Visuales y Escénicas por Strayer College (Washington D.C.), doctor en Historia del Arte por Bircham International University y la Universidad de Salamanca (España), ha hecho de la interdisciplina su firma y de la cultura su morada.
Fue director de Cultura de la Universidad Arturo Michelena y coordinador cultural de la Alianza Francesa de Valencia. Fundó y dirige CEINFOLEIM, un espacio de creación y formación artística donde enseña siete idiomas, música y literatura creativa. Desde allí impulsa movimientos como Cacao Tekisuto, centrados en el mestizaje simbólico y la maduración lenta del arte.
Ha sido premiado en certámenes de relato breve en España, ganador de la Bienal Internacional de Literatura Vicente Gerbasi (2017) y ha publicado los libros Empáticos y Cartas a la Soledad (2025). Su obra circula en más de 30 antologías digitales.
Interprete de lengua de señas, diseñador digital, guionista, director coral y fundador de FUNDÁCRO, su travesía creativa se nutre de la danza, el relato, la música y como médico de la sanación.
Escribe como quien borda, con barro en los pies
cielo en la lengua, fuego en la voz,
con oído de calle y pulso de viento.
Poeta que escucha lo que otros callan
y traduce silencios en tinta viva.
(Reseña de Antonio V. Díaz B.)
Ciudad Valencia












