EL TRÍPODE DE LA FALSIFICACIÓN (2). José Carlos De Nóbrega

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EL TRÍPODE DE LA FALSIFICACIÓN (2). José Carlos De Nóbrega

[II, Cultura medieval y Antisemitismo en tránsito hacia la Modernidad]

En el siglo XII no sólo se acusó a los judíos “de asesinar a niños cristianos, de torturar la hostia consagrada y de envenenar los pozos” (Norman Cohn, op. cit, pág. 18), sino también el haber establecido un gobierno en las sombras, una especie de consejo rabínico en la España musulmana (Al-Andalus), cuyo objetivo era, sin duda, orquestar una guerra clandestina y cobarde en contra de la iglesia católica por vía de la magia negra (el editor alemán de los protocolos nos dice: “La particularidad más chocante que distingue a los judíos de los arios, puede compararse a la diferencia que existe entre la magia negra y la blanca”, anacrónico y maniqueo símil en 1920).

 

Eufemismo salvaje del carácter diferenciado del pueblo judío, fundamentado netamente en su corpus religioso: “Con su profundo sentimiento de elección” y –por ende- de pertenencia, “y su complicado sistema de tabús” (Norman Cohn, op. cit., pág. 18). Lo cual iría conduciendo en el devenir histórico al antisemitismo de corte conservador, y luego de izquierdas, siendo los judíos entonces los mentores de la modernidad traducida en la ascensión de la clase burguesa en la escala socioeconómica y política a través del modelo republicano.



Se combate a los judíos por su exclusividad, apelando a recursos dispares como la asimilación católica y la exclusión materializada en el guetto. Se les impide ejercer el sacerdocio, la administración pública y la profesión castrense, y no conforme con ello, se les desprecia por comprar la recaudación de los tributos, desarrollar la actividad comercial y financiera, las cuales significaban la idolatría al dios Mammon.

Se le colocan los cuernos del diablo y el antifaz del conspirador, pues en sus entresijos el judío masculla “la acrimonia y el odio (…) de raza y religión que, se lee entre líneas y que después salta y se esparce a borbotones, como un vaso lleno de rabia y de venganza” (Nilus comenta).

El anti-judaísmo católico medieval no se limita a ser un contrasentido en su discurso y su hacer, sino también en su omisión: «pero la iglesia sostenía también un ideal semita, puesto que el cristianismo, originalmente hebreo, era una prolongación de la ley mosaica, y pretendía realizar por cuenta propia las promesas de dominación universal, contenida para los hijos de Israel” (Leopoldo Lugones: El imperio jesuítico, Orbis, Barcelona, 1988, pág. 30).

Sobre esta piedra se edificará el mito de la conspiración judía mundial, revirtiéndose en un enemigo necesario, construcción sofística tendiente a asentar el imperio católico romano en el orbe de aquel entonces.

Permítasenos recitar unos versos de Lêdo Ivo: “Vi a formiga esconder-se / na ranura da pedra. / Assim se escondem os homens / entre as palabras” (Ser e saber).

Una lectura unívoca de la Biblia y la Historia condujo a la emisión de juicios desproporcionados, los cuales a su vez ameritaban el sacrificio de una víctima que propiciara la bendición y la salvación del hombre medieval.



De tal palo, el abate Barruel injertó en 1797 el antisemitismo en la modernidad: a lo largo de los cinco volúmenes de su “Mémorie pour servir à l’histoire du Jacobinisme”, alega que la Revolución Francesa era producto de una dilatada conspiración histórica de las más diversas sociedades secretas.

Partiendo de la Orden del temple –fundada por Hugo de Payens en 1118, y exterminada en 1314 con la muerte en la hoguera del Maestre Jacques de Molay-, fantasmagoría sobreviviente del siglo XIV que cuatro siglos después se enseñorearía de la masonería pervirtiendo sus objetivos; transitando luego de la francmasonería a los enciclopedistas franceses, embrión satánico y herético de los jacobinos a partir de 1776.

La esencia ecléctica e incoherente de esta propuesta es de una obscenidad hecatómbica: en cuanto a los caballeros templarios, ignora que esta orden obtuvo en 1128 la bendición y aprobación papales, así como también una dispensa de excomunión, por lo que su objeto “era actuar como poder independiente a favor de su fe religiosa” (Norman Mackenzie: Sociedades secretas, David Annan en Los asesinos y los caballeros templarios, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pág. 120), siendo más bien el quebrantado y malogrado antecedente para-militar de los jesuitas, y no del extremismo revolucionario y anticlerical propio de los jacobinos.

Respecto a los masones, sociedad secreta derivada de los gremios medievales de la albañilería –debemos destacar que el mismísimo Barruel había sido durante mucho tiempo francmasón-, muy a pesar de su humanitarismo y humanismo (contribución a la abolición de los procesos por herejía y la tortura judicial, por supuesto, en virtud de la tolerancia religiosa practicada en su seno, propulsores también de reformas educativas), fueron casi masacrados por los mismos jacobinos durante el período terrorífico de la revolución (1793-1794), dado entonces su carácter católico y monárquico.

Por ejemplo, Simón Bolívar “en las Logias había encontrado algunos hombres de mérito, bastantes fanáticos, muchos embusteros y muchos más tontos burlados: que todos los masones parecen unos niños grandes, jugando con señas, morisquetas, palabras hebraicas, cintas y cordones: que sin embargo la política y los intrigantes pueden sacar algún partido de esa sociedad secreta” (L. Perú de Lacroix: Diario de Bucaramanga, Ediciones Centauro, Caracas, 1976, pág. 70), razón por la cual, dadas las circunstancias, proscribió la masonería de Colombia.

 

[Por otra parte, Francisco de Miranda fue un perseguido insomne por la Inquisición española, hasta que el incidente poco claro de su apresamiento en 1812, lo llevara a la muerte en La Carraca].

La tortuosa y conspirativa mentalidad de Barruel no encallaría allí, pues si para el tiempo de la redacción y publicación de tal obra apenas responsabiliza a los judíos de la secular intriga, recibiría en 1806 una carta florentina cuyo remitente era un oficial del ejército de nombre J.B. Simonini, la cual documentaba y demostraba que los judíos, “el poder más formidable, si se tiene en cuenta su gran riqueza y la protección de que goza en casi todos los países europeos”, ocultos en la simbología y el ritual masones, eran los autores intelectuales y materiales de la tal conjura universal.

 

Cohn apunta que éste es el primer eslabón que coadyuvaría a la elaboración definitiva de los Protocolos, puesto que en dicha época la mayoría de las logias masónicas rechazaban el posible ingreso de judíos.

La obtusa lectura histórica realizada por Barruel en su cómodo exilio inglés, evade la consideración de las contradicciones del modelo monárquico y feudal, su agotamiento y decadencia en Francia, para regodearse en “causas simples, comprensibles para las mentes más vanas y superficiales”, acertado juicio de J.J. Mounier (1801).

Subvocalizando su ignorancia, las supercherías y terrores infundados por la mitología medieval, pestilencia que aún no desaparece del mapa epidemiológico de Occidente.

Ni siquiera pudo atisbar las fallas de los jacobinos, tal como lo sugiere en “Bola de Sebo” Guy de Maupassant: “los demócratas de larga barba tienen el monopolio del patriotismo lo mismo que los hombres de sotana tienen el de la religión”.

EL TRÍPODE DE LA FALSIFICACIÓN (2). José Carlos De Nóbrega

 

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Ciudad VLC / José Carlos de Nóbrega