¿QUÉ RELEER? (8): El Túnel.

El Túnel, 1948, Ernesto Sábato

Ha sido unánime la opinión de la crítica y del universo lector en lo que toca a la inclusión de esta novela breve como incunable del Canon policial latinoamericano.

Esta inquisición sobre el mal que excede la moralina, la asertividad y el voluntarismo vital, ejerce aún sobre nosotros un inquietante influjo.

Llevamos dos lecturas anteriores a la del presente lector, en diferentes contextos de recepción, la primera bajo un estado depresivo y la segunda marcada por un entusiasta optimismo existencial.

Sin embargo, en ninguna de esas dos circunstancias salimos ilesos, pues su densidad psicológica esquizoide me sumió en una depresión espantosa y pesadísima que me aplastó en la cama como la roca de Sísifo.

El Túnel
¿Qué releer? (8): El Túnel, se refiere a un comentario sobre esta novela de Ernesto Sábato.

 

Esperemos salir mejor librados en la tercera visita, la cual involucra la redacción de esta glosa aproximativa.

En nuestra condición de paciente psiquiátrico, se nos antoja un texto maníaco depresivo y a la vez bipolar protagonizado por un sociópata. Juan Pablo Castel quien, de puño y letra, refiere al posible editor y los lectores por venir la crónica de su crimen, esto es el asesinato de María Iribarne.

Hay, desde el inicio, un posicionamiento egótico, megalómano y destructivo que desdice las convicciones morales y éticas de la muchedumbre, tales como la falsa modestia y su antípoda vecina la Vanidad, “notable motor del Progreso Humano”.

No se guarda ganas ni detalles a la hora de expresar el odio repulsivo que tributa a la sociedad: “Diré antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de profesión, de gusto o de manía semejante”.

Algo así nos sucedió en el temor que nos inspiraba el juicio de los demás [no seamos hipócritas, como dice el bolero favorito e insignia de Humberto Márquez a mí me pasa lo mismo que a usted].

En un parque sonso de diversiones, imaginábamos en nuestra adolescencia que la barca oscilante completara un giro de 360° para que murieran sus despreocupados pasajeros. ¿Qué clase de mecanismo de defensa era ese?

Castel se esmera con morbo en la composición de su propio expediente judicial, e incluso su historia clínica. El homicida o, mejor aún, el feminicida busca explicarse a sí mismo por qué eliminó a la única persona que lo comprendía.

La cosa viene a esta paradójica noveleta, porque en una exposición individual suya conoció a María, la única persona que supuestamente había realizado una lectura excepcional de su cuadro Maternidad.

No contaba la figura central de la madre viendo jugar a su hijo, sino aquella ventana lejana al fondo donde una mujer contemplaba en silencio enigmático el mar.

Es aquí que la mente distorsionada y obsesiva del pintor y asesino por consolidar, forja el túnel oscuro y abyecto que lo conectará con su futura amante y víctima.

 

 

Advertidos de la misantropía impenitente y la misoginia perniciosa de nuestro relator o narrador protagonista, él nos plantea un sinfín de escenarios para abordarla en el caso de un encuentro casual o causal.

Todas las variantes no desprovistas de dolor traumático ni de auto-flagelación masoquista. Se ven acompañadas, todas y cada una de ellas, por un inventario de citas inútiles al pie, digresiones, fobias, manías o, mucho más patético, el odio terco y compulsivo hacia sí mismo.

Los 39 capítulos breves de la novela, dan a conocer el Infierno de Juan Pablo Castel dentro de su atribulada y muy disfuncional mente o, quizás, nos dan a ver la leche negra derramada en la Tierra, Buenos Aires-Argentina, de un alma escindida, sufriente y maltratadora.

Pero el breve encuentro con la mujer perseguida y deseada, le depararía unas esperanzas titilantes: Ella recordaba constantemente la ventanita que apuntalaba un vínculo peculiar y harto disfuncional.

María Iribarne se prestaría a un peligrosísimo juego de Poder, en el cual asumiría el rol de sumisa ante el Castel dominante y desencaminado, cuya adaptación en el mundo se hace cada vez más traumática al igual que la de ella. La mujer, más allá del imperio del machismo, tenía las condiciones idóneas para incorporarse a una sociedad cómplice de pareja por demás torcida: Baja auto-estima, propensión a la depresión, culpabilidad urticante forjadora misma de su perdición existencial.

¿Y por qué no?, madre alcahueta que protegerá peripatéticamente al desquiciado pintor y compañero de la desgracia, así se le vaya la vida física e incluso la espiritual por el albañal.

La carta que María le remite con la lacónica frase “Yo también pienso en usted”, le conforta breve y pobremente, puesto que su mente cochambrosa y fabuladora se enfrenta a una teoría conspirativa enfermiza de propia autoría: El poliedro amoroso María-el marido ciego Allende-el incómodo aguafiestas Hunter-el último plato del lío, Juan Pablo, el sufriente.

El odio repulsivo a los ciegos [“los ciegos no me gustan nada y… siento delante de ellos una impresión semejante a la que me producen ciertos animales, fríos, húmedos y silenciosos, como las víboras”], a los impertinentes [“¿Y qué diablos tenía que hacer en la estancia con el sinvergüenza de Hunter?”] y a sí mismo hasta el suplicio, le empuja a preguntarse en medio del caos auto-inducido: «¿Qué abominable comedia es ésta?».

Vodevil en extremo ridículo que tendrá sus derivaciones patológicas y criminales muy pronto.

“Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿Era posible que María sintiera placer en emplear a Allende de intermediario? ¿O era él quien buscaba esas oportunidades? ¿O el destino se había divertido juntando dos seres semejantes?”

La máquina infeliz ya iniciaba su envilecedor proceso de incubación y retroalimentación de la Psicosis.

Consolidado el noviazgo, si así pudiera definirse, el túnel apóstata en plena construcción no se asemejaba a un sistema de vasos comunicantes, sino a un compartimiento estanco o calle ciega de índole sadomasoquista.

Juan Pablo Castel jugaba al Inquisidor Torquemada, mientras que María, con la excepción de comentarios críticos aislados y una resistencia apocada, se conformaba con el rol del judío marrano en tan terrible y fastidioso interrogatorio que desde ya aparejaba el maltrato psicológico de género, como se estila a decir hoy.

Lo que observamos, con alta dosis de impotencia y morbo neurótico, a una sociedad de hombre y mujer cogiendo como rumbo la auto-destrucción y la aniquilación [activa o pasiva, intencional o no deliberada] del Otro. ¿Quién se saldrá con la suya? ¿La bestia de afán predatorio o el cachorro frágil a su merced?

Podemos deducir dos o tres hipótesis: La vana y crápula complacencia de mandar, someter y humillar a la Otra por parte de Juan Pablo Castel, lo cual entraña una anómala vocación y preferencia por el Mal en el ejercicio del Poder; o, por el contrario, la resiliencia aparente de María que es táctica pervertida para acceder a ese mismo Poder y luego aniquilar moral, psicológica y físicamente al machista íncubo que la estaba asediando.

O, quién sabe, la correspondencia macabra entre la sed predatoria del macho y la inclinación de la hembra hacia la auto-destrucción que cristalice una complicada modalidad suicida.

Si bien, este relato policial no se emparenta con la novela negra norteamericana en cuanto al registro de la podredumbre social, sino más bien con el de tipología psicologista que desarrollaría a posteriori Patricia Highsmith, nos parece un brillante heredero de “El extraño caso del Doctor Jekill y Míster Hyde” de Robert Louis Stevenson.

Se trata de la imposibilidad de escindir la bondad del monstruo amoral e indolente que se mueve en las tinieblas de la psiquis humana. En los términos de la psiquiatría clínica, estamos ante la no disyunción ética y moral que subyace en la enfermedad de la Bipolaridad.

El Taller de Castel no es precisamente un refugio para el amor adúltero, sino una cámara de tortura o castillo abyecto como el descrito por Sade en Las 120 jornadas de Sodoma.

El acoso de Juan Pablo Castel a María Iribarne, lo lleva a la estancia de Allende. Ni siquiera la atmósfera bucólica del campo atenúa la agonística psicótica en su mente afilada.

Mientras espera que María se recupere de su indisposición psico-somática, es convidado de piedra de las descocadas y absurdas conversaciones entre Hunter y la bruja de su prima Mimí.

El Túnel
El Túnel de Ernesto Sábato, para releer en pandemia

 

El diálogo o intercambio de ruidos guturales se bifurca mil veces como un samán enloquecido. Hasta Luis Hunter se da el tupé de teorizar en torno de la novela policial, parodiando inútilmente los libros en colaboración entre Borges y Bioy Casares que tienen como héroe quijotesco a Don Isidro Parodi.

Marco irónico y cínico del discurso meta-literario que arrastrará también al pintor a realizar el asesinato por desquite y descarte.

Tampoco el momento que estuvieron solos ante el majestuoso paisaje que les remitía a la ventana del lienzo “Maternidad”, logró el exorcismo que conduce al estado de Gracia: La Piedad dura y enternecida de Miguel Ángel acariciada en la levedad de la paz que anticipa a la guerra interior.

Por fin Juan Pablo recostaría la cabeza en el regazo de María. Sólo por muy poco tiempo.

“¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos! ¡Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba que María no fuera más que ese momento! Pero era imposible: mientras oía los latidos de su corazón junto a mis oídos y mientras su mano acariciaba mis cabellos, sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el momento de salir, chapoteando, gruñendo sordamente en el barro”, confiesa atado de manos y pies rumbo al paredón de fusilamiento, la muerte por garrote y la horca que se le ha provisto desde siempre.

Bien lo decía Robert Musil, el proceso de descomposición interior se adhiere a un nuevo muro sombrío del envilecimiento de sí cada vez más y con mayor desconsuelo.

Como puede notar el lector, he salido bien librado de esta tercera salida respecto a la lectura de la novela. ¿O no? ¿Acaso se ven costuras sospechosas en este ensayo que me muevan a no intentarlo de nuevo?

 

DISFRUTA TAMBIÉN: UN CUENTO PARA LA MERIENDA: «EL ARAÑERO» DE HUGO CHÁVEZ

José Carlos De Nóbrega / Ciudad VC