«El Amolador» por Juan Medina Figueredo

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El Amolador por Juan Medina Figueredo

¿Dónde tanto registro de Escriba Sentado? ¿Acaso para el servicio de espionaje universal en el Olimpo de la nube digital? Memorias del olvido, del trauma y la resaca, tiemblen de pavor en su sepultura y olviden resucitar entre los muertos.

Nosotros, en nuestro purgatorio e infierno, despojados como fuimos del limbo y, los pájaros, gavilanes y zamuros en su ronda sobre la ciudad. En la devastación de la última estación, estrecho espacio nos quedará frente a la invasión de nuestras calles por un río de monos, churros, tigres, ratones, cucarachas, osos hormigueros y serpientes desplazados de los bosques por el incendio, las explosiones y las demoliciones.

 

El cerebro. Como cualquier motor viejo, cansado de tanto recorrido, acelera y desacelera sorpresivamente e implosiona como el corazón. Malandros y pranes migraron entre empobrecidos por el bloqueo. Por las noches, el viento estremece ranchos de madera y zinc; entre el ulular de los árboles se escucha un incesante rumor: ¡Vuelven! ¡Vuelven los pranes y malandros!

¿En qué palo estará parado el mono? acostumbraba repetir una maestra de Cumanacoa, jubilada y residente en Valencia, para sus alusiones a lo indiscernible e inquietante.

Tanto ahogarse entre ríos y lagunas y no aprender a nadar. Tanto caer en huecos, trampas y prisiones y no aprender a tantear el paso, a tomar pausa, respirar hondo antes de hablar y actuar.

 

¿De qué nos sirven tantos palmetazo sobre la cabeza y las palmas de la mano abierta, tantos jalones de oreja, tantas reconvenciones y regaños, tantas lecturas y citas? ¿Para qué sirve un poema, si nadie lo lee, publica, comenta y compra y todos creen que es una florecita en la solapa o de un cabeza de nube?

Para aprender a jugar y pensar con el lenguaje, para ensimismarnos en lo bello y extraordinario de la vida y del mundo, para cantar bajo una catarata y morir por lo que vale la pena y no se mide en propiedades y dinero, para viajar sin dar un paso visible desde la ventanilla de una prisión, amar la patria, al prójimo y la humanidad, para festejar sin centinelas, para morir de amor y de tonto, para bailar por primera vez con una novia invisible, para silbar en la calle solitaria de medianoche y madrugada como cualquier borracho, para los placeres de mineros y hallazgos de arqueólogos, en fin, para ser un don nadie con garrote y pañuelo.

 

¿Cuál es la vida tras el primer grito, la herida y el incendio del cordón umbilical y la primera palmada contra nuestras nalgas? Callas, piensas como el hombre del diente roto, imaginas, ¡tierra! pisas la primera raya indecisa y quemante de cada día. ¡A vivir y a morir, que pa’trás espantan!

¿En cuál paila del infierno existe el paraíso? Será en el limbo declarado inexistente? ¿Será en el cielo de Beatriz y no en los castos senos de María? ¿O en los sonetos a Laura, corregidos eternamente con pasión de orfebre por Petrarca en un convento? ¿o en las andanzas de San Francisco con su cuerda de vagos enamorados de Jesús, viviendo, comiendo y hablando como pájaros silvestres en los prados de las bienaventuranzas?

 

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Ciudad Valencia