«Piedra de amolar» por Juan Medina Figueredo

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Machete viejo de rota cacha, por más que lo afilen con salivita sobre piedra de amolar, rapidito se amella y te ‘jiende’ la mano, Saquito de piedra en el lomo, mientras más lo cargas, más te pesa y nunca descargas. Si con él sigues ‘parriba’ y ‘pabajo’, Sísifo es tu sombra. ¿Será que siempre cargamos sobre las espaldas el mismo saco de piedras? Perro que me ladra y ‘juele’, calla y se retira con el rabo entre las piernas.

Los pobres siempre tienen un rancho, un catre, un bollito pelón, margarina y guarapo de café para compartir. Son los alegres pájaros bienaventurados.

 

Si el hombre no tiene gallo de pelea, da cabezazos a la pared, hasta la herida y la sangre de su frente rota.

De fragmentos de canciones se hace una brillante cortinilla de papel para entrar en un burdel.

¿Por qué interrumpes al que habla y desprecias sus frases, sus interrogantes y metes tu cuchara donde no la debes meter? Si te fastidias, sigue adelante hasta la mirada distante e inaudible, vuélvete nube de silencio.

Piedra de amolar

 

José y María, apuraditos, de madrugada partieron con el niño en una cesta de burrito. El ángel mensajero, confiado en sus blancas y veloces alas, prefirió dormir un poco más, hacía mucho frío y lo sorprendieron y decapitaron los sicarios de Nerón.

El domador de caballos toma el rabo del cuadrúpedo y lo tuerce con violencia, para que le duela el ano. Salta sobre su lomo, ensoga el cuello del animal y lo foetea con saña repetidas veces, lo ahorca hasta su caída trémulo y desfalleciente, coloca su bota sobre su cuello, lo amarra y le niega pienso durante tres días. ¿Aceptamos que lo hagan con nosotros salvajes cimarrones de sabanas y montañas?

 

Los apagones violentos de la electricidad nos encierran en nuestro propio calabozo. Clausuran todo intento de lectura y escritura, extinguen nuestra sombra, sólo ingrimitud, soplo y parpadeo de vela somos.

Siempre somos antepasados y descendencia, bipolaridad del ADN, indiscernible pictograma, roncos durmientes de pesado despertar.

 

Mi hijo de diez años me acompañó a mi primera clase de japonés, salí sin entender nada y él se reía de mí dibujando ideogramas en el aire, tomó de la mano una japonesita de la tapa de su cuaderno de escolar, ella lo adelantaba corriendo, retornaba y lo tomaba nuevamente de la mano, hasta que lo esperó en la puerta de la escuela y me dijeron adiós con sus cajas de lápices de colores.

 

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