BARCA DE PAPEL [11]: ENRIQUE GROOSCORS HIJO

Barca de Papel: Enrique Grooscors hijo es otra entrega de la serie que trata de una glosa a su “Evocación, realidad y sueño de la patria chica” (1965 y 1991), libro de ensayo en el que se expone, entre otras cosas, la idiosincrasia valenciana ligada a su literatura. JCDN.

Ejemplar de la primera edición del libro, autografiada por su autor

     Esta colección de ensayos, publicada en las dos ediciones de 1965 y 1991, significa una aproximación polémica, explosiva y agradecida a Valencia, la de Venezuela, definida como patria chica por el autor. Enrique Grooscors hijo (Caracas, 23 de julio de 1921-Valencia, 1987), ha sido olvidado y volatilizado en medio del proceso de destrucción de esta casa, su ciudad adoptiva en un prolongado exilio. El vitalismo escritural de Grooscors lo emparenta con el de Pocaterra y el del bohemio terrible Luis Augusto Núñez.

El pintor Braulio Salazar, amigo y retratista de Enrique Grooscors hijo

En la segunda edición del referido libro, Felipe Herrera Vial nos recuerda que Enriquito fundó aquí el Grupo Literario “Estudios” en 1940 junto al poeta Pedro Francisco Lizardo y el pintor Braulio Salazar, iniciativa a la que se adhirieron Luis Guevara, Miguel Colombet y el cronista Alfonso Marín, entre otros. Su tocayo Enrique Bernardo Núñez y Rufino Blanco Fombona manifestaron impresiones favorables a su punzante oficio literario. Si el lector se topara con este título ensayístico, confirmaría el vigoroso y encendido aliento de su prosa.

Los diez capítulos de esta bitácora se ocupan de Valencia a pesar de la Valencianidad: Desde el punto de arranque histórico que involucra a Alonso Arias de Villacinda [“quien ordenó fundarla”], Alonso Díaz Moreno [“quien fundóla”, sic] y Lope de Aguirre [“quien hízola primero sufrir y dictóle la dureza necesaria del dolor”, sic] en su bautismo colonial; descansando en las coloridas postales expresionistas que se posesionan con desmedido frenesí de su paisaje natural, rural y urbano; regocijándose en el ejercicio de la crítica literaria y voluntarista al tratar el universo abstruso y agridulce de José Rafael Pocaterra; hasta esas dos contundentes muestras sobre la esencia paradójica, maravillosa y repulsiva de su ciudad hermanastra que son “Algunos aspectos idiosincráticos de lo valenciano y su literatura” y “El embrujo de ‘El Municipal’ ”.

Nacidos o no en esta tierra, todos formamos parte de la misma hipocresía godo-valenciana, tanto en la apología como en la apostasía: “Así mismo Valencia es protestativa, polémica. Valencia no critica, condena”. Por tal razón, se ha de tener grueso el cuero o, mejor aún, coraza de cocodrilo rojo para sobrevivir en sus tripas. Se infiere entonces la relación entre sus habitantes y los poderes fácticos.

Por ejemplo, el mantuanaje que antecedió a la Valencianidad del siglo XX, mantuvo sucesivas, equívocas y desencaminadas relaciones con la Primera República, el anti-prócer Boves, José Antonio Páez hasta el extremo de su “arielización” [según Pedro Téllez la licantropía inversa que va del salvaje al terrateniente cultivado]; luego con Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez, la Cuarta y la Quinta Repúblicas. Las más de las veces presididas por la sumisión servil y pragmática al caudillo de turno, salvando excepciones como adversar a Miranda, el Bolívar pieza de cacería de la Cosiata o a Hugo Chávez. En este caso, lo local conduce al tema universal del hombre respecto al ejercicio pío o vil del Poder: Se trata de las sociedades de cómplices que rodean, felicitan, adulan y abandonan a su suerte [se lee también como utilizar post-mortem] al Mesías portátil de cada época o coyuntura histórica.

El Cabito Cipriano Castro, caudillo que fue adulado por la oligarquía de Valencia

“Tres hombres en la vida de una ciudad” es un tríptico que además de vincular temáticamente a Alonso Arias de Villacinda (Gobernador de las provincias de Venezuela), Alonso Díaz Moreno (fundador de la Nueva Valencia del Rey) y Lope de Aguirre (según Grooscors, asolador salvaje de la ciudad pese a su grito libertario contra Felipe de Austria) en la conformación urbano-colonial de Valencia; trae consigo la fusión transgenérica y polifónica de la crónica intervenida de Indias por vía post-romántica, el cuento realista y el ensayo en la tradición de Picón Salas y Briceño Iragorry. Prevalece el uso ideológico de la metáfora cuando Arias Villacinda encarna el crepúsculo [¿el suyo o el del Imperio español en estado de latencia?], Díaz Moreno el alba y, por supuesto, el Tirano Aguirre la noche luciferina con su degollina y aquelarres.

El siguiente capítulo, II, se explaya en el ensayo conversado sobre la arista condenatoria y crítica de la idiosincrasia valenciana que se manifiesta en su propia literatura: “la manera del valenciano [en] manifestar su inconformidad no es la mordaz, sino la protestativa”. Para ello Grooscors se vale de una Panorámica literaria que comprende nombres notables como Miguel José Sanz y Miguel Peña desde la diatriba política y jurídica, los poetas Abigaíl Lozano [hijo putativo de Juan Vicente González en lo político-literario y lo fisonómico], Rafael Arvelo, Alejandro Romanace y Víctor Racamonde, amén de narradores como Manuel Vicente Romero García y José Rafael Pocaterra.

La hipótesis del hijo adoptivo de Valencia, por demás interesante y entusiasta, entrevé un solo aspecto aislado y no de conjunto [esto es erigirse como egótica conciencia de la nación]: Si Pocaterra es satírico e hiperrealista como el Goya de Los Caprichos, ¿cómo funcionaría la cosa con Enrique Bernardo Núñez o Ramón Díaz Sánchez? Ni Núñez ni Díaz Sánchez, valgan las denuncias concretas que propinaron a su época, nos parecen profetas llorones como Jeremías o iracundos como Isaías. A luz de hoy, qué decir del parricidio y el código del escándalo de Slavko Zupcic o el cinismo de Pedro Téllez. ¿O los cuentos cómicos y bufonescos de Rafael Victorino Muñoz? ¿Y qué queda de la militancia política y estética de Armando Amanaú en el Decir? Por supuesto, nuestras dudas no le restan nada a su afán inquisitivo y amoroso por la ciudad.

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Enrique Grooscors hijo, solidario con la pintura de Braulio Salazar, se forja su propia paisajística rural y urbana de nuestra Valencia de San Desiderio o, si se quiere, de San Simeón el estilita. Es harto evidente la pulsión entusiasta y expresionista [no exenta de neo-romanticismo] en tal menester de la escritura. Revisitemos los capítulos III [La Catedral valenciana, sacro himno de piedra elevado hacia Dios], IV [La vena del río, la noche valenciana y el hueso de sus cerros] y V [La ciudad valenciana en dos estampas: una casa y un barrio]. A diferencia de Don Braulio, el ejercicio lírico y apologético de Grooscors integra lo urbano y lo rural, lo bucólico y lo moderno, el pasatismo y el porvenir. Un poeta goliardo o bohemio busca a Dios por vía de la Bacanal sensual y estética. La ebriedad de los sentidos es otra concepción de la mística en la ausencia del ascetismo, pues sustituye la auto-flagelación física por la convivencia entre pedregosa y concupiscente con los demonios interiores y exteriores. Advertimos que en este aspecto no nos mueve la aplicación perniciosa y unidimensional de la psico-crítica sobre un diván desvencijado.

El polígrafo valenciano José Rafael Pocaterra

El ensayo dedicado a Pocaterra, no en balde su inocultable afán apologético, nos parece antológico pues vislumbra no sólo la raigambre nacionalista y ética del Caín valenciano respecto al poder, sino en especial su estilo colindante con el hiperrealismo sin mencionarlo exprofeso: “Por eso a veces recurre hasta al sarcasmo, al humorismo sangriento, a la admonición tremenda, ya en sus admirables períodos, que son como monumentos megalíticos, ya en sus imágenes formidables de fuerza expresiva y de realismo, ya en sus adjetivos y juicios lacerantes y sancionadores”. Ello hasta el punto de contra-transferirlo a la glosa admirativa del que lo ensaya y explora.

Finalmente, es pertinente revisitar “El Embrujo de ‘El Municipal’”, pues además de ponderar el Teatro Municipal de Valencia por vía de la crónica histórica, evoca la puesta en escena del “Otelo” de Shakesperare en nuestra ciudad goda. La plantilla de actores, paradójicamente, protagonizó la separación de Venezuela de la Gran Colombia en su afán secesionista: El caudillo Páez como Otelo, el Doctor Peña como Yago y el resto del reparto o casting del que destacan el General Soublette y Francisca Romero de Alcázar e Inés Oyarzábal. Se puede complementar esta lectura con el antes referido ensayo de Pedro Téllez sobre la arielización de Páez, además de su subsecuente versión dramática escrita por Rafael Victorino Muñoz. Esta curiosa, tragicómica y poco conocida anécdota histórica nos delata en el pasillo la relación disfuncional, oportunista y decadente entre el caudillo y los sectores conservadores de esta atribulada urbe.

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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