El locutorio era para Gladis su segunda casa. Sólo le faltaba el olor. Barcelona no tenía el perfume denso del Caribe, ese efluvio sensual a frutas maduras que se mezclaba con el aroma sexual del mar.

Pero en el locutorio sonaba la música que le recordaba las playas, los bosques de palmeras, las piñas coladas, los bailes agarraditos al ritmo de la bachata.

Iba a aquella hora no porque hubiera poca gente, sino porque era la adecuada para conectarse, teniendo en cuenta el desfase horario con Santo Domingo.

Se sacrificaba de comer para hablar con él y Melquíades, el encargado del locutorio, le dirigía una sonrisa amable cuando entraba, le señalaba su mesa, salía del mostrador de troncos de cocotero y le clicaba la clave de entrada con el ratón.

– Qué, cariño, otra vez a platicar con tu amoll.

– Sí, otra vez.

– Se nota que lo quieres. ¡Qué suerte tiene! ¡Una chica tan guapa! Yo me venía.

Gladis era bonita. Oscura de piel, una blanca que era un poco negra en cuanto al cuerpo, de cabellos como el carbón, boquita ancha y enormes ojos. Se movía despacio, con cadencia sensual, haciendo bailar sus amplias caderas, como si escuchara salsa.

– Aquí lo tienes. Que te vaya bien, bonita.

El progreso era extraño. Se habían acostumbrado a él ellos, que apenas sabían nada. Primero los teléfonos, luego los móviles, después esas comunicaciones por Internet que tenían la ventaja de que les permitía verse las caras.

Gladis esperó con ansia, fija la vista en la pantalla gris del ordenador, hasta que lo vio aparecer en imagen, sentarse en una silla, encararse, hablarle.

– ¿Me estás viendo bien, Gladis, mocita?

– Te veo, Pablo. Te veo.

– ¿Cómo me encuentras?

– Te encuentro muy flaco. ¿Y a mí?

Acercaba la cara a la cámara de video y oía a Pablo reírse a doce mil kilómetros más allá, separado por el Atlántico.

– No te acerques tanto a la cámara, que te deforma, mi niña. Estás guapísima, guapa de verdad, amoll.

– ¿Me quieres?

– Claro, por supuesto. Claro que te quiero.

– ¿Y de verdad que estoy guapa?

– Enormemente guapa, hermosa. Se nota que te dan bien de comer tus señores, que te dan pollo.

– Aquí comen mucho pescado, Pablo.

– ¿Cómo te va?

– Al principio es duro. Las costumbres son distintas, la gente es fría y te mira con desconfianza algunos, otros con desprecio. Pero en general bien. La señora es amable, pero seria, y no te deja respirar.

– ¡Pobre mi niña!

– Pero tiene unos chiquillos preciosos, y con ellos me llevo muy bien. Me gusta vestirlos, me gusta bañarlos, llevarlos de la mano hasta el colegio.

– Veo que estás hecha una mamaíta.

– Me entreno para cuando tengamos nosotros.

– Pero para eso hay que estar juntos, muy juntos.

– Te echo tanto de menos, Pablito.

– No será tanto. Que con lo linda que eres alguien te irá detrás. ¡Pero como me entere, lo rajo!

– No miro a nadie, te lo juro. A nadie.

– ¿Ni a los compatriotas?

– Ni siquiera voy a bailar. Ellos se reúnen, me dicen que vaya con ellos. Pero no quiero. Si no es con mi Pablo, ¿para qué quiero bailar la bachata?

– ¿Y te pagan bien?

– No tanto como creía. Me dejan dormir en su casa, y me dan de comer, con lo que el dinero es limpio, para meter en el banco y para pagar las conferencias.

– ¿Por qué no pones la boquita en la pantalla, que quiero besarte?

– ¡Ay! ¿Estás tonto?

– Hazlo y será como si nos diéramos piquito.

– Me da vergüenza, Pablo, que Melquíades mira.

– ¿Quién es ése?

– El encargado del locutorio.

– Un besito.

-¡Pesado!

Gladis transigió. Acercó la boca a la cámara, casi rozó el objetivo con su boca, hizo ruido de beso y vio por el monitor la boca deformada, los dientes irregulares, de su amado. ¡Si también se pudieran tocar, además de verse, sería perfecto!

– ¿Te gustó?

– Tonto.

– Tonta tú.

– ¿Y tú qué haces?

– Lo de siempre. En la isla no hay trabajo. A veces me cogen en algún hotel. Los fines de semana, sobre todo.

– Me doy cuenta aquí de lo poco que trabajamos. Aquí la gente trabaja de una forma enorme. Tendrías que ver Barcelona. La gente va como loca por la calle, hacia el trabajo. ¡Unas ansias por llegar a la oficina que no se entiende!

– Es otra forma de vida. Yo no sé si me acostumbraría.

– Podrías venir. Lo he estado pensado. Hablé el otro día con Marita y cree que puede encontrarte trabajo. Le dije lo bien plantado que eres, lo bien hablado e instruido, y me dijo que quizá haga algo y puedas meterte en una residencia.

– ¿Y eso qué es? Me suena mal la palabra.

– En donde meten a los viejos para cuidarlos.

– ¿No los cuidan los hijos?

– Cuando los padres son muy, muy viejecitos, no. Ya te he dicho que son otras costumbres.

– Lo que son es desnaturalizados.

– ¿Qué te parece el trabajo?

– Pues así, en frío, pues no me parece bien, no me parece digno cuidarme de papás de los que no se cuidan sus propios hijos.

– Déjate de historias. Vendrías conmigo. ¿No quieres eso?

– Sí, claro, pero con un trabajito digno.

– ¡Digno, digno, digno! ¡Qué dignidad es la tuya que estás todo el día de brazos cruzados!

– No me faltes, amoll.

– Lo que ocurre es que tú no me quieres, porque si me quisieras dejabas la isla y te venías aquí nadando. Esta tierra tiene oportunidades, Pablo. Podríamos ser felices, formar una familia, tener nuestros propios bebitos.

– No insistas. Yo no dejo la isla. Me parece que quedó ya claro, amoll.

– Pues eso es porque no me quieres.

– Claro que te quiero, pero si dejo las playas, las palmeras y el mar Caribe me mustio, por Chango, me consumo.

– No me quieres. Ahora me doy cuenta.

– Claro que te quiero.

– No, no, no – comenzó a mover la cabeza, rabiosa, a fruncir el entrecejo, a señalarlo furiosa con el índice -. Tú te has echado novia.

– Yo no me he echado novia.

– ¿Quién es? ¿Tu prima?

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Ves? Te enciendes cuando te hablo de ella.

– Porque dices bobadas.

– ¿Te vas a bailar con ella?

– No, Gladis.

– ¿Por qué me mientes? A ti la mentira se te nota. Pones cara de mentiroso.

Compuso una mueca por el monitor del ordenador.

– Ahora pones cara de idiota. Pero no me haces gracia. Tú quieres a tu prima. Y ella es una guarra, lo sé.

– Estás loca.

– ¿Porque estoy celosa estoy loca? ¿Sabes lo que es tener a tu hombre a doce mil kilómetros de distancia? No, no lo sabes, porque a ti te da igual.

– Cuidado, Gladis, con lo que insinúas.

– Pues te voy a ser sincera. Salgo.

Se mordió los labios, se peinó coquetamente el cabello, abrió mucho sus hermosos hijos de mestiza.

– No te creo – . La voz, al otro lado del Atlántico, temblaba.

– Pues créeme. Es un negro.

– ¿De la República?

– Sí, pero hijo de haitianos. Hace de portero en una discoteca.

– Estás jugando con fuego, Gladis.

– Te lo advertí. Eso iba a pasar con tu poco interés por venir p’acá.

– Haz lo que te pida el mamey, pendeja – soltó, cambiando la voz.

– ¡Grosero!

– Mi prima, sí. Lo intuiste. Pero me gusta más tu amiga Flora. ¡Que caderitas! ¡Pura candela!

– ¡Flora! ¿Te gusta Flora?

– Sí. ¿No dirás que no es guapa?

– ¿Te acuestas con ella?

– Claro.

– ¡Será hijoputa! – cerró los puños rabiosa, se puso a gimotear, sus labios se contrajeron con un violento temblor -. Yo no salgo con ningún portero, lo dije para que te encelaras.

– Y yo.

– No, tú sí que andas tras la Flora. No me quieres. Nunca me quisiste. Por eso me dijiste: “Anda, ve para Barcelona, a servir”. No me querías entonces, no me quieres ahora.

– Oye, pava, si te vas a poner así cancelamos la plática y las que vendrán.

– Yo te quiero, yo te quiero, te quiero a morir, Pablito – la voz salía entrecortada por los gemidos de su boca que recogía el mar salado de sus lágrimas.

– Es tu problema, Gladis. Cortamos.

– ¿Por qué? ¿Por qué? ¡No te vayas! ¡Ven conmigo! ¡Por favor! Mi amoll, mi amoll.

El monitor se oscureció y por mucho que Gladis golpeó la pantalla con la palma de la mano permaneció apagado. Estuvo un minuto largo, sin moverse, la vista fija, esperando que las lágrimas se le secaran. Cantaba Juan Luis Guerra y su voz melosa pidiendo que lloviera café recorría el locutorio cuando dos negras de cabellos estirados entraron, saludaron a Melquíades y se acomodaron ante otro monitor. Gladis entonces se levantó y muy despacito fue hasta el mostrador.

– ¿Qué te debo?

Melquíades le echó una ojeada.

– ¿Fue mal?

– No, muy bien.

– Mira, cariño, tú no me engañas. Te he visto llorar.

– De alegría.

– Y te he oído gritar.

– Somos así.

– Podemos salir tú y yo.

– Olvidas que tengo novio.

– Sí, a doce mil kilómetros. No se va a enterar si no se lo cuentas.

– Olvidas que le quiero y le soy fiel.

– ¡Pues tonta eres, porque él seguro que no lo es!

– El me quiere, pesado. Dime cuánto es.

– Cien euros, como siempre.

Melquíades la vio marchar. Gladis era ciertamente hermosa. Se le marcaban debajo de la falda nalgas potentes y tenía las piernas bonitas, y el cuello muy lindo, y el pelo muy negro. No sabía que era la última vez que la vería salir del locutorio.

– Hasta el jueves, Gladis, mi niña.

No le contestó.

 

 

 

 

José Luis Muñoz/ España