Un cuento para la merienda: «Hojas en la acera» de David de La Torre

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Desde que tengo uso de razón, él estaba allí, siempre esperando. Mientras mi padre vivió, barría la acera de enfrente, y cuando murió se cruzó a la nuestra. A él nunca le gustó demasiado.

Decía que olía a barro en invierno, lluvia en otoño y sudor en verano. Mi padre, con todo lo fino y estirado que era, veía en Ramón aquello en lo que nunca quiso convertirse.

Todos los días, lloviese o luciera el sol, Ramón nos esperaba al otro lado de la calle y saludaba con temor al vernos salir del portal, si yo lo hacía con mi padre, que eran las menos veces. Los días de frío extremo, ni siquiera levantaba la mano, pero yo, desde mi pequeña altura, lograba ver una sonrisa en su rostro. Sabía que me saludaba.

La noche en la que mi padre fue abatido en el portal de mi casa, Ramón dejó de barrer la acera de enfrente para limpiar la nuestra. Y desde entonces nos cruzábamos al ir al colegio. Y siempre me regalaba una moneda cuyo valor yo desconocía mientras me agarraba las manos y limpiaba el resto de las galletas que tenía entre las uñas bajo la atenta mirada de mi madre.

—No puedes ir así al colegio, muchacho. ¿Qué dirán de ti si te ven con esas uñas? —decía agachado, mirándome a los ojos y casi susurrando. Y siempre, al levantarse, recibía una sonrisa de mi madre.

—Déjele, Ramón, ya se defenderá como pueda.

Siempre me atusaba. Si no eran las uñas, me limpiaba los morros de cacao o me quitaba alguna pelusa del abrigo, siempre agachado y siempre mirándome con ternura. Y luego la moneda. Ese era nuestro secreto, pues lo hacía cuando mi madre no miraba, hasta que un día las encontró en el interior del bolsillo de mi abrigo.

—¿Qué es esto? —preguntó con los ojos casi cerrados y levantando las manos al cielo.

—Me las ha regalado Ramón.

—¡Por Dios bendito! Ahora mismo vamos a devolvérselas, pobre hombre.

Y así hicimos. Una tarde de invierno, Ramón barría la acera justo donde un árbol estaba creciendo al doble de velocidad que yo.

Al ver a mi madre sonrió con timidez, pues sintió que algo no andaba bien, y al recibir la bolsa de monedas sus ojos comenzaron a brillar. Yo me limité a mirar al cielo, a fijarme en los nubarrones que se cernían sobre nosotros, hasta que sentí que alguien me tiraba del brazo y me alejaba de Ramón.

Aquella noche lloré, lloré muchísimo, pues pensaba que nunca más volvería a verle. Y tanto lloré que mi madre escuchó mis lamentos, entró en el cuarto y encendió una pequeña bombilla incandescente.

La luz temblaba produciendo sombras sobre las paredes casi desnudas de mi fría habitación, pero la sonrisa de mi madre lo iluminó todo y llenó de calor cada rincón.

—¿Entonces, volveremos a verle?

—Claro, hijo, primero porque es su trabajo y yo ni quiero ni tengo poder para trasladarlo de calle. Segundo, porque tampoco ha hecho nada malo, solo que él tiene más necesidades que nosotros.

Y quedé pensativo. ¿A qué necesidades se refería? Mi casa apenas se sostenía en pie y solo tenía dos cuartos y un baño comunitario. Yo llevaba con el mismo abrigo desde que tenía recuerdos y la suela de mis zapatos comenzaba a resquebrajarse. ¿Más necesidades que nosotros? Y me dormí pensativo.

El tiempo pasó y Ramón seguía allí, pero ya no se agachaba para hablar conmigo. Ahora el que iba encorvándose era él. Y mi madre.

El árbol continuó creciendo y yo con él, junto a inviernos nevados y otoños lluviosos, donde Ramón se esmeraba para limpiar las hojas que caían en la acera y que nosotros no encontráramos ninguna y así no tropezáramos al caminar.

Hasta que llegó el día.

Un invierno más, lo que para otros no sería nada nuevo, para mí fue un mundo detenido en el tiempo. Un minuto eterno frente a una cama inerte y el recuerdo de mi padre abatido en la calle. Juntos, los dos, ahora estarían descansando en algún lugar entre el cielo y la tierra, indeterminado, quizás oscuro, quizá con alguien que barriese las aceras de sus corazones.

A la mañana siguiente, con la dirección del tanatorio en una mano y el paraguas en la otra, salí a la calle. Miré al frente y no vi a nadie caminando por la acera.

Me fijé en mi propia calle y también estaba vacía salvo por los kilos de hojas que cubrían el pavimento. ¿Cómo era posible? Nadie había limpiado. Aquella mañana todo el suelo era marrón como la madera de los bancos. Entonces a lo lejos escuché unas ruedas y un carro negro apareció doblando una esquina. Empujándolo, una mujer arrastraba escobas y palas.

¿Y Ramón?

Sin pensarlo me levanté el cuello del abrigo y me acerqué a la mujer, cuando una ráfaga de viento empezó a jugar con las hojas, creando remolinos a mi alrededor.

—Buenos días —dije, y la mujer me miró con rostro cansado. Le hablé de esta acera, de mi portal enfrente, de cuando las hojas no llegaban a tocar el suelo porque alguien siempre se hacía cargo de ellas, porque alguien siempre estuvo allí durante años barriendo la calle para mí…

Le hablé de Ramón, de cuando me limpiaba los morros y las uñas, y de sus monedas y de cómo mi madre se las devolvió, pero le invitó a café a la tarde siguiente y cómo se agarraron las manos al despedirse y de todas las sucesivas tardes donde Ramón, después de dejar la acera perfecta, subía a casa a tomar un café con mi madre, a jugar conmigo y enseñarme a construir minúsculas escobas con palillos y lana, y terminé hablándola de las noches donde me iba a dormir y les dejaba a solas en el salón. Hasta que la mujer se frotó los ojos, sacó un pañuelo de la manga y se sonó la nariz con escándalo.

Y en ese momento, me confesó lo que ya imaginaba, pero no quería aceptar.

—Ramón murió hace dos noches. Él era mi marido y hemos estado juntos durante casi treinta años, él barriendo esta calle y yo la que hace esquina. Él, pendiente de tu portal y yo pendiente de mi casa. Él, siempre atento a tu madre y yo siempre pensando dónde estaría.

Entonces comprendí algo más que nunca sospeché, pues Ramón no me saludaba a mí, no solo tenía gestos conmigo. Ramón siempre quiso a mi madre, la cuidó, procuró tener el suelo por donde ella pisaba siempre limpio, para que no la ocurriese nada. Mientras su esposa hacia lo propio pocos metros más allá en el interior de una casa vacía y desolada, tejiendo su alma con remiendos del recuerdo.

Así que no pude despedirme, tan solo recoger una nota que me ofreció con la dirección del tanatorio donde descansaba Ramón. La agarré junto a mis pedazos esparcidos por la acera y solo pude darme la vuelta hasta que una pregunta se me atragantó en la garganta. Me giré y la dije:

—¿Usted no viene a despedirse de Ramón?

Ella sonrió con timidez y dolor. Los ojos dejaron de brillar.

—No. Tengo que limpiar la calle para que ustedes no resbalen con las hojas.

 

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David de La Torre (España)