Para pasar estos días de necesario confinamiento, nada mejor que refugiarse en la buena lectura. Hoy traemos un relato de Jesús Puerta en Lecturas para la cuarentena. #yomequedoencasaleyendo

 

CARAMELO DE YERBABUENA

Autor: Jesús Puerta

 

Entró a su automóvil como quien se lanza a un precipicio. Adentro, en el puesto del copiloto, ella lo aguardaba. Lo envolvió con el brillo de sus ojazos y ni siquiera el tapaboca pudo ocultar su sonrisa.

Sacó de su cartera una cajita de plástico. Él encendió la máquina, arrancó y pronto bajaba por la avenida que lucía sorprendentemente vacía, libre de otros vehículos y hasta de peatones.

Desde afuera era difícil ver lo que ocurría en la cabina por los vidrios oscuros de las ventanas y el parabrisas. Incluso los drones tendrían dificultades para captar los movimientos de sus manos, el significado de esos húmedos resplandores en la única parte de los rostros expuestos. 

Lecturas para la cuarentena

Tomaron el distribuidor por una de esas rampas que desafían la gravedad. Ya en la autopista, él aceleró. Así sería casi imposible descubrir que ella había sacado de la cajita de plástico, en un segundo, una diminuta esfera blanca.

Ella lo capturó de nuevo con su risueña mirada, al tiempo que, en un instante, llevó su mano a la boca, impulsando la pequeña pastilla adentro. Cerró los ojos y suspiró con satisfacción.

 

Él sabía con seguridad las trayectorias de los drones en el aire, pues había sido uno de sus programadores. Su vuelo era sinuoso. Debían captar lo que ocurría en las cabinas de los pocos vehículos que se desplazaban por las anchas vías que se curvaban peligrosamente a esa velocidad.

Por ello, las máquinas voladoras, equipadas con potentes cámaras, oscilaban, de derecha a izquierda, barriendo el campo de aquellas rampas. Había un pequeño hiato que debían aprovechar para cometer el delito. Un grave delito.

Con decisión, ella se le acercó. Advertido por el calor de su aliento, a menos de un dedo de distancia, él se volteó e impulsó su boca a la de ella. Alzaron rápidamente el borde superior del tapaboca para ofrecer sus labios abiertos. El placer, cuando es prohibido, puede resultar eterno aunque dure un segundo.

Ella empujó el caramelo con la lengua a la de él, acariciándosela. Las dos prolongaciones musculares, húmedas, ansiosas, se frotaron entre sí por un momento, lubricadas por la miel de su saliva, en medio del delicioso efluvio de yerbabuena. Fue tan sólo un segundo.

Cuando miraron al frente, descubrieron la cabeza electrónica, idéntica a un insecto monstruoso, que se había colocado frente a su parabrisas. El motor se apagó y él tuvo que aparcar en la orilla para esperar la jaula rodante ya avisada por el dron.

Era un riesgo previsto y asumido. Aunque ahora les viniera el castigo previsto, la reclusión y la tortura, al tiempo que en sus oídos resonaba la justificación de parte de aquel inquisidor del orden profiláctico total: “debemos, por su propio bien, salvarlos del contagio de nuevas pandemias para siempre”, no se arrepintieron de haber saboreado aquella frescura deliciosa de la yerbabuena, la caricia de sus lenguas y la tibia saliva del otro.

Era un grave delito en el Gran Orden Profiláctico. Millones de virus fueron de una boca a la otra. Pero aquello podía ser el principio del fin. Los caramelos de yerbabuena ya estaban en las carteras y los bolsillos, sugiriendo nuevas trasgresiones.

Lecturas para la cuarentena

 

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Ciudad VLC

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