#Opinión: «Las guerras de Estados Unidos» por Vladimir Acosta

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Pese a su creciente decadencia, Estados Unidos sigue siendo hoy el país más poderoso del mundo. De hecho, en poderío militar es el primero, el más y mejor armado, el que posee la mayor fuerza bélica, de tierra, mar y aire, que de paso pretende también ser la mejor. Y es el país que, aumentándolo año tras año, consume el presupuesto militar más grande del planeta, el cual supera con facilidad la suma del de las 7 u 8 principales potencias que le siguen de lejos en ese campo. Es además el país más guerrerista y agresivo del mundo. Vive de vender armas y promover guerras y odios. No conoce otro lenguaje para tratar con los demás países que no sea el de la amenaza abierta o solapada, el de la sujeción y el chantaje, o el de las sanciones y el bloqueo económico. Es ese el lenguaje que escuchamos a diario en boca de sus presidentes, secretarios de estado o ministros de guerra, como fue el caso ayer de Trump, y como es hoy el de esa copia desteñida suya que es Biden, presidente actual de ese país soberbio y prepotente que actúa a un tiempo como amo y policía del mundo. Pero lo que quiero destacar ahora de todo esto, es que ese país enorme, agresivo, guerrerista, provocador y armado hasta los dientes, no es capaz de ganar ninguna de las brutales guerras que emprende o en las que participa.

Pese a lo que se sigue repitiendo y que el servil parlamento europeo hace poco declaró dogma histórico, Estados Unidos no ganó la Segunda guerra mundial. La ganó la Unión Soviética que, al costo de 28 millones de muertos y de sufrir una terrible destrucción, enfrentó y derrotó más de 220 divisiones nazis, las mejores, ganó las batallas de Stalingrado y Kursk, liberó a Europa oriental y atravesando territorios minados llegó primero a Berlín y clavó su bandera roja en la cima del Reichstag. Estados Unidos apenas enfrentó al final a los nazis; y lo que sí es cierto es que fue el vencedor político, económico y mediático y el gran aprovechador de esa enorme victoria colectiva.

En 1950 Estados Unidos ataca Corea. Japón se había adueñado de ella en 1910, pero, liquidado en 1945, el líder coreano Kim il Sung se lanza a liberar la península. La indecisión de Rusia, que lo apoya, le impide liberar el sur del país y Estados Unidos aprovecha para invadirlo poniendo al frente a su títere Syngman Rhee, que impone una dictadura derechista. El paralelo 38 se convierte en frontera entre norte y sur coreanos y en ella hay choques frecuentes. El de junio de 1950 da inicio a la guerra solo porque Estados Unidos así lo decide. Y en ausencia del delegado ruso en la ONU, ausente por orden de Stalin, logra invadir Corea en nombre de esta. La guerra es terrible y dura 3 años. El norte combate con masivo apoyo de la recién liberada China y se enfrentan ambas con heroísmo a las tropas de Mac Arthur, el jefe militar yankee, que son superiores en armamento, cuentan con aviación militar y amenazan usar la bomba atómica contra China. Los crímenes de Estados Unidos son brutales: bombardeos masivos, destrucción de ciudades y pueblos, uso de napalm y guerra bacteriológica. Pero no ganan la guerra. La empatan, porque al final la frontera entre ambas Coreas sigue siendo el paralelo 38. Allí se firma un armisticio en 1953 y hasta hoy es la frontera entre ambas mitades de Corea.

Desde 1962 le toca a Vietnam, otro país dividido en mitades porque mientras Ho Chi Min y Giap, líderes del norte, derrotan a Francia y lo liberan, Estados Unidos se apropia del sur, monta dictaduras derechistas y corruptas e impide unificar el país. Sigue la masiva invasión militar. La de Vietnam es la guerra más criminal de Estados Unidos. Guerra llena de crímenes monstruosos que superan los de los nazis y que, por ser suyos, se cometen «en nombre de la libertad». La idea es destruir Vietnam: uso masivo de napalm y agente naranja, inmensa destrucción de ciudades, pueblos y aldeas, matanzas y crueldades de todo tipo, asesinatos masivos de campesinos, torturas implacables de hombres y violación monstruosa de mujeres, incendios de tierras, contaminación de aguas, bombardeos sin parar, torturas mentales y experimentos horrendos con presos y sospechosos. El heroico pueblo vietnamita lucha y resiste y luego su resistencia se convierte en ofensiva. Al ver perdida la guerra, Nixon decide destruir con bombas el norte vietnamita y países vecinos como Cambodia y Laos. La desmoralización cunde, empieza la retirada y la guerra termina en aplastante derrota en 1975. Las triunfantes tropas del norte liberan Saigón mientras en la terraza de la embajada gringa espías y funcionarios se pelean en las escalas que los llevan a los helicópteros porque no caben todos. Después de esa derrota sólo les queda ganar la guerra en cine y TV con films en los que sus soldados son héroes que cuidan niños y protegen a mujeres.

Sigue la invasión y guerra de Irak en 2003, guerra cruel y destructiva basada en mentiras escandalosas. Saddam Hussein nada tenía que ver con ben Laden ni con las torres del WTC neoyorquino ni tenía armas de destrucción masiva. Recordar al cínico Colin Powell en la ONU exhibiendo una muestra falsa de esas inexistentes armas nucleares, tan falsa como el video de la hija del embajador de Kuwait que, disfrazada de enfermera, juró que Saddam había sacado bebés de sus incubadoras para tirarlos al suelo. La guerra, también a la cabeza de un grupo de países europeos cómplices y serviles, fue otra monstruosidad: destrucción de ciudades, misiles teledirigidos atacando refugios de civiles, fósforo blanco y uranio empobrecido por doquier, asesinatos en masa de civiles, violación de mujeres y niñas, bombardeos de ciudades indefensas, saqueo de tesoros históricos, destrucción y ruina completa del país. Querían fragmentarlo para cambiar en favor suyo el mapa del Medio Oriente. Fue un fracaso a medias que llevó al poder a los chiitas y a una alianza entre Irak e Irán. Y siguen moviéndose aún en el pantano de miseria y ruina que crearon.

Pero antes, desde 2001, estuvo y está Afganistán, la guinda de la torta. Luego del ataque al WTC, Estados Unidos declara que el autor es ben Laden, protegido del Talibán, grupo fundamentalista islámico ex amigo suyo, y como está refugiado en Afganistán, decide invadir y destruir ese país. Esta guerra de la primera potencia del mundo contra un país pequeño y campesino, uno de los más pobres del planeta, parece imperdible. Estados Unidos bombardea y destroza, destruye pueblos, hace miles de presos, los humilla y tortura, envía unos a Guantánamo y asfixia otros en camiones. La victoria se canta antes de tiempo. Los acosados talibanes se repliegan y preparan su resistencia. La guerra se prolonga y se complica. Llega el tiempo de los drones y Obama se distrae en la Casa blanca bombardeando a distancia reuniones campesinas como fiestas y bodas. Pasan los años. La guerra sigue y se empieza a perderla. Es una trampa sin salida. Los afganos derrotaron a Inglaterra en el siglo XIX y a Rusia en el siglo XX. Le toca ahora a Estados Unidos. El costo de esa guerra es enorme y ya se ve perdida. Pero no pueden admitirlo. Trump decide pararla, pero no lo dejan. Y es Biden quien hoy lo está haciendo. Aunque silenciada, es una fuga vergonzosa. Hace un mes huyeron de su embajada en Kabul escondidos y a medianoche. Siguen retirando sus tropas y, como antes en Vietnam, tratan de rescatar varios cipayos para salvarles la vida porque el avance de los talibanes es ya indetenible. ¿Cómo ocultar que es otra guerra perdida en forma humillante?

Pero la soberbia los domina. Biden amenaza a los talibanes con bombardeos. Y a diferencia de Trump, que trató de neutralizar a Rusia para atacar a China, afirma que puede atacarlas juntas. ¿Qué busca? ¿Una guerra nuclear que perdería, así haga estallar el planeta?.

 

Vladimir Acosta / UN