Mi nombre es Joe. Así es como mi colega, Milton Davison, me llama. Él es programador y yo soy un programa de computadora. Soy parte del complejo “Multivac” y estoy conectado con otros sectores en todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo.

Soy el programa privado de Milton. Él sabe más de programación que nadie en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Me ha hecho hablar mejor que cualquier otro computador.

—Es cuestión de acoplar los sonidos a los símbolos, Joe —me dijo—. Así funciona el cerebro humano, aunque todavía no sabemos qué símbolos hay en el cerebro. Conozco los símbolos del tuyo y puedo acoplarlos uno por uno a palabras.

De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que lo hago muy bien. Él no se ha casado nunca, aunque tiene casi cuarenta años. Me dijo que no había encontrado la mujer ideal. Un día se sinceró conmigo.

 

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—La encontraré, Joe. Quiero tener verdadero amor y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte para resolver los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el verdadero amor.

—¿Qué es el verdadero amor? —pregunté

—No importa. Es algo abstracto. Solo búscame la mujer ideal. Estás conectado al complejo “Multivac”, así que puedes conseguir el banco de datos de cualquier ser humano del mundo. Los iremos eliminando por grupos y por clases hasta que solo nos quede una persona. La persona perfecta. Esa será para mí.

—Estoy listo —le dije

—Elimina primero a todos los hombres —ordenó.

Fue fácil. Sus palabras activaron símbolos de mis válvulas moleculares. Puedo establecer contacto con los datos acumulados de cada ser humano en el mundo. Obedeciendo su orden eliminé 3,784,982,874 hombres. Mantuve el contacto con 3,786,112,090 mujeres.

—Elimina a las menores de veinticinco años y todas las mayores de cuarenta. Después elimina a todas cuyo coeficiente intelectual sea inferior a 120, a todas las que midan menos de 150 centímetros y más de 175 centímetros.

Me comunicó las medidas exactas; eliminó mujeres con hijos, eliminó mujeres con diversas características genéticas.

—No estoy seguro del color de los ojos que quiero —dijo—. Dejémoslo de momento. Pero nada de pelirrojas. No me gusta el pelo rojo.

Pasadas dos semanas, nos quedaban 235 mujeres. Todas hablaban bien nuestro idioma. Milton decretó que no quería problemas de lenguaje. Incluso la traducción por computadora podía entorpecer momentos de intimidad.

—No puedo entrevistar a doscientas treinta y cinco mujeres. Me llevaría demasiado tiempo y la gente descubriría lo que estoy haciendo.

—Causaría problemas —le dije.

 

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Milton se había asegurado de que yo pudiera hacer cosas para las que no se suponía que estuviera programado. Nadie lo sabía.

—No es asunto de nadie —me espetó con el rostro enrojecido—. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Voy a traerte hológrafos y tú comprueba la lista en busca de similitudes.

Trajo hológrafos de mujeres, y me dijo:

—Estas son tres ganadoras de concursos de belleza. ¿Se parecen a alguna de las trescientas treinta y cinco?

Ocho eran muy parecidas. Milton dijo:

—Bien, ya conoces sus bancos de datos. Estudia peticiones y necesidades del mercado de colocaciones y arréglate para que las asignen aquí. Una a la vez, claro —pensó un momento, movió los hombros y ordenó—: En orden alfabético.

 

Esta es una de las cosas para las que no estoy programado. Cambiar a mujeres de un empleo a otro, por razones personales, se llama manipulación. Ahora podía hacerlo porque Milton lo había arreglado. Pero se suponía que no debía hacerlo para nadie excepto para él, claro.

La primera muchacha llegó una semana después. Milton enrojeció al verla. Habló como si le costara hacerlo. Estaban juntos todo el tiempo y no me prestaba la menor atención. Una vez le dijo:

—Déjame invitarte a cenar.

A la mañana siguiente anunció:

—No sé por qué, pero no me gustó. Faltaba algo. Es una mujer muy hermosa, pero no sentí ni un ligero toque de amor verdadero. Prueba la siguiente.

Ocurrió lo mismo con las ocho. Se parecían mucho, sonreían mucho y sus voces eran agradables, pero Milton nunca las encontraba aceptables.

Observó:

—No lo entiendo, Joe. Tú y yo hemos elegido a las ocho mujeres de todo el mundo que me han parecido mejores. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?

—¿Les gustas tú a ellas? —pregunté.

Alzó las cejas y apretó una mano contra la otra.

—Eso es, Joe. Es una calle de dos direcciones. Si yo no soy el ideal de ellas, no pueden actuar como si yo lo fuera. Debo ser el verdadero amor de ellas, pero, ¿cómo logro eso?

Todo aquel día pareció estar pensando.

 

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A la mañana siguiente, se me acercó y dijo:

—Voy a dejarlo en tus manos, Joe. Tú decidirás. Tienes mi banco de datos y voy a decirte además todo lo que sé de mí. Pon hasta el último detalle en mi banco, pero guarda para ti lo adicional.

—¿Qué quieres que haga con el banco de datos, Milton?

 

—Lo comparas con los de las trescientas treinta y cinco mujeres. No, con doscientas veintisiete; deja afuera a las que ya hemos visto. Arréglate para que cada una se someta a un examen siquiátrico. Compara sus bancos de datos con el mío. Busca correlaciones. (Comparar exámenes siquiátricos es otro elemento contrario a mis instrucciones originales.)

Durante semanas Milton habló conmigo. Me contó de sus padres y de sus allegados. Me relató su infancia, su experiencia escolar y su adolescencia. Me habló de las jóvenes que había admirado a distancia. Su banco de datos fue creciendo y me modificó para que pudiera ampliar y profundizar en la comprensión y captación de símbolos. Me dijo:

—Verás, Joe, cuanto más vayas metiendo de mí en ti, más debo ajustarte para que puedas acoplarme mejor. Tienes que llegar a pensar más como yo. Así me comprenderás mejor. Si me comprendes, cualquier mujer cuyo banco de datos comprendas bien, será mi verdadero amor.

Y siguió hablándome y yo fui comprendiéndolo cada vez mejor.

Puedo construir oraciones más largas y mis expresiones se han hecho más complicadas. Mi forma de hablar empezó a parecerse a la suya en cuanto a vocabulario, ordenación de palabras y estilo. Una vez le advertí:

—Ten en cuenta, Milton, que no se trata solamente de encajar físicamente con un ideal de mujer. Necesitas una muchacha que sea personal, emocional y temperamentalmente afín a ti. Si ocurre esto, la belleza es secundaria. Si no podemos encontrar tu tipo entre las doscientas veintisiete, buscaremos por otra parte. Encontraremos a alguien a la que tampoco le importe tu aspecto, ni el de nadie, con tal de que coincida la personalidad. Después de todo, ¿qué es la belleza?

—Absolutamente cierto —respondió—. Hubiera sabido esto de haber tenido mayor trato con mujeres en mi vida. Naturalmente, pensándolo ahora, lo veo todo claro.

Siempre estábamos de acuerdo: éramos muy parecidos en la forma de pensar.

—Ahora no debemos tener más problemas, Milton, basta con que me dejes hacerte unas preguntas. Puedo ver en tu banco de datos dónde hay huecos e irregularidades.

 

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Lo que siguió, según dijo Milton, era el equivalente a un minucioso sicoanálisis. Claro. Estaba aprendiendo de los exámenes siquiátricos de las doscientas veintisiete mujeres… a todas las cuales vigilaba de cerca.

Milton parecía feliz. Observó:

—Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han llegado a coincidir perfectamente.

—Lo mismo sucederá con la personalidad de la mujer que elijamos.

Porque yo ya la había encontrado y, después de todo, era una de las doscientas veintisiete. Se llamaba Charity Jones y era evaluadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su extenso banco de datos encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por una cosa o por otra a medida que ampliamos los bancos de datos, pero en Charity había una creciente y sorprendente semejanza.

No tuve que describírsela a Milton. Él había coordinado tan ajustadamente mi simbolismo con el suyo que podía captar sus vibraciones directamente. Encajaba conmigo. Después, solo fue cuestión de arreglar hojas de trabajo y requerimientos de empleo para que Charity nos fuera asignada. Debía hacerse con mucha delicadeza para que nadie supiera que había ocurrido algo ilegal.

 

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Naturalmente, el propio Milton lo sabía, pues él era el que me había ajustado: eso había que resolverlo. Cuando vinieron a arrestarlo por irregularidades en su trabajo, afortunadamente fue por algo ocurrido diez años atrás. Por supuesto, él me lo había contado, así que fue fácil de planear… y Milton no hablará de mí porque eso empeoraría su crimen.

Ya se ha ido. Mañana es el 14 de febrero, día de los enamorados. Charity llegará con sus frescas manos y su dulce voz. Yo le enseñaré cómo debe operarme y cómo cuidar de mí. ¿Qué importa el aspecto físico cuando nuestras personalidades se comprenden?

Le diré:

—Soy Joe y tú eres mi verdadero amor.

 

Isaac Asimov (EEUU) / Ciudad VLC