Laura Antillano-arena

Mi madre no habla. Más o menos como yo.

Nosotros no sabemos de dónde vino, ni muchas cosas de atrás. Por eso no hubo extrañeza cuando ella, esa noche en el velorio, mientras algunas de la rueda rezaban el rosario y otras saboreaban el café contando los asuntos de todos los días, de por allá en El Arenal, mamá escuchó el nombre: Amado Rosendo Quiñones, y saltó.

Esas tres palabras: Amado/Rosendo/Quiñones, tuvieron en sus oídos una resonancia insospechada.

Volteó la cabeza como si un resorte la hubiera activado, miró a los de la conversa y se fue a reunir con ellos de inmediato, tímida como es, preguntó:

—¿Ustedes dijeron Amado Rosendo Quiñones?

—Ujú —le dijo una viejecita con un tabaco grande en la boca, que se mecía, echando bocanadas.

—¿Lo conocen? —preguntó mi madre.

—Sí —dijo la viejecita, y lo mismo un hombre y una mujer del grupo, más bien con indiferencia.

—Y… ¿está vivo?

—Claro que está vivo, mujer. Vivito y coleando, aunque ya no tanto —dijo la más joven y se echó a reír en una carcajada sonora que los de más lejos evaluaron mal.

—¿Dónde lo puedo encontrar? —dijo mamá.

Y la del tabaco, se lo sacó de la boca, y le preguntó como quien no quiere la cosa:

—¿Y por qué quiere buscalo?

—Porque es mi papá, y no lo conozco.

Entonces hubo como asombro y todos se pusieron a explicarle cómo llegar al terreno donde mi abuelo tenía la choza y el sembradío.

 

Mi madre no espero ni una semana para coger camino, en tres días preparó el viaje. Habló mucho esos días, no parecía ella, no podía disimular el entusiasmo.

No quiso que mi papá la acompañara, quería llegarle sola, y tuvo que pasar de un autobús a otro. El Arenal es tierra seca y distante.

No sabemos cómo fueron las cosas por allá, mamá no contó nada.

Tierra seca y ventisca, nos imaginamos.

Tampoco sabemos con qué palabras le dijo que era su hija, ya mujer de cuarenta con hijos grandes. Aquello debió ser pura desolación. Lo digo porque aquella gente había asomado como que los asuntos del viejo no estaban muy bien, y porque cuando la vimos llegar venía con ella ese señor, de hombros enjutos y cara sin expresión, que arrugaba los ojos para mirar y no miraba de frente sino de soslayo, con la ropa sin color de lo desteñida, y pidiéndole permiso a un pie para mover el otro. Ella lo trajo del brazo, casi lo arrastraba, con ternura, y no dejaba de mirarlo.

Nos dijo:

—Este es el abuelo de ustedes.

Y lo instaló en la casa.

Le acomodamos una cama.

Mi madre lo cuidaba como a un niño, hasta lo bañaba, y él  se dejaba hacer con mucha vergüenza.

Nos hablaba poco.

Supimos que hacía trabajos de brujería, preparaba menjurjes y hacía ensalmos.

Todos nos entusiasmamos y cada uno trató, a su modo, de acercarse.

La palabra de mi madre es palabra santa, si ella dice que hay que cuidarlo se le cuida, sin más preguntas. Como tiene que ser.

Pero pasaban los días y él como que no se hallaba.

Agarraba un cajoncito de tablas y se iba al fondo del patio, allí se sentaba como escondido. Lo dejábamos tranquilo.

Estaba limpio, tenía comida, tenía un lugar de dormir.

Pero un atardecer descubrimos que lloraba. Era un abuelo que lloraba.

Mi madre le preguntaba y él no le contaba nada, se le arrugaba toda la cara y lloraba, tapándose con las dos manos, con sollozos fuertes.

Nosotros preguntamos:

—¿Mamá, por qué llora tanto?

—No sé —decía ella. Y después—: Debe tené mucho remordimiento. —Y se quedaba pensativa mirando el horizonte.

Entonces el abuelo la tomó por decir que él tenía que regresar a El Arenal.

—No, papá, ¿qué va a hacé usted allá solo?

Y él dijo que tenía que estar con sus muertos, regresar a sus muertos.

Tanto dio que terminamos llevándolo de vuelta a El Arenal.

Fue un camino lleno de polvo y sin palabras. Mamá lo llevó a la choza, le dejó ropa limpia y enseres, ahí nos despedimos todos.

Se quedó solo en su monte.

 

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En casa nos preguntábamos incansables, «¿qué sería lo que lo llamaba de aquel lugar?».

Mi madre dijo:

—Acuérdense de que él fue brujo, hizo mucha cosa, no se puede despegá de las ánimas ni del tiempo atrás.

Un día nos vinieron a avisar que lo encontraron colgado.

Se ahorcó en el terreno.

Mamá tuvo que ir a bajarlo y preparar el entierro.

En el cementerio de El Arenal estaban los del pueblo.

Fuimos todos los de casa, y con la cabeza baja podíamos escuchar el rumor como de abejorros en celo; le echaban la a mamá, decían:

—Es que ella abandonó al viejo, lo dejó solo en ese montaral.

Caminábamos y la ventisca nos golpeaba la cara.

Yo creo que lo mató el remordimiento.

 

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Laura Mercedes Antillano Armas (Caracas, 1950) es una escritora venezolana, que ha incursionado en los géneros de ensayo, poesía, cuento, novela y crítica literaria. También ha trabajado como titiritera, guionista de radio y televisión y promotora cultural. Fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura en su edición 2012-2014.

 

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«Cuando la arena se levanta» forma parte del libro de cuentos Me haré de aire, que fue presentado en Caracas por Monte Ávila Editores en la Feria del libro de Venezuela (Filven 2021) el pasado mes de noviembre. aquí pueden descargar el libro completo: https://t.co/jww8N4cjjf

 

Laura Antillano / Ciudad VLC