“¡Eso sí está rico!” por María Alejandra Rendón Infante

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María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)-Un abrazo para Valencia
María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)

Radiografía del piropo callejero como expresión de violencia…

Esta frase me resultó siempre familiar; desde que tengo uso de razón, para ser más precisa. Ir de la mano de mi madre, tías o amigas, resultó irme acostumbrando a que en la calle se puede ser blanco de cualquier expresión similar, incluso acompañada por gestos lascivos.

El piropo callejero se transformó para mí, al igual que para cada niña o mujer, en una práctica completamente normalizada en nuestras vidas y, aunque  se asimila como  “costumbre”, tanto así que nos cuesta reaccionar, no necesariamente la actitud de pasividad o resignación es sinónimo en sentirnos complacidas, cómodas o agradecidas.

Me asombraba ver cómo las mujeres cercanas permanecían estoicas ante el desagradable y común hecho de ser abordadas por cualquier sujeto que se cree con derecho a espetarles con el “piropo” más soez o degradante. Aunque muchas veces sentí molestia, me arrastró el ejemplo de callar, bajar la cabeza, cambiarme de acera o fingir no haber oído, porque, pese a indignar todas las veces,  la orden fue y seguirá siendo no reparar en ello porque los hombres tienen derecho a “cortejarnos” o “seducirnos” con piropos de cualquier naturaleza, calibre y connotación. Es más, constituye algo que, en todo caso, se debe agradecer porque se trata de la aprobación del varón y su criterio debe ser siempre bienvenido, aun cuando no  haya sido solicitado y, además, se valga de la forma más vulgar.

El piropo callejero es una categoría que abarca un amplio espectro de frases, e incluso actitudes, que van desde un sutil “halago” hasta un agravio. Perseguirnos durante varias cuadras aludiendo a nuestra apariencia o partes de nuestro cuerpo con frases de contenido sexual explícito, cornetazos, siseos, tonos y gestos lascivos o frases realmente degradantes y humillantes, se constituye en las variadas maneras de abordaje con las que los hombres, dotados por la sociedad de ese privilegio, cuentan para poner en marcha un «cortejo» unilateral y, por lo tanto, arbitrario.

Así que debemos dar por hecho que es una forma más de violencia que hasta ahora en nuestro país y en casi todo el mundo no ha sido valorada o analizada como tal y, por el contrario, se valida en casi todos los espacios públicos a pesar del sostenido avance en materia de derechos.  Quienes lo rechazamos somos tildadas de extremistas y hasta de “malagradecidas”.

Aunque el piropo siempre ha existido como práctica desde la colonia, su instalación en el imaginario colectivo, como privilegio social masculino, se asume como mero e irrefrenable impulso biológico, es decir, ley natural o hecho ante el cual no se puede hacer nada porque “los hombres son así” o “es imposible impedirlo”. Por lo tanto, ser acosadas en la vía pública sin nosotras poder hacer mucho por impedirlo, es algo que no solo debe ser aceptado, sino que en nosotras mismas recaerá la culpa del hecho.

Dicho de otra manera, la que no quiera piropos que no salga, que se tape o que no ande provocando, cuando realmente se trata de que nuestra vida social no siempre va en función del sujeto masculino y tenemos derecho a transitar por la vía publica en la condición y apariencia que fueren, sin que esto signifique que demandamos de las lisonjas del resto.

Tenemos legitimo derecho a sentirnos guapas, sexis, sensuales, cómodas o como se nos venga el ánimo, y tal decisión, personalísima, no siempre va en función de despertar el deseo sexual masculino o  para procurar  la invasión a nuestro espacio físico, psicológico  y emocional. A  muchas personas, sobre todo hombres, esto quizá le resultará exagerado, incluso irracional, y es por una simple razón: no lo han vivido y no forma parte de su cotidianidad, salvo en casos de hombres homosexuales o trans, pero eso es otro cuento que, por cierto, demuestra que se trata de una forma de violencia basada en la construcción socio-simbolizada del género.

Es común que antes de salir a la calle, con ropa ajustada, corta o descotada, se nos advierta sobre la violencia que podemos sufrir; siendo acosadas, tocadas o abusadas; pero dicha advertencia coloca un acento en la responsabilidad que debemos asumir ante la violencia sufrida, incluso antes de que la misma se produzca. Así que muchas niñas y mujeres fuimos creciendo con el ejemplo de callar y de asumir la culpa, es decir, desde pequeñas se nos enseñó a cargar con la responsabilidad de todo cuanto nos sucediera, incluso ante hechos que escapaban de nuestras manos y que forman parte de la violencia estructural de las que son objeto niñas y mujeres desde el momento en que nacen. Con ello se nos está diciendo que la violencia es natural y que, siendo de esa manera, somos las mujeres las responsables de regular nuestra  conducta para no sufrirla.

Cuando un “piropo callejero”, que por lo general proviene de un desconocido, se cruza en nuestro camino, es muy probable que forme parte de la lógica intimidatoria del patriarcado que, con sus matices, transversaliza casi todas las formas de relación, de la cual muchas generaciones de hombres y mujeres se han ido apropiando casi sin cuestionarla.

En mi experiencia personal frente al piropo es necesario resaltar que, desde que tengo uso de razón, me los han propinado, es decir, conductas pedófilas también pasan como “normales” o como “costumbre” y a esas también me fui acostumbrando. El lenguaje se convierte en un arma de acoso, por lo que, también, les he escuchado describir lo que me harían o se han, incluso, masturbado o tocado en plena vía tras lanzar un “piropo” obsceno, sin otra razón que lo justifique, sino la lógica desigual que valida esas conductas, las reproduce metabólicamente y hacen de la misoginia y el sexismo los travesaños que soportan y hacen pasar por “naturales” formas de violencias más extremas.

Cuando condenamos el femicidio, crimen de odio hacia las mujeres, en razón de su género y forma de violencia más visible, pero nos parece normal el piropo callejero, es porque la lógica machista no nos ha permitido ver que todas las formas de violencia hacia las mujeres, sin excepción, se alimentan de la misma fuente ideológica: el patriarcado; sistema desigual que nos sitúa en una condición de inferioridad y sumisión respecto  al sujeto que ejerce el poder y constituye el referente del mismo: el varón.

Es importante decir que  no se trata de prohibir cualquier carantoña o cumplido, no se trata de que un halago sincero no tenga cabida, desde luego que no. Es posible que en un vínculo o ambiente de confianza alguien pueda decirnos que lucimos bien o que estamos hermosas y podemos aprobarlo o sentirnos a gusto, pero raras veces en ese círculo de confianza alguien nos elogiará desde una posición de poder o con el interés evidente de intimidar o sojuzgar. También es probable que, en un ambiente de confianza, el halago no se limite a partes especificas del cuerpo o procure un lenguaje sexual explicito o sugerido, sino que vaya más allá de la apariencia física, porque se ejerce desde el reconocimiento como persona y no como objeto sexual.

Para quien emplea el acoso callejero como arma para la seducción está completamente claro lo infructífero que resulta. Creo que ninguna mujer (o muy pocas) se ha visto tentada a devolver el “cumplido”, detener su marcha y cambiar de planes ese día porque  han hallado al amor de su vida o simplemente asumir el halago como muestra de un gesto o sentimiento confiable o cierto, creo que sucede al contrario; la práctica ha demostrado que no funciona así la cosa, pero a pesar de su empleo fallido se insiste en ello y se debe a que muy pocos lo hacen genuinamente para elogiar la apariencia o alguna otra cualidad de las mujeres;  la mayoría lo usa para mostrar poder, intimidar y conseguir placer.

 

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También otros lo hacen en razón de demostrar que les gustan las mujeres. Sí, aunque resulte paradójico, la frágil fachada de la masculinidad necesita de la permanente reafirmación, por lo que el piropo a veces no es más que un mero requisito del hombre frente a sus pares, ante los cuales hay que dejar claro que no se es hombre conforme a esa manera sentirlo, sino que se basa, principalmente, en demostrarlo tajantemente frente a la sociedad y, sobre todo, frente a otros hombres todas las veces que sea necesario, es decir, ser hombre va más allá de una realidad subjetiva, supone el ejercicio concreto de los indicadores que así lo demarcan; la demostración de poder es uno de tantos.

Algunos hombres desde niños son acompañados en esa práctica por sus iguales, bien sea parientes o amigos. Se les aprueba porque con ello demuestran que le gustan las mujeres, así que pasarán toda la vida haciéndolo porque forma parte de su “naturaleza masculina” y de su condición “heterosexual”.

El piropo es una práctica que compromete la movilidad y la estabilidad emocional de las niñas y mujeres en las calles porque no es halagador, no es agradable y es profundamente invasivo y amenazante, además de las consecuencias que puede traer confrontar éstas conductas,  con el riesgo de que se asocien otras formas de violencia (algo que suele suceder con regularidad). La igualdad de derechos y ante la vida misma debe ser un principio transversal en los espacios privados y públicos.

Si condenamos el piropo estamos combatiendo el acoso, la misoginia, la pedofilia y cualquier otra forma de violencia  enmascarada. Estaremos apostando a una sociedad que sepa distinguir perfectamente entre el bienvenido y precioso gesto de halagar y un acto tan peculiarmente degradante que se ejerce desde una falsa jerarquía.

Cuando condenamos en piropo, les estamos procurando un ambiente más seguro a niñas y mujeres, permitiéndoles  identificar los potenciales peligros en las calles, nos ayuda a proteger a las mujeres de otras formas de violencia y frenarlas a tiempo. Nos permite, después de todo, hacer frente a conductas abusivas que han estado encubiertas y enmarcadas en los parámetros de la normalidad y, lo más importante, responsabiliza de la violencia a quienes la ejercen y no a quienes la reciben.

 

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María Alejandra Rendón Infante (Carabobo, 1986) es docente, poeta, ensayista, actriz y promotora cultural. Licenciada en Educación, mención lengua y literatura, egresada de la Universidad de Carabobo, y Magister en Literatura Venezolana egresada de la misma casa de estudios. Forma parte del Frente Revolucionario Artístico Patria o Muerte (Frapom) y es fundadora del Colectivo Literario Letra Franca y de la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela.

PREMIOS

Bienal Nacional de Poesía Orlando Araujo en agosto de 2016 y el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2019 en poesía.

PUBLICACIONES

Sótanos (2005), Otros altares (2007), Aunque no diga lo correcto (2017), Antología sin descanso (2018), Razón doméstica (2018) y En defensa propia (2020).

 

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