«El derecho a una cerveza» por María Alejandra Rendón Infante

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María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)-Un abrazo para Valencia
María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)

El hecho de visitar un bar sola, destacando que ese “estar sola” implica, incluso, con varias mujeres, es algo que se desarrolla en un ambiente,  cuando menos, aprehensivo y difícil de sobrellevar. El derecho a una cerveza implica sortear varias situaciones (no excepcionales) que son asumidas dentro de un patrón común de comportamiento que no es otro, sino el ejercido de manera constante en los espacios públicos, pero sobre todo aquellos asimilados como masculinos o que forman parte del privilegio de serlo.

Los bares históricamente han sido para el esparcimiento de una porción de la población, y aunque esto no tiene nada que ver  del todo con el derecho de admisión, sí lo es en función del consenso moral labrado en torno a los mismos. La historia da cuenta de cómo eran calificadas las mujeres que visitaban bares, ya sea estando solas o no, lo cual, después de todo, no ha cambiado mucho, pues fueron y siguen siendo blanco de prejuicios o señalamientos, porque ganarse el respeto no pasa por la condición de seres humanas, sino, sobre todo, por demostrar que tal respeto debe ser, además, merecido, entre otras cosas, en virtud del o los espacios que escogemos para socializar. Pero no solo los espacios, es el atuendo, es la compañía, es el horario, es el estado, etc.

Unas de las constantes con las que me he topado estando en un bar es el auxilio económico no solicitado, es decir, el «caballero» cuya carta de presentación, tampoco solicitada, destaca su rol de proveedor. Esto, lejos de ser un gesto de «solidaridad», en la mayoría de casos es un claro intento por ceñirse al cliché estereotipado de “hombre  económicamente solvente” que, para colmo, raras veces se corresponde con la realidad, por lo que es, a fin de cuentas, una demostración de poder más, cómo las muchas que se llevan a cabo en el espacio público.

La  negativa a dejarse pagar la cuenta no siempre es interpretada de la manera correcta, por no decir lógica, y es que si vamos por unas cervezas no necesariamente lo hemos hecho con el fin de que otro pague la misma. Y es que resulta curioso que esos gestos de extrema bondad o altruismo, rara o ninguna vez, aparezcan en las farmacias, carnicerías, luncherías o ferreterías, sin embargo, es una práctica familiar  o casi exclusiva en los espacios para el consumo de alcohol en los que, también, resulta extraño que un hombre haga llegar un trago a otro hombre, solamente para caer bien o porque sospecha que no tiene cómo pagar o se siente solito.

Ir completamente sola, como hace poco hice, y pedir una cerveza para lidiar con el calor mientras leía en plena barra un libro que recién había comprado, resultó un momento incómodo. Pareciera que al estar en un espacio concebido desde siempre para el público masculino o para mujeres (siempre y cuando se encuentren representadas por estos) debe resultar siempre hacer frente a una amabilidad enmascarada, chocante, e insistente; plagada de lugares comunes y cursilerías en todos sus registros que no distingue clases o grados de instrucción.  Si nos fijamos en la cantidad de víctimas de abuso sexual o acoso en bares, discotecas o cualquier establecimiento que expenda alcohol o, también, en las afueras de estos, pudiera contarse con una de las explicaciones a esos comportamientos que, con honrosas excepciones, no constituyen un gesto genuino y desinteresado, sino al contrario surgen desde un posicionamiento absoluto de poder o desde el mas vago y sexista de los prejuicios.

Dejarse piropear, brindar, abordar o acosar constituye el gravamen por pisar territorio del varón, en el que este ostenta más de un privilegio: tomar una cerveza en paz, pasar inadvertido y, además, pagarla gustosamente.  Esto sin nombrar su respectivo y tácito derecho a perder la consciencia sin temer a ser violado por una o varias mujeres.

A falta de compañía, muchos sospechan de un objetivo ulterior a la concurrencia de una mujer a un bar: «quiere pareja», «no tiene quien ejerza control sobre ella»,  «no tiene pareja»,  «está buscando lo que no se le ha perdido» o, simplemente, “hay que averiguar por qué está «sola», pero, de antemano, jamás resultará extraña la visita de un hombre en solitario. De manera que suela especularse, sin señal alguna que así lo denote, que una mujer en un bar siempre está a la caza de un financista o de una compañía.

Cualquiera dirá que se trata de una enorme exageración de mi parte o de que es una incomodidad propia de una feminista ultrosa, pero solo tomando en cuenta la cantidad de mujeres abusadas en estado de ebriedad o simplemente acosadas en bares, es elemento para sospechar que, detrás de esa gentileza enmascarada, hay una potencial agresión, quizá por parte de quien se cree con derecho de abusar, sobre todo si el alcohol no solo facilita esa tarea, sino que le libera de toda culpa o remordimiento. Mientras más nos alejamos del ideal de víctima, más propensas estamos a ser agredidas o abusadas de cualquier manera; lo que hace distinta la situación, en todo caso, sería el contexto.

 

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La víctima ideal o idealizada es aquella que viene de trabajar para dar de comer a sus hijos y es abordada por un desconocido en un callejón oscuro, o aquella que es agredida en la cocina de su casa o en su habitación, desvalida e indefensa. Jamás aquella que se «aproxima a la zona de peligro voluntariamente» y quizá “hasta lo procura”. La mujer en el bar o en sus afueras es la víctima  perfecta para quienes se creen con el poder LEGÍTIMO de agredir tras el “chanceo”, porque la misma ha condicionado el respeto que ha de procurársele; lo que es igual a decir: “Quien va a ese lugar debe estar consciente que cualquiera le puede faltar el respeto” o profecías muy similares como: “Si no se cubre y anda descotada, después no se queje si la tocan o la violan” o  “Si anda sola, debe saber que corre peligro”. De manera que  el machismo tiene en el prejuicio su endeble anclaje de legitimidad, sus falsas alcabalas, sus simulados permisos.

Creo que es necesario repensar los comportamientos vetustos que siguen hoy cobrando vigencia en los espacios públicos, sobre todo en aquellos en los que nuestro respeto está condicionado, porque no podemos dar por sentado que debamos ser respetadas o no de acuerdo al lugar o las circunstancias en las que elegimos estar. No podemos seguir zanjando el asunto encerrando a las mujeres o responsabilizándolas por la violencia de las que son objeto ni en la vida privada y, muchos menos, en la pública.

Creo que es hora de apostar por la superación del sexismo como elemento transversal y diferenciador en los espacios que  nos son comunes y de los cuales no podemos seguir privándonos en razón del sexo. Siempre  merecemos respeto a nuestra integridad, en el marco de todas las decisiones, incluyendo la de ir solas por una cerveza.

 

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María Alejandra Rendón Infante (Carabobo, 1986) es docente, poeta, ensayista, actriz y promotora cultural. Licenciada en Educación, mención lengua y literatura, egresada de la Universidad de Carabobo, y Magister en Literatura Venezolana egresada de la misma casa de estudios. Forma parte del Frente Revolucionario Artístico Patria o Muerte (Frapom) y es fundadora del Colectivo Literario Letra Franca y de la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela.

PREMIOS

Bienal Nacional de Poesía Orlando Araujo en agosto de 2016 y el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2019 en poesía.

PUBLICACIONES

Sótanos (2005), Otros altares (2007), Aunque no diga lo correcto (2017), Antología sin descanso (2018), Razón doméstica (2018) y En defensa propia (2020).

 

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