Macondo enlutado de mariposas | José Luis Troconis Barazarte

Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez se murió un jueves Y, sin embargo, sigue escribiendo.

No en papel, no en tinta, no en máquina de escribir Olivetti, sino en la humedad de las paredes, en la sal de los manglares, en la memoria de los que aún no han nacido. Porque hay muertos que no se mueren, sino que se desdoblan en adjetivos, en hipérboles, en coronas de mariposas amarillas que no obedecen a la entomología sino a la nostalgia.

Nació en Aracataca, pero en realidad nació en la frase “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”. Fue hijo de un telegrafista, Gabriel Eligio García y de una mujer que soñaba con santos, Luisa Santiaga Márquez Iguarán, pero en verdad fue hijo de la lengua española, que lo parió con dolor y lo amamantó con hipérboles.

 

DEL MISMO AUTOR: EL ETERNO JORGE LUIS BORGES

 

Gabo no escribía novelas: fundaba repúblicas. No narraba: hechizaba. No corregía: exorcizaba. Cada vez que tachaba una palabra, un dictador temblaba en su trono. Cada vez que escribía “olor a almendras amargas”, una mujer o un hombre en algún lugar del mundo decidía no suicidarse.

Fue periodista, pero no de los que preguntan: de los que revelan. Fue cronista, pero no de los que anotan: de los que fundan mitologías. Fue novelista, pero no de los que inventan: de los que recuerdan lo que nunca ocurrió.

Macondo no es un lugar: es una forma de mirar. Es la certeza de que los muertos pueden seguir conversando, de que los trenes traen hielo y desdicha, de que el amor puede durar cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días con sus noches.

Macondo es el espejo donde América Latina se mira y se reconoce: absurda, mágica, sangrienta, invencible.

García Márquez no murió: se volvió tercera persona. Se volvió “el coronel” que espera su pensión, se volvió «la Hojarasca» que se pudre en silencio, “el general en su laberinto”, “el patriarca”. Se volvió Úrsula Iguarán, que vive cien años para contar la historia. Se volvió el rumor de una peste que no era peste sino olvido. Se volvió el viento que arrastra los pergaminos de Melquíades. Se volvió Santiago Nasar, que muere en un crimen anunciado.

Hoy, en esta ciudad que no es Aracataca ni Macondo, sino Valencia, Caracas, Bogotá, Buenos Aires, Ciudad de México, alguien abre un libro suyo y se le mete una mariposa en el pecho. No sabe si es tristeza o alegría. No sabe si es literatura o resurrección.

Pero sabe que es Gabo.

Y eso basta.

 

Nadie sabe con certeza quién escribió aquella carta

Gabriel García Márquez no la firmó, no la escribió, pero la dejó flotando, como una mariposa amarilla, entre las páginas de Cien años de soledad. La nombró apenas, como quien menciona un sueño que no se atreve a recordar del todo. Y fue entonces cuando Antonio Díaz B. Escritor de silencios largos y tinta obediente, sintió que algo se le metía en el cuerpo una madrugada de calor sin viento.

Dicen que no fue él quien la escribió, sino El Gabo mismo, disfrazado de fiebre, que le dictó palabra por palabra desde el otro lado del espejo. Antonio la transcribió con la devoción de un amanuense poseído, y la envió a un concurso sin saber que estaba entregando un fragmento del alma ajena.

Cuando los jurados la leyeron, no supieron si premiar la carta o exorcizarla. Pero todos coincidieron en lo mismo: Esa letra no era de este mundo. Era la mano de García Márquez, sí, pero encarnada en otro cuerpo. Como si el amor, la memoria y la literatura hubieran encontrado una grieta por donde volver…

 

Mariposas amarillas-García Márquez-1

 

Macondo, 2 de noviembre.

Pietro Crespi:

La traición, mi querido Crespi, es el peso de una fatalidad que se arrastra por años, el peor crimen que puede cometerse contra la sustancia misma de un ser vivo. Jugué hasta la última carta marcada del destino por ti; quise brillar con la luz de los arcángeles y me opacó cualquier nubecita gris que pasara silbando por el patio.

Te adulé hasta el hartazgo, pero no entendiste que mi devoción era la única moneda de cambio que poseía mi alma. Quise hacerte sentir como lo mejor que había parido la estirpe humana, pero persistías en creerte poco, un hombre de existencias menudas. Todos los sueños donde te veía con amor, coronado y eterno, se convertían, al despertar en pesadillas.

Un día ella, la otra, triunfó. Solo ella y tu ceguera deliberada lo creyeron. Me volví tan creativa en mi tormento que solo el amor me dio las mañas para evitar que aquella boda se concretara; un amor que sabía a vinagre. Días enteros los odiaba a matar, a ella y a ti, y al siguiente te quería defender hasta de la lluvia ácida y el sol inclemente de las dos de la tarde. Pero persistías, Pietro, persistías con la obstinación de un burro en hacerme invisible, en anular mi sombra. Y yo, en mi ignorancia, no lo podía entender.

Sería una mala venganza, una venganza de poca monta, dejarte caer en las manos de quien hasta desconocía sus propios orígenes. Me ofendía el verte feliz, con una felicidad que no me pertenecía. Las pesadillas pesaban más que mis sueños, y en mis ratos de fiebre solo podía desear tu desdicha. Deseaba que tu cuerpo perdiera el encanto de tus manos de músico. Pero mis sentimientos, tercos y suicidas, corrían a cuidarte y me enterraban viva en la humillación.

¿Cuánto tiempo sin tener vida, queriendo no estar viva? ¿Cuánto tiempo queriendo no mirarte con amor cuando mi dignidad me ordenaba sentir odio? Pero todo se cae, Crespi. El embrujo de tu cítara, ese que abría todas las ventanas de las mujeres del pueblo con solo tres acordes, moriría solo, sin mi intervención. Mi cuerpo, en lugar de desearte con la urgencia del hambre, ahora te repelía, pero mi sed, mi sed de justicia, ya era de odio crudo, sin maneras de cambio, y no se sació con nada.

Cuando llegó aquel cuerpo sin dueño, un hombre con una mentira llena de banalidades, solo ella, que era igual de vacía, se pudo encaprichar. Se creyó ganadora otra vez, se rindió ante él con la misma facilidad con la que se rinde un billete, y se alejó.

Ahora vienes tú, con el calendario deshojado. Este cuerpo se agita, sí, pero de rabia vieja. Creo firmemente que ya no debo hacer nada, salvo esperar un tren diferente, un tren que no vaya a ninguna parte, pero que me deje verte distinto, como un fantasma de la memoria.

Después de tanto desprecio, sin saber dónde estaba parada, llegan tus propuestas, puntuales e inútiles como la muerte. Dices no soportar más esta espera. Pudiera llorar pasiones secretas ante una caricia o una mirada, pero ya es tarde. Volteas como una media sucia mi espacio, que se quedó pequeño ante tanta maldad acumulada. Todos los «sí», que guarde durante tanto tiempo, se convierten en odios reprimidos, no soy yo, soy mucha rabia, que no me deja respirar, cargada de olvidos, vacía de desprecios, quiero llenarme de nuevo, no verte más. 

Y no seas ingenuo, Crespi, ni muerta me casaré contigo.

Amaranta.

 

(Antonio V. Díaz B.)

 

La Condena

Nombrar el fin.
Un siglo de soledad
es un silencio
que no cesa.

El último Aureliano. La espera.
(El miedo a ser,
el miedo a no ser dos veces,
el miedo al cuerpo,
esa jaula).

La cola de cerdo.

La marca.
El castigo.
La infancia perdida
en la memoria de las hormigas.

Un pergamino
que es un espejo vacío.
La palabra final:
Nadie.
Nadie escapa a la palabra.
La tierra se borra.
El viento.

(Y la muerte
otra vez
es un lugar
donde la infancia gime).

Y Macondo enlutado de mariposas

JLuisTroconisB

 

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José Luis Troconis Barazarte 1

José Luis Troconis Barazarte es artista, narrador, docente y sembrador de lenguajes. Licenciado y Magíster en Artes Visuales y Escénicas por Strayer College (Washington D.C.), doctor en Historia del Arte por Bircham International University y la Universidad de Salamanca (España), ha hecho de la interdisciplina su firma y de la cultura su morada.

Fue director de Cultura de la Universidad Arturo Michelena y coordinador cultural de la Alianza Francesa de Valencia. Fundó y dirige CEINFOLEIM, un espacio de creación y formación artística donde enseña siete idiomas, música y literatura creativa. Desde allí impulsa movimientos como Cacao Tekisuto, centrados en el mestizaje simbólico y la maduración lenta del arte.

Ha sido premiado en certámenes de relato breve en España, ganador de la Bienal Internacional de Literatura Vicente Gerbasi (2017) y ha publicado los libros Empáticos y Cartas a la Soledad (2025). Su obra circula en más de 30 antologías digitales. 

Interprete de lengua de señas, diseñador digital, guionista, director coral y fundador de FUNDÁCRO, su travesía creativa se nutre de la danza, el relato, la música y como médico de la sanación. 

 

Escribe como quien borda, con barro en los pies

cielo en la lengua, fuego en la voz,

con oído de calle y pulso de viento. 

Poeta que escucha lo que otros callan 

y traduce silencios en tinta viva.

(Reseña de Antonio V. Díaz B.)

 

Ciudad Valencia / RN