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Si algo caracterizó la vida de nuestros próceres independentistas fue la juventud con la que debieron asumir las relevantes acciones militares que les harían futuros héroes nacionales.

 

Tal es el caso de Antonio José de Sucre, compatriota cumanés nacido un 3 de febrero de 1795, quien será reconocido por siempre como el Gran Mariscal de Ayacucho, gracias a esa decisiva batalla contra los ejércitos españoles, que comandó allá en Perú con apenas 29 años.

 

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Con apenas 29 años, Sucre se constituyó en el mariscal más prestigioso de Hispanoamérica.

Batalla aquella que determinaría el fin del último virreinato ibérico, sellando así la independencia suramericana y sumando esfuerzos hacia esa gran nación (“nuestroamericana” diríamos hoy) que se soñaba como La Gran Colombia.

 

Otro hecho que caracteriza a Sucre es su estrecha amistad, y discipulado, con el Libertador Simón Bolívar, de quien se le juzgaba sucesor directo en las futuras y difíciles acciones administrativas para consolidar la unión de las naciones liberadas de España.

 

 

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El Padre de la Patria, Simón Bolívar, fue un gran visionario al momento de identificar las aptitudes de Sucre y determinar lo importante de asumir su tutela.

Es uno de los mejores oficiales del ejército: reúne los conocimientos profesionales de Soublette, el bondadoso carácter de Briceño, el talento de Santander y la actividad de Salom. Por extraño que parezca no se le conoce ni se sospechan sus aptitudes. Estoy resuelto a sacarlo a la luz, persuadido de que algún día me rivalizará.

De tal manera que lo mejor de esas idiosincrasias, la venezolana, la colombiana, la ecuatoriana, la peruana y la boliviana contribuyeran al nacimiento de una nación pujante, donde sus niños, los blancos, los indígenas y los negros, juntos en las aulas, “aprendieran haciendo”, tal como propugnaba el maestro Simón Rodríguez, hasta consolidar ciudadanos dispuestos al trabajo y sabios administradores de los recursos, así como decididos defensores de la igualdad y de la justicia social.

 

Sabemos, sin embargo, que toda esa unidad, que colmó también los desvelos de Francisco de Miranda, vio a todos sus ideólogos morir sacrificados, bien por la soledad y el abandono, como Bolívar en Santa Marta, como Miranda en La Carraca, o bien por atentados directos a sus vidas, tal como le aconteció al mariscal Sucre allá en Berruecos un 4 de junio de 1830, con apenas 35 años.

 

En su caso era la mitad de la vida, como diría Dante, y por tanto la mitad también de otra muy necesaria obra, cuya carencia tanto hemos sufrido desgraciadamente por caudillismos y dictaduras, es decir, por división tras división.

 

A tal punto que la pretendida independencia alcanzada se convirtiera en verdad en la más burda dependencia de nuevos imperios, aún más saqueadores, aún más crueles, debido a la ignorancia y ambiciones de quienes nos gobernaron desde entonces, tomando el poder para sí y allanándoles el camino a nuestros verdugos foráneos.

 

Como Bolívar, Sucre también procedía de una acaudalada familia de origen español, por tanto, tenía el privilegio de acceder a los conocimientos más refinados de su época, y siendo su padre un militar, pues era natural que el hijo siguiera el mismo camino y fuera escalando posiciones reservadas solo a los de su alcurnia.

 

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Sin embargo, las nuevas ideas que circulaban por el mundo, esas de libertad e igualdad, hicieron que esa joven y talentosa oficialidad criolla, la única que podía en verdad enfrentar de igual a igual a sus preceptores españoles, asumiera el reto de revelarse para, a sangre y fuego, fundar nuevas naciones sobre la base del derecho a decidir un destino propio, sin explotar a nadie, sin someter a ninguna esclavitud y dando luces y moral como primeras necesidades, tal como vocearía Bolívar en aquel visionario Discurso de Angostura de 1819.

 

El mariscal en los ejércitos patriotas

Así fue entonces Sucre asumiendo responsabilidades en los ejércitos patriotas, desde el oriente de lo que hasta entonces había sido la Capitanía General de Venezuela, bajo la tutela de Santiago Mariño en principio, hacia 1813, hasta ponerse a las órdenes, por el resto de su vida, del general Simón Bolívar a partir de 1817.

 

Tales circunstancias lo fueron curtiendo en todos los vericuetos de la administración civil, puesto que le correspondió gobernar por entonces las provincias de Cumaná y Guayana, aparte de ser decisivo su ejercicio militar en la consecución de la necesaria unidad y subordinación a Bolívar de los ejércitos de oriente.

 

De allí en adelante se enrumbaría Sucre con el Libertador hacia el sur del continente, sumando su nombre a los destinos emancipados de la Nueva Granada (Colombia), Ecuador, Perú y Bolivia, vasta geografía donde dos batallas memorables y determinantes lo tienen a él como principal estratega: las batallas de Pichincha (1822) y Ayacucho (1824) habiendo participado asimismo, al mando de Bolívar, en la de Junín (1824).

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Hasta el año 2000 estuvo en vigencia el sucre en Ecuador, cuando fue sustituido por el dólar, otro signo del neocolonialismo.

 

Tanto su gesta militar como su labor administrativa lo han hecho Padre de la Patria en Ecuador y en Bolivia (república esta última fundada en el Alto Perú en homenaje a Bolívar y de la cual fue su segundo presidente), y hasta la moneda ecuatoriana llevó su nombre hasta el año 2000, cuando fue reemplazada por el dólar norteamericano (otro signo del neocolonialismo).

 

Con apenas 35 años de vida tales son los alcances de su obra, y con su muerte, como con la de Bolívar y tantos otros próceres, perdimos a otro defensor de la unidad de las nacientes repúblicas hispanoamericanas; es cierto que no fue fácil su gestión en Bolivia por erradicar las mezquindades de la mantuanidad y librarse de sus presiones, como no lo fueron tampoco en Colombia ni en Venezuela.

 

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Asesinar a Sucre era prioritario para los enemigos de la unidad que requería la consolidación de la Gran Colombia.

 

Así que se imponía entonces otra lucha para esos héroes, una aún más ardua, contra la división y los intereses particulares y de clase, por eso pagó Sucre con su vida, no convenían su tozudez, su insistencia, sus ideales ni arriesgarse a la posibilidad de que madurara y superara incluso a Bolívar, en mando e influencia, en pro de esos sueños de una patria inmensa, laboriosa y justa: La Gran Colombia.

 

Ciudad VLC/Ramón Núñez

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