En estos tiempos se impone la noción de que, si no subes fotos a las redes, no haces, no existes. Quién va a creer que algo pasó en estos tiempos de cámaras ebrigüer, sin selfie que lo avale. Hacer es tomarse la foto. Hacer bien es tomarse buenas fotos.
La lógica de las redes sociales termina transformando la realidad. Ahora a uno le sirven un plato delicioso, y en lugar de entrarle con el tenedor, la gente saca el teléfono, le toma una foto en uno, dos, tres ángulos distintos, la sube, le pone unos stickers, una musiquita, una explicación que produzca cierta envidia al que la lea, y la publica; mientras, el plato se marchita entre clics, flashes y likes.
Lo mismo pasa con el trabajo político. Algunos compañeros parecieran creer que lo importante del trabajo es que sea fotogénico, más allá de que haya sido efectivo o real.
Supe de una reunión interrumpida por un director siempre ausente, que entró en la mitad de la junta con su equipo de medios, se sentó, puso su mejor cara de «tengo un aporte interesante», clic, clic, clic, más un video corto y chao.
Varias horas después, en Instagram, imágenes magníficas con un texto que contaba a los incautos sobre un día de arduo trabajo a favor de la revolución, el futuro de la Patria, #LealesSiempre, #TraidoresNunca, #ForeverSelfie…
No todos los selfies son tan descarados, claro. Otros sí cuentan del trabajo hecho, pero con un problema en el enfoque documental: sopotocientos funcionarios publicando fotos de sus caras para contar que hubo una jornada con el #PoderPopular en tal y tal comunidad.
Y el funcionario aquí con una brocha pintando un muro, allá con una escoba, más allá con una retro excavadora, con una bandera, con una olla, con un chivo, con un pescado, con… Así esta revolución, cuyo protagonista principalísimo es el pueblo, al pasar por los filtros de las redes, termina siendo protagonizada por funcionarios que, a punta de verse en la pantalla, se empiezan a creer importantísimos… arrechísimos… «La Revolución soy yo».
Una epidemia de protagonismo usurpado donde cualquier Fulano o Fulana con camisa bordada con su nombre y cargo, se mete, por ejemplo, en una elección de consejo comunal y resulta que la noticia no es sobre la elección misma, sino de la asistencia del Fulano, y foto, y foto, y foto ahí «junto al Poder Popular»… Junto no, delante, arriba, lejos…
Desatada, sin frenos y en bajada, esta tendencia ha producido obras maestras de la ridiculez, como las fotos para celebrar el día del niño con primer plano del funcionario ególatra sosteniendo un juguete que entregará a los homenajeaditos que no aparecen en la foto.
O la de la imagen de Fulano con camisa tricolor deseándose a sí mismo un Feliz Cumpleaños y «agradeciéndole a la vida esta nueva vuelta al sol para seguir aportando a esta Revolución».
Y la clásica celebración de algún santo, donde la foto de la estampita no es del santo celebrado sino del Funcionario que quiere hasta hacer milagros. O la de un acto del Día de la Mujer dondep el orador principal fue Fulano, todo hombre, todo peludo, que no sabe, ni quiere aflojar.
Ni hablar de las publicaciones donde posan con gestos compungidos, sobreactuando bondad mientras entregan sillas de rueda, o ayudas médicas a pacientes necesitados, irrespetando su dignidad, y como si apoyar a la gente fuera cosa suya y no una política del gobierno chavista. Y, por cierto, hablando de caudillismo, por sus redes muere el pez.
Y no estoy diciendo que debemos dejar de salir en las redes, o en cualquier otro medio donde queramos comunicar. Claro que debemos, pero creo que hay voltear más la cámara hacia el frente, hacia la gente que construye con nosotros, hacia los compañeros, hacia las miles de historias que no contamos por ese impulso necio de atravesar siempre la cara y fotografiar nuestra nariz.
Cuando sea dictadora, voy a prohibir los selfies.
Carola Chávez