Biógrafos de José Gregorio Hernández (1) se refiere a la biografía que escribió el sacerdote Manuel Díaz Álvarez.

El médico de los pobres Dr. José Gregorio Hernández (1988, 2001) de Manuel Díaz Álvarez.

El libro del Presbítero Manuel Díaz Álvarez se inicia con una dedicatoria en página par a su mentor, el Padre Prudencio Baños, para entonces párroco de Isnotú, localidad natal del Beato José Gregorio Hernández y enclave del Santuario y el emprendimiento turístico-religioso a su alrededor.

Más que mercado periférico de la Fe, Isnotú constata el cariz mestizo muy venezolano del culto a este santo indiscutible por obra y gracia de la devoción popular. A tal respecto, el discurso procura identificarse con este sentir de a pie [para más tarde contradecirse abiertamente]:

“Queremos aclarar que, si en alguna parte del libro aplicamos el calificativo de ‘santo’ al Dr. Hernández, no lo hacemos tergiversando las reglas de la Iglesia, sino con el fin de condescender con el sentir popular que entiende por tal, no sólo a quienes han sido canonizados, sino también a quienes en su vida se mostraron ejemplares” (Díaz Álvarez, 2001, p. 6).

 

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La condescendencia con el espíritu popular, estaría condicionada entonces por la vertical institucionalidad católica en la retícula de sus instancias y jerarquías. Hay que prevenir y evitar que el culto desborde las fronteras religiosas, sociopolíticas y culturales.

El autor, como representante conspicuo del catolicismo romano, propone al biografiado en tanto paradigma de vida religiosa en Cristo, por supuesto, de tipo seglar. Lo cual se aproxima a la concepción y praxis del Opus Dei: “Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo” (José María Escrivá de Balaguer).

Censura el consumismo religioso y el fanatismo centrado en un santo preferido, a propósito de una polémica a raíz de la publicación de una biografía del médico de los pobres firmada por el profesor Pedro Avendaño.

Sin reseñar esta fuente documental y propuesta biográfica alternativa, Díaz Álvarez la cita para deslegitimarla en un canon posible sobre José Gregorio Hernández. Ni siquiera vale como denuncia al mercantilismo y la alienación de tipo religioso [formal o informal] que enceguece al espectro social.

Se infiere que la crítica del presbítero se dirige al providencialismo popular y no al que la jerarquía burocrática eclesiástica e histórica ha propiciado desde tiempos de Constantino como política hegemónica de Estado.

 

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Aplicando la técnica de la entrevista o cuestionario no estructurado [pero sí intervenido], el autor le otorga más preponderancia a infligir al universo de entrevistados la culpabilidad pecaminosa inducida [de por sí artificiosa], que a sondear la índole y la particularidad de la captación y la lectura del pro-hombre biografiado.

Que se sepa, un jovencísimo José Gregorio no escarneció con verbo apostólico moralista a la dama de compañía Madame Chatton en el prostíbulo, sino que la sedujo oyendo y comentando con mansedumbre sus cuitas y tribulaciones, ello en el amor místico por la Otra.

“Los que así opinaron [entre descreídos y vituperadores] representan a los seres humanos que viven amargados y llenos de prejuicios. Tal vez ellos no tengan toda la culpa. Nuestra civilización nos ha conducido lejos de Dios y, por lo mismo, muy cerca de las tinieblas y del error” (Díaz Álvarez, 2001, p. 25).

 

Es el síntoma de la intolerancia religiosa que reconviene y castiga al que piensa [y vive] distinto, sin importar que sea o no miembro activo de la propia iglesia. Abundan los casos o asuntos internos como los de Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Tomás Moro, el venezolano Salvador Montes de Oca y el teólogo brasileño de la Liberación Leonardo Boff.

La plantilla burocrática, dentro o fuera del ámbito religioso, es implacable a tal respecto. Si bien el pecado es una categoría viva del cristianismo, la inducción artificial y envilecedora de la culpabilidad no es bíblica ni legítima, pues se erige como la antípoda más perjudicial del Amor al Prójimo.

 

 

Simplemente es un venenoso catalizador preponderante del malestar y la sumisión de la sociedad y de la comunidad cristiana.

El discurso biográfico edificante que pondera esta vida ejemplar a seguir, no obstante su oralidad e informalidad que busca vincularse a lo popular, deviene en la manipulación religiosa del lector, claro está, afincada en la imposición de un Poder fáctico o Voz autorizada.

El libro está dirigido desde y hacia la clase media alta profesional, ese estamento social equívoco que inventaron y configuraron los tratadistas funcionalistas. Muy a pesar de la diversidad de sus voces [discurso coloquial, ensayístico, exegético y sociológico], Díaz Álvarez pontifica moralmente en vez de dialogar; descalifica en vez de mancomunar y enriquecer la discusión intelectual; y esteriliza cualquier posibilidad de episteme liberadora reparando cualquier brecha en la alambrada de púas que escinde a unos respecto a otros.

“Lamento que la devoción popular le mire más en su aspecto ‘milagrero’ que en su vida ejemplar” (p. 28). El milagro solicitado y por recibir, para bien o para mal, es una contraprestación posible de la vida digna que no halla el humilde en otra parte, llámese casa curial u oficina del Estado.

Como decía Juan Rulfo de su amigo Carlos Fuentes, entre escritores nos veamos, resulta fácil y confortable pontificar contra la miseria de las mayorías desde un apartamento de lujo ubicado en las alturas de Manhattan.

 

 

Al contrario que el Doctor Natalio Domínguez Rivera, en la biografía se desdibuja el contexto histórico en que le tocó al eminente médico, académico y militante católico José Gregorio Hernández vivir su compromiso religioso seglar.

La figura mesiánica de Juan Vicente Gómez, con la cual simpatizaba el Beato, es de una ausencia asombrosa. La imprecisión o solapado silencio histórico [en tanto captación del siglo de parte del biógrafo y el biografiado], se traslada a la omisión de las referencias bibliográficas, empero utilizarlas en el arte equívoco de la cita.

“Uno de sus biógrafos escribía [¿quién?] …” No sabemos por qué nos parece este ejercicio una lacónica paráfrasis comentada de la biografía del Doctor Domínguez, eso sí, sin reconocer la paternidad ni asumir el parricidio.

El estilo coloquial e inmediato, si se quiere consolidar una biografía de raza, no puede prescindir de rigor histórico, técnico y metodológico. No importa que la interpretación sea ortodoxa, apologética o irreverente.

Sorprende que este libro publicado el año 1974, se empecine en ver el mundo con una óptica institucional, escolástica y tradicional [tan sólo faltarían los latinazos ininteligibles], como si se obviara olímpicamente a Teilhard de Chardin, Juan XXIII, el Concilio Vaticano II, los de Puebla y Medellín, como hitos significativos del cambio dentro de la Iglesia Católica.

No pareciera una estrategia para justificar al biografiado, sino por el contrario la justificación religiosa, ideológica e incluso estética del mismo biógrafo. Por ejemplo, la supremacía racial del caucásico europeo o norteamericano respecto al mestizaje latinoamericano:

“Le obligó [a José Gregorio Hernández] a combatir la flojera, vicio congénito de los habitantes del trópico. Y la inconstancia que echa por tierra tantos proyectos de mejora y reforma” (p. 119).

 

 

Acaso la omisión del capítulo del suicidio de Rafael Rangel, no sólo sea producto de la confortabilidad de lo políticamente correcto, sino de un prurito latente supremacista y racista. Quién quita.

El púlpito ensoñador piadoso del presbítero Manuel Díaz Álvarez, bajo el reacomodo y maquillaje del Beato José Gregorio Hernández, el personaje histórico, el científico, el modelo de vida cristiana, convertido luego en aval de convicciones y prejuicios políticos, no puede ocultar tras bastidores la contradicción esencial entre la ortodoxia católica ultramontana y la devoción popular de curioso encanto sincrético.

 

José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC