“Poesía de lugar (III)” por Arnaldo Jiménez

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Poesía del lugar y poesía del lenguaje

Una especie de vacuidad se ha apoderado del lenguaje poético y la poesía ha comenzado a doblarse sobre sí como una serpiente que se muerde la cola. No se trata de la herencia romántica de poematizar al poema y al poeta, se trata de poematizar al lenguaje, que el lenguaje sea lo expresado. Los poetas, queriendo huir del sentido megalómano del romanticismo, han arribado a la destrucción de la percepción poética como médula del oficio. A este reinado del significante han contribuido corrientes teóricas como la lingüística estructural, el psicoanálisis lacaniano y el formalismo ruso, así como también, y es lo más peligroso, los propios poetas, quienes utilizan a los poemas como escenarios críticos en los que exponen sus reflexiones sobre la manera de cómo ellos lo entienden, lo hacen funcionar o cómo creen que deberían ser las relaciones del lenguaje con sus referentes, y con algo más intangible aún, con los no-lugares.

Es justo señalar también que esta poesía, que pretende superar la representación y la expresión, representa y expresa el deterioro del alma humana, la pobreza del espíritu creativo inducida por un tiempo de crisis múltiple. Con ello la poesía se ha tornado demasiado moderna, ya que la tradición de la crítica que invadía casi todos los recovecos del arte, la literatura, la ciencia y la filosofía, no había contaminado a la poesía que se mantenía trasgrediendo a la modernidad (Octavio Paz); es decir, que la poesía se erige como crítica del lenguaje. Pero esta crítica es la que debería ser alusiva, no metaforizada en el poema, sino indirecta, dibujada, tomada por otros atajos y otros sesgos, por no decir otros géneros. El poema debería encargarse de devolver la vitalidad que las palabras han perdido, esto no se logra, pensamos, inventando un lenguaje, desconociendo sus límites, sino profundizando sus vínculos con lo externo, sus relaciones con el misterio de los lugares.

Si al escribir poemas solo tomamos en cuenta la sonoridad de las palabras, la experimentación, y ellas, las palabras, fluyen sin que tengan ninguna resonancia con lo externo, ninguna implicación con la vida, con los afectos, los anhelos…, entonces estaremos escribiendo un poema de lenguaje. Un lenguaje carente de espíritu, precisamente aquello que faculta para explorar las realidades e internarse en sus correspondencias y armonías y tender puentes comunicativos con otras almas que quieren y desean estas lecturas, o sea, con los lectores.

Metaforizar por el simple juego que le permite al lenguaje decorarse a sí mismo, seguir persiguiendo los modelos europeos, pero enmascarados con sustancias autóctonas, algunos ritos, la vida convulsionada de las urbes, son manifestaciones de un yo personal, buscador de posturas exitosas, disfrazado de poético a través de efectismos hermosos e imitaciones del mirar foráneo.

Esta imitación ha constituido una tradición en Hispanoamérica, pero también ha existido una tradición de la independencia con respecto a los movimientos literarios euro-norteamericanos, la tendencia ha sido la de asimilar el producto y la de elaborar a partir de él otros productos con rasgos propios, este proceso, que irriga otras manifestaciones culturales, se podría llamar “mestizaje literario hispanoamericano” similar al mestizaje lingüístico mencionado por Ángel Rosemblat. Así ocurrió con el Runrunismo en Chile, el Manifiesto postumista en República Dominicana y, entre nosotros, la publicación del manifiesto Somos en la revista Válvula en cuyo único número la llamada generación del 28 dejó plasmada su voluntad de independizarse de los movimientos literarios europeos.

No hay continuidad entre lenguaje puro y lugar, por más que mencione cosas que sabemos están presentes en la realidad. El lenguaje es infección, barro, impureza, sujeto preñado de objeto. El poeta utiliza una “materia” exageradamente común e intangible, la palabra. Los poemas contienen las mismas palabras que utilizamos a diario para comunicarnos; pero estas palabras están ordenadas de manera diferente, no tienen como objetivo principal un acto de comunicación, sino, como dice Celso Medina, de expresión. ¿Qué expresa? Creemos que un vínculo entre el ser humano y su lugar.

Al mencionar al yo personal y al yo poético entramos a navegar aguas más turbulentas. Por eso nos iremos por otro derrotero, el de las características de la poesía de lugar: la pasión por lo concreto y la humanización. Estas características nos servirán de balsa para ir tocando las diferencias entre el yo personal, que igualamos a sujeto, y el yo poético. Vayamos en pro.

 

La pasión por lo concreto y la humanización

Por concreto no entendemos solamente la tendencia a economizar los recursos del lenguaje y la cantidad de palabras contenidas en los poemas, tampoco aquella tendencia de la poesía a nombrar lo concreto (poema-objeto) por oposición a la poesía subjetiva; lo entendemos como una imposibilidad de ligar el quehacer poético a una pretendida identidad nacional. Que un poeta universalice a un sitio, como ocurre en el caso de Ramón Palomares con Escuque, no es una meta del poeta, sino una función de los críticos y de los lectores.

Un sitio se vuelve un lugar porque es corporizado, porque el poeta lo trata como el movimiento cambiante de su cuerpo en otros cuerpos. Sería erróneo afirmar que ello conforma una nacionalidad o la definición de una poesía propiamente venezolana. Todavía resultaría una abstracción vincular la identidad con el sitio a una identidad planetaria como lo hace Edgar Morín en “Tierra Patria”; aunque esta apropiación por lo externo sea necesaria para tratar al planeta con ternura y apostar por su conservación en el curso del misterio del universo y de la vida humana.

En el año 1993, el narrador José Balza publicó en una revista titulada Tierra Adentro, unos aforismos relativos a la novela: “La novela como el mundo” los tituló, entre esos aforismos hay uno revelador en cuanto a la imposibilidad de que lo abstracto pueda ser vivido como tal, el hombre necesita volverlo manejable, narrable, necesita tocarlo, verse; dice Balza: “El mundo únicamente puede ser vivido como lugar. De allí la intensidad con que recibimos su presencia: un sitio nuevo nos estrena, un lugar conocido nos convierte en coherencia y comparación. No resultaría equivocado asumir que el secreto de nuestra alma es guardado por lo exterior. Pensar en los sitios amados u odiados: reconocerse”. Pero la pasión por lo concreto refiere a algo más. Lo concreto nos va a llevar a la interiorización del espacio externo, lo que algunos denominan paisaje íntimo, y nos va a alejar de la descripción ajena, separada. Nos va a conducir al doble movimiento que va del poeta al lugar y de éste a aquél.

La poesía de lugar no alude a un cantarle al sitio porque este haya resistido y conformado nuestras vidas, aunque ello sea de primerísima importancia, no solamente por eso, pues es fundamental que tal vida haya desplegado los vínculos afectivos, las impresiones y las experiencias necesarias para que la necesidad del canto surja. Es preciso que, al verbalizar a un lugar, las cosas del mundo de vida no pierdan la cualidad de ser parte de la experiencia poética. En Luis Alberto Crespo, por ejemplo, es esa experiencia la que recorre su poética: No me agarres más la cabeza / que se suelte /que se le caigan sus cosas / sus bojotes / que bote esos nombres, esos pedazos / Tíralas lejos, lejos / donde no la vean, donde nadie sepa lo que se vuelve / una cara / con los corotos de Carora salidos. (Crespo. A. Luis, 1977, p. 154).

Una conciencia sentida, llena de partes del lugar, del significado afectivo de los nombres del sitio. Si nos fijamos bien, veremos que el poema alude a algo más, expresa una tensión: la persona a quien va dirigido el poema es diferente al yo poético que lo escribió, pero no está separado de este, es otra forma de percepción no orientada por la racionalidad cartesiana que afirma que lo externo está realmente separado de nosotros. En el poema están presentes el yo que hemos denominado personal o sujeto, y el yo poético, quien nunca se circunscribe a un cuerpo sin lugar, sin cosas, sin otros nombres. No queremos que se nos confunda con el doble que Jorge Luis Borges tanto utilizó en su obra, para este autor, el escritor era una máscara, un personaje ficticio que se relacionaba con su yo, el cual salía destruido de la relación pues también está constituido de ilusión, de imaginación. Para nosotros el yo personal y el poético existen fuera de la obra misma, forcejean en la realidad socio cultural e histórica, establecen cruentas luchas de usurpaciones y de falsas humildades y vanidades, en muchos poemas se recogen esas tensiones, se puede palpar que el sujeto se entromete de alguna manera, queda como escucha de lo moral que está en juego, como oído tácito de las reglas sociales, de la mirada del vecino que vigila; alguien que está próximo a emitir un juicio.

Toda poesía nombra al espacio, a lo que la llena, a lo que sucede en él. El poeta, desmembrándose en ese espacio, crea sus lugares. Lo interesante es que ese algo nombrado no muera por abuso en las metáforas o en la utilización de las imágenes o en la adjetivación enajenante, para que así los lugares concretos de la experiencia sean lugares poéticos en el poema. Si el poeta inventa el espacio, imagina experiencias, si nombra cosas con las que no tiene una relación de belleza, es decir, de conquista de su ser, la poesía que resulta es una abstracción. La poesía de lenguaje es un resultado, una consecuencia, no existe previamente, sino a posteriori. La poesía de lenguaje tiende a ocultar la vida.

Lo peculiar en la poesía de lugar es que el ser, aun afirmándose explícitamente, es una destrucción por y en el lugar. Palomares también expresa la tensión entre el yo personal y el yo poético, esta tensión, es bueno aclararlo, no es una característica de la poesía de lugar, sino un contenido en algunos poemas de lugares (también están presentes en los poemas que hemos llamado de lenguaje, pero en estos es demasiado evidente el triunfo de la máscara sujeto, el triunfo de una postura que quiere impresionar utilizando el decorado puro de los significantes). En el poema El Patiecito, el yo personal se hace presente cuando se afirma el incumplimiento del deseo del padre (entonces / no fuiste lo que soñé) también en el hecho de que el padre es doctor mientras que el hijo es solo un hombre que limpia un patio. Pudiéramos decir que desyerbar el patio y escribir son actos de afirmación del ser, así se lo hace saber el poeta a su padre: “soy escribiente, padre, escribiente”.

Otro ejemplo lo tenemos en el poemario de Adhely Rivero Los poemas del viejo (2002), en él las implicaciones entre el yo poético y el sujeto son tales que los poemas se ofrecen como confesiones que se cuentan uno a otro. El poeta ha usado el habla del padre, pero en ambos es el lugar el que se dice, el punto de unión entre los dos, el lugar los conjuga: …A dónde va uno después de tanto llano/ animales de día y de noche/ Si me ponen a pedir un deseo/voy a pedir que me dejen en lo mío/ Allí es donde puedo estar bien.  La unión de las dos voces nos permite afirmar que comparten el mismo deseo.

Lo antes dicho nos ha ido arrimando a lo que sería la segunda característica de la poesía de lugar, la humanización. No se trata del traslado de las cualidades humanas a las cosas o los lugares, la animación mágica e infantil como la fabulación en Palomares, se trata del crecimiento hacia lo externo, del acicalamiento del alma que no es una entelequia, sino una relación empírica de pertenencia y de conquista de nuestro propio ser, pero fuera de él mismo.

Llamamos yo poético a la salida a través de la percepción y del ejercicio poemático, del molde del yo personal, y esto en dos acepciones: primero, y valga redundar en ello, por la percepción poética con la que aquel límite se trata de romper y la doble continuidad entre lo interno y lo externo pueda tener lugar (la base de la percepción poética es la inexistencia de fronteras para el cuerpo) y segundo, por el dominio del lenguaje, que este diga el núcleo de lo vivido, y no que patine sobre sí mismo.

Ese proceso de cambios, mutaciones, rupturas y amoldamientos, esa tensión que explora lo externo en lo que tiene y no tiene de lenguaje, diciendo la particular relación entre los poetas y los lugares, es lo que denominamos humanización.

 

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La humanización procede por deformación del cuerpo, paradójicamente, por deshumanización. Dice Pérez Só: mi tierra / tiene mi forma / soy mi cuarto / mi cobija. (Reclamo, 1992, p. 83). ¿Qué hay en este poema de nacional? En apariencia, nada. Las implicaciones que transforman lo subjetivo en una forma de acercarse a lo colectivo, no nos interesa en este momento, nuestro interés está centrado en ver cómo la experiencia del poeta le concede una gravedad a su cuerpo en un lugar determinado, un lugar que él ha conquistado con todo su ser; por tanto, estamos hablando de una experiencia intrínsecamente subjetiva.  Y entonces, ¿qué es lo que busca el poeta? De ningún modo una identidad con un espacio abstracto, ni siquiera podemos estar seguros que su relación con su cuarto y su cobija se pueda reducir al término identidad manejado comúnmente, a pesar de que utilice el verbo ser. Pienso que el poeta busca trazar un territorio para en él forjar su individualidad. Adhely Rivero lo expresa con estas palabras más allá de toda duda: se cae el ombligo/ y lo entierran/ Me plantan cara al camino/el altar se va en humo/este suelo me da pie/vengo a vivir la tierra/Un orden en el tiempo/trae la morada. (En sol de sed, 1990, p.15). Esta es una verdad subjetiva, una identidad entre lugar y poeta donde la adecuación es doble; el lugar vive en la palabra poética, y la palabra poética es en primer término, individual e individualizadora y, por tanto, posee la marca del lugar en tanto es parte del poeta que la escribió. El ser se conjuga con un hacer estando.

 

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Arnaldo Jiménez nació en La Guaira en 1963 y reside en Puerto Cabello desde 1973. Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo (UC). Maestro de aula desde el 1991. Actualmente, es miembro del equipo de redacción de la Revista Internacional de Poesía y Teoría Poética: “Poesía” del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, así como de la revista de narrativa Zona Tórrida de la UC.

Entre otros reconocimientos ha recibido el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos Fantasmas y Aparecidos Clásicos de la Llanura (2002), Premio Nacional de las Artes Mayores (2005), Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt (2012), Premio Nacional de Poesía Stefania Mosca (2013), Premio Nacional de Poesía Bienal Vicente Gerbasi, (2014), Premio Nacional de Poesía Rafael Zárraga (2015).

Ha publicado:

En poesía: Zumos (2002). Tramos de lluvia (2007). Caballo de escoba (2011). Salitre (2013). Álbum de mar (2014). Resurrecciones (2015). Truenan alcanfores (2016). Ráfagas de espejos (2016). El color del sol dentro del agua (2021). El gato y la madeja (2021). Álbum de mar (2da edición, 2021. Ensayo y aforismo: La raíz en las ramas (2007). La honda superficie de los espejos (2007). Breve tratado sobre las linternas (2016). Cáliz de intemperie (2009) Trazos y Borrones (2012).

En narrativa: Chismarangá (2005) El nombre del frío, ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). Orejada (2012). El silencio del mar (2012). El viento y los vasos (2012). La roza de los tiempos (2012). El muñequito aislado y otros cuentos, con ilustraciones de Deisa Tremarias (2015). Clavos y duendes (2016). Maletín de pequeños objetos (Colombia, 2019). La rana y el espejo (Perú. 2020). El Ruido y otros cuentos de misterio (2021). El libro de los volcanes (2021). 20 Juguetes para Emma (2021). Un circo para Sarah (2021). El viento y los vasos (2da edición, 2021). Vuelta en Retorno (Novela, 2021).

(Tomado de eldienteroto.org)

 

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