Laura Antillano-uniforme número seis

Nada más. Ni una línea escrita, ni una nota para la tintorería, ni un ticket del cine, ni una servilleta arrugada y menos aún una libreta de direcciones. El resto del escritorio es una superficie perfectamente limpia.

Revisé las gavetas adicionales anoche mismo, otra desilusión: un calzador de zapatos, trenzas de repuesto para las «gomas» de jugar en el campo. Nada. Ningún indicio de la vida que llevaba.

Voy al baño, ya deben estar esperándome. Entro a la ducha y se me ocurre que él debía colocarse exactamente en este mosaico bajo la regadera cuando se duchaba, me enjabono con lentitud. ¿Tendría amigos? Esa muchacha de la fotografía debía significar algo especial para él, para haberla colocado allí junto a la nuestra. ¿Cómo saberlo?

Desde la ventana del baño puedo escuchar cierta algarabía en la calle; es natural, los buhoneros rezan desesperados su mercancía, venden vírgenes marías, san joseses, niños jesuses, pastores, ovejas, casitas de cartón, espejos mínimos para simular pozos de agua, palmeras metálicas, pesebres, incienso, escarcha para la estrella, para las nubes de los cielos dibujados. Pero el que no armó su pesebre hoy ya no lo hará, esta noche nacerá el niño. Hay que venderlo todo pues, rematar a precio de gallina flaca.

 

Laura Antillano-Uniforme número seis

Terminada la ducha, seco mi cuerpo con frotes fuertes de la toalla, así lo hacía él, seguramente. Abro el gabinete del espejo: algodón, crema de afeitar, afeitadoras desechables, dos, tres, una brochita de las viejas, para regar la espuma en la cara, «jeanmarífarina» (ya no se usa, qué extraño), y… Valium de quince miligramos, ¿para qué? ¿Cuándo?

 

Agarro el frasco y voy a sentarme a la cama con la toalla sobre los hombros, ¿cuándo aprendería a tomar estas cosas? Mi memoria atraviesa décadas, y estamos en la Navidad de sus ¿dieciséis, diecisiete? Un pantalón de dril gris, reformado de uno que perteneciera a su abuelo. La camisa es de mangas largas, rosado suave, con líneas apenas perceptibles. Sonríe, en la cocina están sus compañeros de liceo, Jacinto Pata e loro, Ochoíta y la Cecilia. Él destapa la botella de ron, quiere hacerlo con naturalidad, como si hubiera destapado muchas en su vida, como si hubiera tomado muchas en su vida. Cecilia le tiene los ojos clavados, lo desnuda con la mirada, Pata e loro hace un chiste y las carcajadas estallan, sale el vapor de la olla gigantesca, huele a hierbas, a carne cocida, a hallaca, a sudor adolescente, a vino Sagrada Familia, a pólvora, a luz de bengala; una línea de miradas se cruza secretamente entre Cecilita y él, está en el aire, el ron es para darse el coraje; dentro de unas horas su cabeza y sus ojos y después sus piernas, su torso, su cadera, todo será libre al son de los vuelos de su corazón seducido; debía pensar: de los corazones de ambos, pero siempre tuve la sensación de que el de las entregas totales era él, o al menos eso me hizo creer a lo largo de todos estos años.

Termino de vestirme, paso a recoger sus pertenencias, todo entra en el pequeño maletín que traje, la maleta llevará exclusivamente los uniformes.

Dejo todo preparado y bajo a la recepción. La señorita encargada me sonríe con condescendencia, asume mi papel de circunstancias. El entrenador y el apoderado del club me acompañan en el automóvil, nos miramos y conducimos silenciosamente; pienso en el tiempo que pasó él al lado de estos hombres, diecinueve años de su vida, más de lo que yo lo tuve cerca, y ellos no saben más de él por eso (o acaso prefiero pensar que soy yo quien le conocía, para consolarme) mil preguntas me acosan, pero no las pronuncio, las dejo dialogar en mi imaginación.

Atravesamos el Paseo, a lado y lado de la avenida el griterío de los buhoneros y el colorido del movimiento me recuerda la cercanía de las fiestas nocturnas, a las doce el nacimiento del niño, el Mesías, como dicen los aguinaldos, como rezan los salmos, el Hijo del Señor. Lo veo todo como una película, como una escena de televisión.

De nuevo mi memoria juega a llevarme a otros espacios, Nueva York, 1972, ¿quién pensaría que alguna vez íbamos a tener una Navidad «gringa», con nieve, árboles de Navidad insólitamente abigarrados, pavo relleno, nueces, especies, villancicos en lengua desconocida?, allí estábamos, contemplando el mundo desde un balcón ajeno a nuestro sol, la cadencia de esta lengua almibarada. Él había sido contratado para la Serie Mundial, meses sin vernos y de pronto un boleto de avión, algunas fotografías a color, una desconocida a su lado, dos niños. No había contado nada, nunca lo hacía, ni cuando era niño; me acostumbré a sus silencios, su intimidad era un derecho inviolable, a lo mejor yo le enseñé a ello sin proponérmelo.

Me recibió envuelto en abrigos de género grueso y elegante, los guantes y la bufanda lo hacían parecer un retrato de alguien desconocido, un maniquí de revista extranjera; el abrazo, las frases en castellano, me sacaron del sopor inseguro de los trámites del aeropuerto. Fueron unos días difíciles para mí, creo que para ambos, lo sentía distante escuchándole hablar en otra lengua, besar esa esposa rubia, mecer sobre sus piernas aquellos niños que más parecían extraños que sus propios hijos. Tomamos champaña en el balcón, un muñeco de gigantescas dimensiones, trajeado de San Nicolás en la síntesis de las líneas del plástico acorazado, nos recordaba la fecha que celebrábamos: volvía a ser él cuando estábamos solos y yo podía reconocer esa sonrisa tan suya, esa mirada de calor estallante.

Pasaron varios años para volver a saber de él por su propia voz, sin embargo podía localizarlo en la imagen de los periódicos, supe así del divorcio, el escándalo, el final de su contrato y años después lo ubiqué en este club de una ciudad de provincia, haciendo una labor didáctica, y reencontrándose con algunos de sus camaradas adolescentes de otra época más feliz.

Ahora estamos en el club, Jacinto ha tomado las llaves del locker para retirar las pertenencias, los demás observamos, así van saliendo y los recibe: Un uniforme (el número seis, el que usó durante los últimos diecinueve años), un par de zapatos de juego, cuatro bates marca Louisville, tres mascotines de inicialista y una estampa de la Virgen de la Divina Pastora.

Recojo todo, no puedo evitar una lágrima que se escapa por detrás de mis lentes oscuros.

Regreso al hotel, a su misma habitación. Mientras guardo las nuevas pertenencias, me adormece un sonido de regaderas abiertas, alguien entona una guitarra en otro cuarto, y alguien recuerda un tango desde el eco de su ducha: «En la doliente sombra de mi cuarto / pero no hay nadie / no viene…».

 

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Duermo, el cansancio me vence. Al despertar son las seis de la tarde, observo que he sido diligente en el ordenamiento del equipaje, las maletas me miran desde el piso.

Recuerdo el entierro, ayer; el estadio universitario estaba abarrotado de gente, y yo lo imaginaba en el rostro de cada uno de sus compañeros de equipo. Todos de pie cantaron el himno nacional, creo que estaba como dormida o no podía acostumbrarme a que él ya no estaba. Solo hoy tomo conciencia de lo que ocurrió, y un destello de felicidad melancólica me embarga. Él hubiera sido feliz de saberse despedido de esa manera.

Alguien toca a la puerta de la habitación. Abro.

Es un niño. Me sobresalta verle, tiene unos ocho años y lleva puesto un uniforme de jugador de pelota. Acaso es mi hijo que viene a recordarme con más ahínco su historia; en segundos me recupera la presencia de un adulto a su espalda, distingo a Jacinto.

—Señora Clemencia, este es mi hijo… veníamos a invitarla, si no se ofende, o si no la molestamos, ¿le gustaría pasar la noche de Navidad con nosotros?

Por un instante dudo. Pero, ¿por qué no?, ese niño podrá hacerme recuperar por unas horas al que tuve hace cuarenta y cinco años. Respiro, miro la luz de la ventana, los fuegos artificiales están comenzando a dejar al descubierto los hilos luminosos de la noche.

—Sí, hijo, gracias, iré con ustedes.

Voy al pasillo y frente al espejo del baño, paso un peine por mis cabellos y sonrío, como solía hacerlo él.

(1993)

 

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Laura Mercedes Antillano Armas (Caracas, 1950) es una escritora venezolana, que ha incursionado en los géneros de ensayo, poesía, cuento, novela y crítica literaria. También ha trabajado como titiritera, guionista de radio y televisión y promotora cultural. Fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura en su edición 2012-2014.

 

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«Uniforme número seis» forma parte del libro de cuentos Me haré de aire, que fue presentado en Caracas por Monte Ávila Editores en la Feria del libro de Venezuela (Filven 2021) el pasado mes de noviembre. Aquí pueden descargar el libro completo: https://t.co/jww8N4cjjf

 

Laura Antillano / Ciudad VLC