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María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)

Por increíble que parezca, el encubrimiento de las violencias sexuales, sobre todo hacia menores de edad, es más común de lo que atrevemos a sospechar, a pesar del impacto que representa para la víctima.

Si bien es difícil atravesar por un cuadro de violencia sexual, lo es más cuando hay un desamparo emocional y legal; ocasionando que el cuadro se prolongue y, a su vez, se profundice el daño psicológico, tomando en cuenta que la violencia sexual es una de las formas más descarnadas en la que la misma se expresa. Se trata de un acto de posesión en el que siempre se persigue una demostración de poder, ya que se perpetra en nombre de una asimetría.

 

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Los abusos a menores pueden realizarse por cualquier persona, aunque la mayoría de los casos se trate de personas cercanas al círculo de la víctima: familia, espacios formativos, vecindario, entre otros.

Un niño de diez años confiesa a sus papás que su tío lo maltrata, pero ellos no le creen y siguen actuando como si no pasara nada. Una madre sabe que su esposo abusa sexualmente de la hija de ambos, pero decide no denunciar pues siente rivalidad con ella al creer que su esposo la prefiere.

Una adolescente cuenta a sus padres que su hermano la toca de forma indebida, pero ellos creen que lo inventa todo y le dicen que cómo es posible que desprestigie así a su hermano. Una familia se entera de que un niño de doce años ha sido abusado por un trabajador de la casa y, aunque lo despiden, todos culpan al chico de lo sucedido. Un padre se entera de que su hija es tocada por su entrenador y la retira, pero no denuncia porque siente que ella es responsable o no quiere tener problemas.

Todos estos hechos guardan estrecha similitud con lo que a menudo acurre con las víctimas de violencia sexual. Cuando la persona que lo sufre no puede defenderse de su agresor o agresora, pero además no se acciona en su nombre y se deja en total desamparo, los efectos posteriores a nivel psicológico son más profundos que en cualquier otro víctima.

Pero ¿por qué sucede esto? Quizá la razón más común se reduzca a lo siguiente: la familia o allegados a la víctima no quieren que aquello sea verdad, lo que no significa que no haya sucedido. Por lo tanto el tema se evita, se minimiza o se ignora. Si preguntáramos en casa o a cualquier persona cómo reaccionarían frente al abuso a un miembro de la familia, la respuesta sería contundente y sin dudar: lo protegerían y denunciarían el delito.

 

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Pero la situación puede cambiar cuando el que comete dicho delito es otro miembro de la familia o del círculo cercano. Uno que también aman y del que tienen el mejor concepto. Entonces todo se vuelve más complejo y confuso, porque cuesta creer que un ser querido pueda ser capaz de algo así, y es lo que la mayoría de veces sucede. Creemos que los agresores sexuales no pueden ser aquellos que aparentan querernos, de la misma manera que a nuestros hijos e hijas.

 

¿Qué hay detrás de un encubrimiento familiar?

Aquí me gustaría ofrecer algunas explicaciones:

  1. Quizá lo primero sea una mezcla de sentimientos abrumadores e incomprensibles (como el miedo, la vergüenza o la ira), los cuales intervienen al momento de tomar acciones ante un abuso dentro del entorno familiar. No saber cómo actuar es lo más común, la mayoría de veces optando por culpar a la víctima.
  2. “No nos puede estar pasando esto a nosotros”. Este tipo de negación o resistencia a enfrentar la realidad lleva a que muchas familias nieguen los hechos por lo doloroso que sería aceptarlo.
  3. Negligencia o disfunción familiar. En estos casos, no existe la conciencia del daño o, ante tanta disfunción en el hogar, el abuso se percibe como algo más, restándole importancia.
  4. Dependencia física, emocional o financiera con algún miembro de la familia, cuyo vínculo se pondría en peligro si se acepta la agresión.
  5. Una idea incorrecta sobre qué tipo de personas podrían abusar sexualmente de otros.
  6. Violencia transgeneracional y/o normalización del abuso. En estos casos, nos encontramos con familias en donde hay antecedentes de este tipo de conductas, las cuales han sido normalizadas con el paso del tiempo. Es un “secreto a voces” del que nadie habla.
  7. Pánico a las consecuencias. Por ejemplo, a reconocer la traición de alguien respetado y de confianza. Es una forma de evitar el tránsito de la desilusión. De mantener las cosas como están, a pesar de que pueda producir más daño. Al fin y al cabo, es durísimo aceptar que una persona amada, a la que consideramos “buena persona”, pueda ser un agresor sexual.
  8. Vergüenza ante la opinión de los demás o el estigma. El “honor de la familia” es un elemento que a menudo se sopesa, cobrando fuerza, sea cual sea la circunstancia de la agresión.
  9. Desconocimiento sobre las rutas legales seguras.
  10. Suponer que es más duro para la victima atravesar por el proceso de hacer justicia, que la agresión propiamente.

Estas no son las únicas razones, pero si las más comunes.

De esta manera la persona atraviesa por dos experiencias traumáticas: el abuso en sí y la negación del abuso. Porque encubrir no es otra cosa que negar la dolorosa realidad de una agresión. Y al hacerlo, sus robustas raíces quebrantan la salud mental de la víctima y la forma en que se percibe a sí misma. Experimentan una sensación de abandono que se prolonga y sirve de gatillo para trastornos o cuadros patológicos posteriores.  Aunque se sabe que sufrir un abuso puede ser detonante de un problema emocional severo, no se habla mucho sobre las consecuencias psicológicas del encubrimiento. Un abuso jamás queda en el pasado, jamás se olvidará, transcurra el tiempo que transcurra, no funciona así.

Y aunque es un daño que no se repara, el acompañamiento a las víctimas en una ruta de amparo legal y psicológico, como todo lo que haga falta para mitigar el impacto, son imprescindibles.

El encubrimiento es un acto egoísta y cobarde. Cuando no se acciona para condenar las agresiones sexuales, se traslada de manera tácita la responsabilidad a la víctima. En los casos de abuso sistemático  y los que cuentan con complicidad de terceros, los efectos posteriores son realmente devastadores.

Existe un amplio corpus de investigación que demuestra que el abuso sexual en la infancia tiene efectos perjudiciales duraderos para la víctima en varias áreas, incluyendo la salud física, funcionamiento sexual y salud mental. Haber sido abusado o abusada aumenta la probabilidad de padecer depresión, baja autoestima, trastorno de estrés postraumático y otras patologías en la adultez, incluida la psicosis (Fisher et al., 2017; Herman, 2004; Lammoglia, 2005; Read et al., 2007; Testa et al., 2011).

El encubrimiento no solo es por parte de círculos cerrados como la familia,  también instituciones poderosas como la iglesia católica tiene un historial de encubrimiento sin parangón.

Tan solo en Francia, las denuncias acumulan entre 200 mil y 300 mil casos sucedidos desde 1950 de acuerdo con una investigación encabezada por el funcionario francés Jean-Marc Sauvé.

 

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En México también hay casos conocidos como el del sacerdote Marcial Maciel, quien fue acusado formalmente de haber cometido una serie de abusos sexuales contra varios miembros de la congregación y estudiantes. Se afirma que estos abusos iniciaron entre 1940 a 1997. Pero no estamos hablando de casos aislados, sino de la impunidad promovida por el poder que ampara a cientos de miles de pedófilos y violadores. Un estremecedor titular en la BBC, el 6 de abril de 2023, afirma: “Más de 600 niños abusados por 150 sacerdotes: el «impactante» nuevo informe de abusos sexuales en la Iglesia católica de EE.UU.

Pero no sólo es la Iglesia, podría afirmarse que el peligro podría estar en cualquier espacio. Sin embargo, el historial de encubrimiento en espacios como: deporte, artes, modelaje, cine, iglesias y congregaciones, dejan una desoladora huella de impunidad. Encubrimientos colectivos asociados a relaciones de poder.

Ante una agresión sexual a menores, sea cual sea el escenario, debe denunciarse. La calidad del concepto que se tenga del presunto agresor o agresora es un aspecto que debe dejarse en segundo plano, entendiendo que los agresores: 1) Actúan de manera sistemática, es decir, no se trata de hechos fortuitos o aislados, sino de un perfil peligroso, al cual es necesario detener porque seguirá actuando. 2) Se valen de espacios de poder, de relaciones asimétricas, de vínculos de extrema confianza y son altamente manipuladores; difíciles de desenmascarar en la mayoría de casos.

La ruta de denuncia puede ser activada por cualquier persona en la legislación venezolana: La madre, padre, representante u otro familiar que conozca de los hechos de abuso sexual tiene el derecho y el deber de denunciar estos casos, de acuerdo con el artículo 91 de la Ley Orgánica de Protección del Niño, la Niña y Adolescentes (LOPPNA). La omisión de hechos también es considerada delito.

La misma Ley orgánica expresa: “Quien realice actos sexuales con adolescente, contra su consentimiento, o participe en ellos, será penado conforme el artículo anterior” (art. 260).

El estupro en Venezuela, también conocido como abuso sexual o violencia sexual, es un delito contra la integridad sexual cuya víctima es mayor de doce años y menor de edad. El agresor se aprovecha de su posición de superioridad, así como de la inexperiencia sexual e inmadurez del menor de edad para establecer una relación sexual cuyo consentimiento está viciado. Por lo tanto, aun cuando el estupro no suponga intimidación, violencia física o incapacidad de defensa por parte de la víctima en la relación sexual, sigue siendo una modalidad de agresión sexual y un hecho punible.

 

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Si bien el abuso o violencia sexual a niños y adolescentes sigue el procedimiento de la Lopnna, cuando se trata de niñas y adolescentes, la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida libre de Violencia establece los procedimientos como violencia de género. Al respecto, explica la abogada especialista en ciencias penales y criminológicas Magaly Vásquez:

 

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Aquí lo determinante es que no importa la edad, sino que se trata del sexo femenino. La ley de violencia hacia la mujer, en uno de los supuestos, habla de menores de trece años como una víctima especialmente vulnerable y se ha interpretado que una persona que califique como tal, aunque haya prestado su consentimiento para la relación, no está en condiciones de prestar un consentimiento válido. La sentencia 393 de la Sala de Casación Penal del Tribunal Supremo de Justicia, del 25 de octubre de 2016, deja claro que aunque la relación sea consentida, si dicho consentimiento no es libre, sino vulnerado o impuesto, se considera realizado en perjuicio de una mujer especialmente vulnerable. Es importante ver que esta distinción de la vulnerabilidad parte de la ley de violencia hacia la mujer y no desde la Lopnna”.

Es tarea de la sociedad en su conjunto la visibilización de las violencias sexuales, su adecuado tratamiento si nos encontramos frente a los hechos o la simple sospecha de una. El encubrimiento es la opción de los cobardes, de quienes se afilian a la violencia como expresión clara de la barbarie.

 

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María Alejandra Rendón Infante (Carabobo, 1986) es docente, poeta, ensayista, actriz y promotora cultural. Licenciada en Educación, mención lengua y literatura, egresada de la Universidad de Carabobo, y Magister en Literatura Venezolana egresada de la misma casa de estudios. Es fundadora del Colectivo Literario Letra Franca y de la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela.

PREMIOS

Bienal Nacional de Poesía Orlando Araujo en agosto de 2016 y el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2019 en poesía.

PUBLICACIONES

Sótanos (2005), Otros altares (2007), Aunque no diga lo correcto (2017), Antología sin descanso (2018), Razón doméstica (2018) y En defensa propia (2020).

 

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