Un cuento para la merienda: «Agenda 2030», de Ana Iris Simón

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Agenda 2030

 

En segundo de primaria, cuando estudió que veinticuatro horas eran un día, siete días una semana y cuatro semanas un mes, a R. le dijeron que el año empezaba en enero y terminaba en diciembre. Esa misma tarde, cuando lo contó mientras merendaba pan con mantequilla y Cola-Cao espolvoreado, que era lo que su abuelo le había dicho que merendaba él de crío y por eso siempre lo pedía de merendar, como si hubiera nacido en el año 60 en lugar de en 2021, su padre le explicó el por qué.

 

Le habló del solsticio de invierno y de los movimientos de rotación y traslación de la Tierra. Le contó también sobre Jano, el dios de las dos caras, de los comienzos y de los finales, y sobre la importancia de tener un ojo mirando hacia delante y otro atrás, al pasado y al futuro. Le dijo también que solo con semillas del ayer puede sembrarse un mañana y por eso Jano miraba al pasado y al futuro y esto último R. no lo entendió muy bien pero le dio un poco igual: le gustaba que su padre le contara cosas que no entendía muy bien, algo que ocurría con frecuencia. Y le gustaba porque se sentía mayor, pero sobre todo porque sabía que un día entendería el mundo entero, como su padre y en buena parte gracias a él, del mismo modo que sabía que un día llegaría a encestar en la canasta grande en lugar de en la de mini basket, que al fin y al cabo era una birria de canasta.

Lo de mirar hacia delante y hacia atrás a la vez, cosa que a R. se le hacía imposible a no ser que se pusiera uno un poco bizco, se le hizo lo más extraño de todo pero aun así no preguntó nada al respecto. Pero a la hora de la ducha le contó a su madre que había aprendido lo de los meses y los años, que se lo había explicado papá, pero que a él le parecía que «aunque enero fuera el mes de Jano, el año parece siempre que empieza en septiembre porque termina el verano y empieza el colegio». Ella le respondió que sí, que estaba de acuerdo, dijeran lo que dijeran Mecano y los almanaques. Y sobre qué era eso de Mecano tampoco le preguntó, pero por el almanaque sí, así que su madre le explicó lo que eran y también que antaño los regalaban en las tiendas y no los llevábamos siempre en el móvil, una idea que a R. le hizo reír y tragar un poco de jabón mientras se aclaraba el pelo.

 

Dos años después, el domingo 15 de septiembre de 2030, R. estaba en casa de su abuela acordándose de aquel día y de lo que le explicó su padre sobre Jano y los solsticios. Lo de que tragó jabón lo había olvidado, pero recordaba perfectamente que su madre le había dado la razón cuando le expuso que el año empezaba realmente en septiembre y así se lo contó a su abuela, que le respondió con una carcajada. Estaban preparando la mochila para el día siguiente porque sus padres estaban fuera y la oía orar —así había aprendido R. que se decía en La Mancha, de donde era ella, a hablar bajito, entre dientes y con el cosmos como interlocutor—.

 

Mientras le hacía el bocata se la oía «porque claro, ahora como va todo con la tables ni forro ni dymo pa poner los nombres ni ná, ni siquiera pinturas, así que tampoco hay mucho que preparar, claro». Cuando R. le preguntó, como siempre que la escuchaba orar, que qué decía, su abuela le respondió que nada, que antes se llevaban muchas más cosas al colegio: «reglas y compases, lapiceros de colores, rotus, libros y cuadernos, una agenda…», enumeró mientras le cortaba la fruta en trozos, porque el primer día de cole tocaba bocata y fruta: el colegio ya les había enviado el e-mail con el menú del recreo para todo el trimestre.

 

Cuando su abuela le dio el corazón de la manzana para que lo tirara R. le preguntó por lo único que no había sido capaz de identificar en la lista de cosas que antes se llevaban al colegio y ahora no: la agenda. La abuela le explicó entonces que era un cuaderno en el que se apuntaban las tareas que uno tenía que hacer para que no se le olvidaran. Además, le dijo que también servía para que los profesores se comunicaran con los padres de los alumnos mediante notas y R. abrió mucho los ojos y dijo «pero entonces se podían arrancar».

 

«Sí, se podían arrancar, no como en la tables», respondió la abuela. R., a quien siempre le andaban contando historias de cosas que ya no eran, le pidió por favor, porque R. siempre pedía por favor, si le podía comprar una para usarla este curso. «Hoy no porque está cerrado que es domingo, pero mañana le digo a tus padres que te paso a recoger y vamos a por una», le respondió.

 

Así fue. A las cinco de la tarde del primer día de cuarto de primaria, justo después de merendar pan con mantequilla y Cola-Cao por encima, como si fuera un niño de los 60, a R. lo recogió su abuela, le dio la mano y se echaron a la calle en busca de una agenda. La encontraron a la tercera, después de preguntar sin éxito en la única papelería que sobrevivía en su pueblo, donde la dependienta les contó que ya no hacían, y en unos chinos, negocios a los que todo el mundo seguía llamando así a pesar de que ya nunca eran chinos sus dueños: muchos habían decidido traspasar sus negocios y volver a su pujante país natal tras la crisis de 2023, de la que R. oía decir con frecuencia que era la misma de 2008, que nunca se había terminado.

 

  1. había perdido ya toda esperanza cuando a su abuela se le ocurrió que quizá en La Pajarita, que igual ahí sí que tenían una. Y no recuperó la esperanza pero le hizo ilusión igualmente, porque a R. le gustaba mucho ir a La Pajarita: era lo más parecido a hacer un viaje en el tiempo que conocía. Cuando pasaban por allí su abuelo siempre le mandaba leer la placa que había colocada en la puerta y que decía «casa fundada en 1939» y le explicaba que aquel comercio tenía casi la misma edad que el bisabuelo Vicente. El escaparate, le contaba, llevaba casi desde entonces sin cambiarse, y el género, que era como él llamaba a las cosas que vendían, de sombreros a bastones, de aviones de latón a artículos de mercería, también.

 

Un día, R. le preguntó a su padre que por qué La Pajarita seguía abierta si nunca iba nadie y su padre le respondió que porque nunca había que rendirse y siempre había que resistir. Otro día le preguntó a su madre que cuántos años tenía el dependiente y ella le respondió que unos 250 o 300 y R. se lo creyó al principio, pero después se lo reprochó porque se dio cuenta de que nadie vivía tantos años. Nadie excepto el bisabuelo Vicente, que decía que no se pensaba morir nunca.

 

Aquella tarde, el señor de los no-300-años salió de la trastienda arrastrando los pies en cuanto R. y su abuela abrieron la puerta, lo que hizo activar el móvil con cascabeles que había colgado. Les preguntó qué iba a ser y la abuela de R. le dijo que querían una agenda, que «se le había antojao al chiquillo aunque no la necesita porque ahora llevan todo en la tables». Antes de volver al almacén a comprobar si tenía agendas, el viejo sonrió a R. con las gafas en la punta de la nariz y R. se dio cuenta de que era un niño, como siempre que alguien le sonreía así. O como cuando le contaban algo que no entendía del todo.

 

«No es de este año pero os puede apañar», dijo a su vuelta. «Es de 2027, último año en el que me consta que se fabricaran. Después nuestro proveedor nos dejó de traer. Los días de la semana no encajarán con los días del mes, así que lo que tienes que hacer es cambiarlos uno a uno y adaptarlos a los de este año», le explicó a R. el anciano. Le dieron las gracias, pagaron y se fueron.

 

Ya en casa, R. le enseñó la agenda a su padre y su padre le contó que de crío él había tenido una en la que venían explicadas frases hechas, expresiones y dichos populares como «de la Ceca a la Meca» o «hasta el 40 de mayo no te quites el sayo». Como no estaban todos, él mismo se ocupó de completarla con nuevos dichos que iba oyendo, incluidos en gallego porque su padre era de Galicia. R. se propuso hacer eso mismo, pero pronto se dio cuenta de que tan solo sus abuelos hablaban así, así que se le iban a quedar muchas páginas en blanco.

 

Se fue a su cuarto a cambiar los días de la semana porque no correspondían con los del mes, como le había dicho el hombre de los no-300-años, hasta que su madre le interrumpió. Cuando le preguntó que qué hacía con una agenda de 2027 R. le respondió que fue ese el último año que se fabricaron, que se lo había dicho el señor de La Pajarita, «ese que me dijiste que tenía 250 o 300 años aunque no era verdad».

 

Entonces su madre le contó que ella aún tenía guardadas algunas de cuando era adolescente, que le preguntara a la abuela por ellas. Le dijo que antes, en el instituto, las agendas eran muy importantes y operaban casi como una red social antes de que estas existieran: en el cambio de clase, cuando el timbre sonaba, se la dejabas a un amigo y este te la devolvía una hora después con un dibujo, con una dedicatoria o con una foto que había impreso, porque entonces las fotos se imprimían y los móviles no tenían cámara y tenían solo dos colores: o verde y negro, o azul y negro, o naranja y negro. R. se dio cuenta de que para eso tampoco podía usar la agenda. O sí, pero ya tenía lo que la abuela llamaba «la tables», que servía, además de para estudiar, para enviarse mensajes con los compañeros de otras clases cuando el profesor desbloqueaba esa función, además de para, por supuesto, hacer fotos y dibujos.

 

A la mañana siguiente, cuando su abuelo lo recogió para llevarlo a su segundo día de colegio, R. le contó que la abuela le había comprado una agenda aunque no era de este año porque ya no se fabricaban y le preguntó que para qué podía usarla, además de para apuntar dichos populares como le había dicho su padre y para pedirle dedicatorias y dibujos a los amigos como le había contado su madre.

 

Su abuelo, que siempre era el más claro y pragmático de toda la familia, le dijo que una agenda servía, sobre todo, para apuntar los deberes. Que también traía los santos y las fechas señaladas y que se podían apuntar los cumpleaños de los familiares y amigos, pero que eso eran «tontás»: su uso era o debía ser, sobre todo, el de apuntar las tareas para que no se le olvidaran a uno. R. le respondió que esa era otra de las funciones de su tablet, que también traía calendario para apuntar deberes, cumpleaños y todo lo que uno quisiera, aunque los santos no salían ni las fiestas patronales tampoco: hacía tiempo que se habían convertido, simplemente, en «festivos». Ahora todo el mundo los llamaba así.

 

Ese mismo día por la tarde le preguntó a su tío Javi, que llamó por el Hologramic que acababan de comprar, que qué tal iba la excavación y que si le iba a traer algo. Javi era experto en cerámica antigua y vivía en Grecia, y siempre que volvía a España le traía souvenirs que a R. se le hacían piezas auténticas, así que sentía a veces que su cuarto era el British. Como era a quien le confesaba todos sus secretos, le contó lo de la agenda y que estaba pensando en devolverla: total, no le servía para nada. Su tío en formato holograma le animó a no hacerlo y le dijo que tampoco servían para nada las vasijas y las ánforas que él rescataba de las excavaciones, que ya no podían usarse y que de hecho las de ahora eran mucho más prácticas porque se habían descubierto otros materiales más cómodos y otras formas más ergonómicas. Pero que había que seguirlas buscando y rescatando no solo porque fueran bellas, sino porque nuestra civilización, nuestra tecnología, «este hologramic por el que te estoy llamando», le explicó, no tendría sentido ni existiría sin ellas.

 

Después de todo esto y para animarlo le contó otro uso que se le daba a las agendas antaño: había unas que se usaban exclusivamente para apuntar teléfonos. «Hace muchos años, cuando aún no existían ni los hologramic ni los móviles y los teléfonos no tenían aplicaciones de mensajería y ni siquiera pantallas se vendían agendas solo para apuntar los números de amigos y familiares y no tener que memorizarlos. Se llamaban agendas telefónicas. Yo tengo una historia un poco triste con una, ¿quieres que te la cuente?», le preguntó. Y R. respondió que sí, que claro.

 

«Una tarde, cuando era un poco más mayor que tú, el bisabuelo Vicente me mandó a la Papelería del Molino a comprar una agenda telefónica. Al llegar a su casa me dio la vieja y me pidió que pasara a limpio en la recién comprada todos aquellos nombres y teléfonos, ordenados alfabéticamente, que no estuvieran tachados en la antigua. Al tercer o cuarto nombre me di cuenta de que los tachados eran amigos suyos que habían muerto y me puse un poco triste, pero se me pasó cuando vi que, al terminar la faena, el abuelo guardaba las dos: la agenda vieja y la nueva, aunque la vieja ya no valiera más que para recordar a aquellos amigos cuyos teléfonos ya nadie cogería», le contó.

 

Aquella anécdota puso un poco triste a R., como siempre que alguien le hablaba de la muerte. Por qué Dios no nos había hecho inmortales era una de sus mayores dudas teológicas junto a por qué había guerras y niños que no tenían ni tablet ni ropa ni colegio, niños que por no tener no tenían ni comida. Pero, a pesar de la tristeza y del consejo de su tío, no se le quitó la idea de devolver la agenda, entre rabioso y desilusionado porque aquello no servía ya para nada, ni siquiera para estar detrás de una vitrina como las cerámicas con las que trabajaba su tío, que al menos representaban mitos o escenas de la vida cotidiana de los antiguos. Así que cuando acabó los deberes le dijo a su padre que se iba al parque pero en realidad se encaminó hacia La Pajarita, que no le quedaba lejos.

 

El móvil con cascabeles del techo volvió a repicar a su entrada y el dependiente de los no-300-años a arrastrar los pies desde el almacén hasta la tienda. Como R. era aún bajito y su cabeza apenas sobresalía del mostrador se inclinó para decirle tras sus gafas: «pero hombre, ¿cómo tú por aquí?» R. le explicó, sin medias tintas, que quería devolver la agenda porque se había dado cuenta de que no servía para nada.

 

«Yo sé que hace algunos años se hacían muchas cosas con ella, se apuntaban los números de teléfono de los amigos que aún no se habían muerto, los deberes y las tareas, se les dejaba a los compañeros de clase para que hicieran dibujos y escribieran canciones, se escribían dichos populares y se miraba cuándo eran las fiestas patronales, a las que ahora llamamos festivos. Pero todas esas cosas o no existen ya o puedo hacerlas con la tablet del colegio, y encima le he contado a S. en el recreo lo que era una agenda y que tenía una y me ha reprochado estar matando árboles porque es de papel», le explicó, en un monólogo que hizo al viejo reírse a carcajadas. Se subió las gafas con un toque de índice, le invitó a pasar tras el mostrador y a acompañarle a la trastienda.

 

Estaba oscura y olía a polvo y a cosas viejas. Allí le empezó a enseñar algunos artículos que ya no valían para nada: dedales con dibujos minúsculos que habían perdido el sentido porque hacía mucho tiempo que habíamos dejado de remendar la ropa y preferíamos comprar ropa nueva, botijos que conservaban el agua fresquita y que ahora, a lo sumo, se habían convertido en objetos decorativos, camiones y tanques de latón que los padres consideraban peligrosos para que sus hijos jugaran porque no estaban homologados por la UE.

 

«Me apostaría toda esta tienda a que el 90% de las cosas que ves a tu alrededor dejaron de ser útiles hace tiempo, o fueron suplantadas por otras más útiles todavía. Y no sé si has estudiado en el colegio los porcentajes, pero el 90% son muchas cosas, por eso estoy siempre tan solo aquí. Mi bisabuelo, que fue quien fundó esta tienda, siempre contaba que muchos días se le formaba cola en la puerta. Mi padre la mantuvo en buena forma y nunca nos faltó de nada, pero cuando llegó a mí llegaron también a nuestras vidas Internet, las webs de mensajería y todas esas cosas que hacen que no tengamos que desplazarnos de casa para comprar nada», le decía el señor de los no-300-años mientras R. escrutaba aquí y allá y se daba cuenta de que desconocía la utilidad y el sentido de la mayoría de objetos de ese almacén.

 

«Pero lo pienso, chico, y yo tampoco soy útil ya. ¿O acaso no gozas tú de mejor salud, acaso no eres más eficaz llevando a cabo cualquier tarea, y también más rápido?», le preguntó. R. se imaginó echándole una carrera y le dio la razón en su cabeza mientras el viejo continuaba con su discurso. «Y sin embargo aquí sigo, porque mi padre y mi bisabuelo estuvieron, y porque todos estos objetos hablan de ellos, de sus vidas, pero también de las nuestras. Olvidarlos sería no solo hacer que dejaran de existir, sino dejar de existir también nosotros: si somos es porque fueron, aunque muchos quieran que olvidemos esto», le dijo.

 

Y R. no entendió mucho pero supo que un día entendería, como entendería lo de Jano y por qué era importante tener la vista puesta a la vez en el pasado y en el futuro, y sabría cómo hacerlo sin ponerse bizco. Entendería por qué solo con semillas de ayer se puede sembrar mañana y sabría por qué le gustaba tanto sentir que su cuarto parecía el British y pensar que esos souvenirs eran realmente reliquias de hace miles de años. Por lo pronto se llevó la agenda de vuelta a casa y le dijo al dueño de La Pajarita que se la enseñaría cuando estuviera llena. Pero antes de despedirse le pidió que le dijera algún refrán para inaugurarla. Y que le diera su número de teléfono.

 

Autora: Ana Iris Simón Cuesta (1991), periodista y escritora española.

OTRO CUENTO PARA LA MERIENDA: "EMMA ZUNZ, DE JORGE LUIS BORGES

 

 

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