“Autorretrato circunstancial de lugar” por Arnaldo Jiménez

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Divagaciones-Arnaldo Jiménez-Poesía de lugar

I

Yo he querido calzar, en el abismo desde donde percibo el mundo, un lugar que me complete; un pequeño espacio hacia donde me continúe y me haga creer que mi cuerpo es una prolongación. En La Guaira no tuve tiempo de buscarlo, solo pensaba en besar a las chicas jugando el escondido o la botellita; había un monte y un buen amigo de infancia me ayudó a convertir una mata de cují en una cueva; ahora que lo pienso bien, ese era un lugar “con corazón”, como dice Castañeda. Nosotros lo limpiamos con viejos machetes caseros, nos llevábamos cuchillos para cortar los palos, construimos unos bancos que temblaban al sentarnos. Era algo tan hechizante cuando cada día nos gritábamos por los patios que colindaban: ¡Amigo, vamos para la cueva! Ese monte era un universo, había un olor, una temperatura; había un sonido de alegría. Juan y yo llevábamos a unas amigas para la cueva, ellas se sorprendían al ver la tierra limpia, los bancos… En la cueva desayunábamos y caminábamos alrededor como si ese monte fuese infinito, y en alguna pausa las besábamos con toda el alma. Como dice Serrat en Mi Niñez: “Creo que entonces, yo era feliz…”. Pero no se trata de esto último, no, yo he renunciado a esa palabra desde hace mucho tiempo, no me preocupa. Se trata de la forma que mi cuerpo tenía en ese lugar, cómo era pájaro y sucio de mata, cómo era lagartijo, compañía de lluvia y ternura de mujer amada. Pero esa fue una circunstancia, el cuerpo, el pensamiento, el alma, pronto vuelven a sus volúmenes anteriores, se desinflaman y todo rastro de gravedad hacia la tierra, todo gesto de lugar que estaba esculpiendo el rostro, se pierde, entonces uno solo es el nombre.

 

II

Un espejo dejado por la lluvia donde se reflejan los rostros de mis muertos queridos. Mi alma es un cementerio lleno de piedras que descienden con la velocidad que tienen los deseos inalcanzables. Vean este corredor donde el adiós no puede ser roto. Allí se abren escenas de viejas salas en las que creí ser eterno; allí una irrevocable culpa gira y gira con su puñal enlutado. Por dentro tengo un vacío que acaba con los delirios, un duende que aprendió a ocultar los pesimismos, un porvenir leve como un ángel hueco.

 

III

La destreza de no saber quién soy me impulsa a no perder los rostros de mis edades y organizar con ellos la trampa de un escondite. Las llaves de los riesgos suenan en estas manos, balanceando espectros por la cuerda de la impaciencia, entre el desequilibrio de las intrigas y el falso fondo de las verdades. ¿Hasta cuándo arrojaré el fuego de las vergüenzas por la boca? ¿Hasta cuándo doblegaré la furia de los días perdidos en risas que no me pertenecen? Como en un circo, una sola función he actuado subiendo cimas de euforias y tropezando con las claves de la tristeza; una sola función que ultraja mis reflejos y los unta con el vacío de las gradas. Solo espero la caída del cuerpo y la evaporación de sus rutinas mientras perdura el contrato de la deformidad y todos se divierten viendo cómo persigo la luz y realizo maromas con las palabras. Aquí ando, recorriendo las calles sobre los pasos de la inclemencia, bajo esta carpa donde sobra el licor del absurdo y desamarro fuerzas que forcejean contra el león de mi impostura, latigueando la brevedad de las noches hasta que sus sombras no soporten más el escenario repetido, desocupen sus lugares, salgan maquilladas de alegría y otra vez las devore el engaño.

 

IV

Es preciso que me hagas preguntas, que camines conmigo bajo la lluvia, que te sumerjas en el mar y ahoguemos juntos lo que de tristeza hay demás en nuestros pechos. Es que mi corazón es una tinaja y puede desaparecer en un acto de magia del tiempo. No hay rasgos de fantasma, pero sí una distancia aferrada a mis ojos que me hace palidecer como una carretera que curva hacia el olvido. Y todo esto que digo no soy yo, porque me faltan instantes de alegrías y muchas costras que se han vuelto sordas a mis llamados; por eso lo único que sé que puedo ser es un desprendimiento de tierra que da tumbos entre abismos y planicies.

 

V

En Puerto Cabello mi niñez transcurrió muy cerca de Playa Blanca. Mentiría si digo que ya tenía conciencia de lo que es un lugar; pero es que muchas veces el afecto por ese espacio inmediato de vida es tan espontáneo, tan enmarcado dentro de los cauces de lo cotidiano que uno no se percata de la importancia de ese “amor”; sin embargo, qué bueno es comprenderlo ya siendo un adulto. En Playa Blanca se han realizado actos de magia que agradezco profundamente: he caminado con amores sus arenas, nos hemos abrazado y firmado con mar compromisos de piel que aún pulsan en mí; allí me bañé con mi hermana; allí vi a mi tío Enrique nadar hasta un barco que estaba atracado en la lejanía, algo que para mí fue mucho más impactante que los poderes de cualquier superhéroe; en esa playa disuadí mi tristeza cuando murió mi madre; a esa playa arrojé un poemario completo que le había ofrecido si ganaba un concurso; en esa playa desalojé de mi torrente sanguíneo las células de mi padre; frente a esa playa convencí a un niño de que si pedía –repetida veces– con toda su alma que el mar lo tocara, seguro le haría caso. Estábamos sentados en unas piedras y algo retirado estaba el mar, el niño cerró los ojos y estiró el brazo con la palma hacia las olas, decía con una insólita concentración: quiero que el mar me toque, quiero que el mar me toque, quiero que el mar me toque… de repente una ola como una mano de agua salió y tocó al niño; sus ojos despavoridos, su asombro y su alegría son inolvidables. ¿Cómo puede irse uno de un sitio cuando se lleva por dentro? ¿Puede uno dejar un país cuando hay un lugar que es parte de tu cuerpo? Pero, como dije antes, esas pautas de relación entre mi ser y un lugar son circunstanciales. Casi todo va quedando a nivel de un anhelo, de una esperanza, de unas ganas de saberse otra cosa; y lo cierto es que, esa relación, como cualquier otra, hay que mantenerla, cultivarla, hay que limpiar esa playa, sumergirse en ella, vivirla…

 

VI

Y esta piel es una alucinación de otros, está hecha con alientos ajenos, humanos, ganados a fuerza de batallas y pérdidas. En un tiempo fue transparente, cuando aún no sabía que vivir es oscurecer; se podía ver la dulzura de los hechizos familiares, el acceso a la complicidad de los amigos; por mis venas no circulaba ninguna intemperie, ni siquiera sabía que hay sentencias inevitables en el evangelio de la cotidianidad; mi sangre era solo eso, una emoción por aceptar el contagio de otros latidos. Podía herirme, sí, pero estas cicatrices procedían de los juegos con mi hermana, eran regalos de las calles, de las montañas que solía vencer al lado de mis amigos. Y hoy siento que algo o alguien me dice: mira, fulano de tal, tú tampoco aprendiste a vivir: dejaste a quién no debías, y saliste por puertas equivocadas, las mismas que te vieron entrar con aires de triunfo. Entonces escucho al tiempo deslizando hacia mí su flor siempre marchita.

Yo tengo la ambivalencia de muchos besos palpitando en mis labios, no puedo decirte la forma que ellos tienen ni la intensidad que muestra mi hambre; no sé si mi boca está incompleta, si está por decir algo que no suponga naufragios ni encrucijadas, algo limpio y certero, quizás fatal o benigno, pero sin ninguna duda por dentro. ¿Nadie puede explicarse? Todos poseemos el mismo misterio del tiempo, porque la sangre circula por sus cauces, porque si abres a un ser humano, por dentro verás al tiempo de una determinada forma, deshojando errores, juzgando el vacío.

 

VII

Y las calles de los barrios donde he vivido, ¿en qué parte de mí han seguido sus orientaciones, sus torceduras? ¿Cómo puedo explicar que yo soy sus límites? Solo el presente puede expresar el tono de los pasos, la indagación de las matas, las precipitaciones del sol sobre las cosas, cómo crea sombras en el orden de su dispersión terrestre. ¿Cómo no decir que hay un sentimiento dentro de mí que suena a tapas de ollas golpeadas por las manos de mis hijas en amaneceres infinitos marchando al ritmo de la alegría por las calles de Santa Cruz?; ¿cómo no palpar en mi ser un olor a monte con sus compañías cuando ellas me convirtieron en niño, y nos arrojábamos sobre palmeras por la canal del río Goaigoaza, allá en la Belisa? Y esas canciones que retornaban desde mi infancia y eran unas sombras de sol que se sumergían con nosotros en aventuras inventadas en los parques. Esas calles, ese estacionamiento transfigurado, esos parques convertidos en castillos…, no obstante, se han ido borrando, cambiaron de certeza.

Para saber que el cuerpo es cierto y es más que cuerpo, el ser humano crea ritualidades, actos de pertenencia, de identidad; el que yo he podido inventar es la apropiación del sitio por medio de la escritura, y esto devela la pluralidad que soy y somos. El yo como forma cerrada es una entelequia, la percepción tiene múltiples entradas y salidas. Yo soy mis perros y mis gatos; los amigos y amigas; las mujeres que he amado; yo soy las miradas, las risas, las cartas, los dibujos de mis hijas, nietas y alumnos; yo soy las historias de mis barrios, las modalidades que sufre el habla, los tonos de calor en las voces, yo soy muchos seres y cosas.

 

VIII

Y mientras se vive los espejismos surgen con intensos brillos de engaño, y el alma es un gran hueco donde vamos almacenando las emociones que nos regaló el pasado. En la memoria las imágenes se van perdiendo, muy pocas sobreviven, parece que el cerebro funciona descartando, rechazando, eligiendo. ¿Cuántos amaneceres y atardeceres están sedimentados en mí? Tuve la costumbre de levantarme a las cuatro de la mañana y de irme caminando desde Santa Cruz, en Puerto Cabello, hasta Playa Blanca. Por el camino iba viendo cómo se armaba la ciudad, cómo iban surgiendo los ruidos de sus habitantes; el apuro de unos, el extravío de otros, los mendigos acostados bajo techos salientes, sobre aceras que todavía tenían el frío de la madrugada. Llegaba al mar y me quitaba los zapatos, caminaba por la arena, veía las gaviotas pasear por la orilla; veía las faenas de los pescadores y cómo el sol dispersaba las tonalidades de su eternidad sobre los mortales. Muchas veces nos fuimos varios amigos y amigas a pasar la noche en Quizandal: nos llevábamos una carpa, muchos panes, una botella de ron, cigarros, agua y los intensos deseos de ver el amanecer desde el mar. Todo era distinto, abrazábamos los troncos de árboles que el mar había arrojado en la orilla, y acariciábamos las algas que sobre ellos habían nacido. Nadie dormía esperando la aparición del dios solar, escuchábamos el mar, conversábamos, colocábamos música, bebíamos, hacíamos rondas… hasta que el sol salía desde un fondo gris abriendo grietas amarillas y rojas; luego desgarraba ese ropaje de tonos y el púrpura y el anaranjado se mezclaban de manera perfecta mientras él subía lento cortejando las montañas, rompiendo las figuras de las nubes y creando otras; aquello no tengo manera de describirlo con fidelidad. Y cuando ha pasado el tiempo, uno se percata de que la búsqueda ocupa una gran parte de lo que se es.

 

XI

Si hay algún sentido anidando en mi pensamiento, solo puede ser el sentido de mi ignorancia, en ella no hay peligros, mi ignorancia no es una desgarradura ni una red que atrape negaciones; mi ignorancia solo quiere volver a sembrar matas en un jardín bajo un día lluvioso, verse las manos llenas de tierra, y esperar la alegría del brote y la responsabilidad de cuidar la belleza, el milagro. Pero ya no soy un jardín, ya no soy la lluvia; mi ignorancia es la espera que no se resuelve.

 

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¿Dónde la alquimia del pan en comunión? ¿Dónde los nombres desnudos sin mis usurpaciones? ¿Dónde las barajas sin la trampa marcada? Quizás sea la sede de un sonido, un espejo hecho de desproporciones donde es imposible precipitar una imagen real.

 

***

 

Arnaldo Jiménez nació en La Guaira en 1963 y reside en Puerto Cabello desde 1973. Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo (UC). Maestro de aula desde el 1991. Actualmente, es miembro del equipo de redacción de la Revista Internacional de Poesía y Teoría Poética: “Poesía” del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, así como de la revista de narrativa Zona Tórrida de la UC.

Entre otros reconocimientos ha recibido el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos Fantasmas y Aparecidos Clásicos de la Llanura (2002), Premio Nacional de las Artes Mayores (2005), Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt (2012), Premio Nacional de Poesía Stefania Mosca (2013), Premio Nacional de Poesía Bienal Vicente Gerbasi, (2014), Premio Nacional de Poesía Rafael Zárraga (2015).

Ha publicado:

En poesía: Zumos (2002). Tramos de lluvia (2007). Caballo de escoba (2011). Salitre (2013). Álbum de mar (2014). Resurrecciones (2015). Truenan alcanfores (2016). Ráfagas de espejos (2016). El color del sol dentro del agua (2021). El gato y la madeja (2021). Álbum de mar (2da edición, 2021. Ensayo y aforismo: La raíz en las ramas (2007). La honda superficie de los espejos (2007). Breve tratado sobre las linternas (2016). Cáliz de intemperie (2009) Trazos y Borrones (2012).

En narrativa: Chismarangá (2005) El nombre del frío, ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). Orejada (2012). El silencio del mar (2012). El viento y los vasos (2012). La roza de los tiempos (2012). El muñequito aislado y otros cuentos, con ilustraciones de Deisa Tremarias (2015). Clavos y duendes (2016). Maletín de pequeños objetos (Colombia, 2019). La rana y el espejo (Perú. 2020). El Ruido y otros cuentos de misterio (2021). El libro de los volcanes (2021). 20 Juguetes para Emma (2021). Un circo para Sarah (2021). El viento y los vasos (2da edición, 2021). Vuelta en Retorno (Novela, 2021).

(Tomado de eldienteroto.org)

 

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