“La alegría en el recreo (I)” por Arnaldo Jiménez

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¿Qué ocurre en las escuelas que, a pesar de todos los esfuerzos institucionales y personales, los estudiantes siempre añoran que el docente se enferme, que ocurra algo extraño en el país, que los docentes realicen una huelga…, siempre y cuando la eventualidad se traduzca en no recibir clases?

Muchas veces me he preguntado: ¿por qué, a pesar de los comedores, la sala de computación, el gran patio, las cantorías, los talleres de teatro, el aula abierta, etc., los estudiantes se alegran excesivamente cuando llega la media hora de recreo o, cuando no hay clases; lo cual constituye para ellos un recreo más largo?

Recordemos que todas las estrategias que en el país se han implementado (desde los tiempos de la Cuarta República, hayan sido esas estrategias exitosas o no, se hayan tropezado con obstáculos casi insalvables como la crisis económica, las medidas coercitivas, la corrupción o, hayan gozado de buena salud presupuestaria) para que la escuela se transforme en un sitio más acogedor, han tenido como objetivo principal reducir la deserción escolar y contribuir a bajar los índices de desnutrición.

No puedo negar que estas políticas han tenido su impacto en la población y que tales objetivos, en gran parte y, con los avances y retrocesos del caso, se han alcanzado. Sin embargo, la escuela no se les hace atractiva a los estudiantes; la siguen viendo como una obligación y la conciben como un mal necesario.

Quizás, en la búsqueda de la respuesta, nos tropecemos con una escala de motivaciones o de causalidades que se determinan unas a otras y contra las cuales no se puede hacer otra cosa que poner en tela de juicio al sistema educativo en su totalidad. En tal escala ninguno de sus factores tiene más importancia que el otro; pues es una escala horizontal que permite la circulación del sistema a pesar de sus obstáculos y de sus incongruencias.

Trataré de enumerar las más importantes: la imagen que la escuela tiene en los padres y representantes. El concepto pedagógico que impone la rutina laboral. La ausencia del ocio creativo. La rigidez en el cumplimiento de los programas. El espacio indomesticable del ser humano.

Empezaremos por el primero: los padres y representantes tienen, en su mayoría, una concepción pragmática de la escuela, y esto en dos vertientes: primero, la escuela sirve para que ellos tengan tiempo “libre” de hacer sus actividades, sea en el hogar o en los trabajos. La “ocupación educativa” de sus hijos o representados también se traduce en eliminar las posibilidades de que estos permanezcan mucho tiempo en la calle en donde pueden descarrilarse y desviarse hacia esa otra pedagogía que pudiéramos llamar: pedagogía de la calle; por cierto, esta otra pedagogía es muy parecida a un recreo prolongado; nada divorciada de la escuela, pero mucho más efectiva al lograr sus objetivos. Detengámonos un poco más en esta parte, pues me parece que el contraste de la pedagogía de la calle y la pedagogía del aula nos arrojará más claridad en la respuesta que estamos buscando.

La pedagogía de la calle se vincula a la escuela por contraste, se contraponen dos espacios, uno libre y otro encerrado. Quizás muchos estudiantes están presos en sus propias casas por los temores que los padres le tienen a la pedagogía de la calle; todos saben lo efectiva que es, lo rápido que consigue transformar la conducta; por tanto, estos muchachos desean lo que no tienen: la libertad de andar y jugar tranquilos.

Ir a la escuela es tan solo cambiar el escenario de la represión; ya que, en el aula, las más de las veces, los estudiantes se consiguen con un padre elevado a la enésima potencia, un vigilante de la conducta, un policía que prohíbe hasta el modo libre de sentarse y, para colmo, el policía tiene un cúmulo gigantesco de conocimientos para dictarle y confinarlo a un pupitre. El maestro se transforma en policía y termina siendo un dictador.

En la otra pedagogía, la seducción es el factor principal, la camaradería sincera o fingida, la complicidad en los logros. El espacio abierto es el escenario. Sabemos que este espacio se puede transformar en rejas, en amarguras, en pérdida total de libertad; lo que quiero enfatizar es cómo a través de la seducción y la camaradería, con objetivos definidos y más directos, se puede lograr cambios de conductas. Pienso que el aula debe transformarse y admitir su ineficacia. Ir a lo que realmente importa generando complicidades en lo planificado. Sé que es difícil; pero ¿por qué habría de ser fácil? Es difícil porque no existe consenso, porque nos empeñamos en no enseñar bajo esquemas de libertad física negociada, conversada.

 

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La segunda vertiente o imagen pragmática que los representantes tienen de la escuela es que ella sirve para mejorar las condiciones de vida que les ha dado la clase social a la que pertenecen; este “mejoramiento” siempre se ubica en el futuro. Esto le coloca un sobrepeso a la escuela: la llena de valores tan llenos de esperanzas que los estudiantes no pueden cargar a tan tempranas edades.

Porque el peso de un futuro mejor no es para los docentes ni para el personal directivo; todos nosotros lo que hacemos es repetir una frase cargada de lugar común que estamos lejos de saber cómo es codificada por los estudiantes; ¿cuántas aprehensiones experimentan? ¿Cuánto miedo sienten por el porvenir? Este afán de mejorar socialmente genera un doble espacio disciplinario, el hogar y la escuela. En tales condiciones el cuerpo se rebela y el alma no admite tanto molde.

 

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Arnaldo Jiménez nació en La Guaira en 1963 y reside en Puerto Cabello desde el 1973. Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo (UC). Maestro de aula desde el 1991. Actualmente, es miembro del equipo de redacción de la Revista Internacional de Poesía y Teoría Poética: “Poesía” del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, así como de la revista de narrativa Zona Tórrida de la UC.

Entre otros reconocimientos ha recibido el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos Fantasmas y Aparecidos Clásicos de la Llanura (2002), Premio Nacional de las Artes Mayores (2005), Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt (2012), Premio Nacional de Poesía Stefania Mosca (2013), Premio Nacional de Poesía Bienal Vicente Gerbasi, (2014), Premio Nacional de Poesía Rafael Zárraga (2015).

Ha publicado:

En poesía: Zumos (2002). Tramos de lluvia (2007). Caballo de escoba (2011). Salitre (2013). Álbum de mar (2014). Resurrecciones (2015). Truenan alcanfores (2016). Ráfagas de espejos (2016). El color del sol dentro del agua (2021). El gato y la madeja (2021). Álbum de mar (2da edición, 2021. Ensayo y aforismo: La raíz en las ramas (2007). La honda superficie de los espejos (2007). Breve tratado sobre las linternas (2016). Cáliz de intemperie (2009) Trazos y Borrones (2012).

En narrativa: Chismarangá (2005) El nombre del frío, ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). Orejada (2012). El silencio del mar (2012). El viento y los vasos (2012). La roza de los tiempos (2012). El muñequito aislado y otros cuentos, con ilustraciones de Deisa Tremarias (2015). Clavos y duendes (2016). Maletín de pequeños objetos (Colombia, 2019). La rana y el espejo (Perú. 2020). El Ruido y otros cuentos de misterio (2021). El libro de los volcanes (2021). 20 Juguetes para Emma (2021). Un circo para Sarah (2021). El viento y los vasos (2da edición, 2021). Vuelta en Retorno (Novela, 2021).

(Tomado de eldienteroto.org)

 

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