«Maestros extraños (VII)» por Arnaldo Jiménez

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LA MUERTE COMO MAESTRA: Si aceptamos que la vida nos enseña a fuerza de tropiezos; si admitimos que esto ocurre en la medida en que nuestras huellas abren los surcos de su recorrido, es decir, sabiendo que “no hay caminos, se hace camino al andar”, entonces debemos admitir también que toda sabiduría a ella otorgada, que toda ostentación pedagógica de ella colgada, reside en su otro extremo dialéctico: el límite que genera ese saber, su huésped interno, carente de sexo, la fuente de la claridad de todas las visiones; la muerte.

¿Cómo podemos darle algún valor a la vida sin la presencia de la muerte que nos dice que todo es pasajero, que todo se evapora, que hay un oleaje de cosas perdidas cayendo detrás o dentro de nosotros? Un filósofo alemán dijo alguna vez: “Somos seres para la muerte”. Vivimos dedicándole ese tributo al río de la nada. A la luz de la desaparición física todo adquiere relevancia; sabemos que vamos a morir, por eso, cada uno de nuestros actos acarrea una enseñanza; quizás esto deba llamarse sabiduría, esa gran ausente de nuestras escuelas; pero la creencia de que la vida contiene una función pedagógica, es solo eso: una creencia.

Permítanme describir a la muerte según el ritmo con el que la he ido descubriendo: toda muerte es mi muerte, es nuestra posesión; no una visita que repentinamente nos saca del camino. Mi muerte es mi camino. Ciega, solo abre los ojos en el instante en el que yo los cerraré para siempre. Su ternura entra al cuerpo en el brevísimo soplo de un aletear de colibrí y, entonces, se tiene otra conciencia de la vida, la sentimos en todas sus dimensiones y anhelamos un rezo, una oración. Todo inútil para ella. No nos escuchará jamás porque es el contraste de nuestro ruido; la eterna tejedora del silencio. La muerte es un caballito de oro bebiendo la mudez de las piedras. Una llovizna que extrae una rama nueva en el tronco inerte en los barrancos. Las manchas de las aceras por donde nuestros pasos se desgastan. El ojo del toro delante del hambre de la estocada. Ese descuido con el que la rata también se transforma en veneno. El destello del sol en el movimiento de las culebras. La muerte tiembla en la soledad y nos consuela de los golpes con que la vida suele formarnos la humildad. Nada logro con hacerle preguntas; con ello, solo delato mi imprudencia, mi manía de creerme humano. La muerte acaso es el rayo que detiene el transcurso de los espejos. La frescura en la mutilación de los pastos, la sensación que surge después de bebernos los ríos.

Sé que estas palabras pueden ser traicionadas por el curso de mi existencia. Me ilusiono pensando que la muerte sea despojada de los verbos oscuros con los que solemos cubrirla. La muerte no cree en nosotros; nunca ha dirigido su fe hacia el ser humano. Ella no se piensa esqueleto inverosímil navegando corceles de venganza. Que nuestra mudez no sea una invocación a su delirio, que su delirio no nos enmudezca. Es cierto que perdemos el tiempo en destruirnos los unos a los otros; sin embargo, es la vida la que produce esas armas, es la vida la que multiplica los peces del asesinato, lo grotesco de las guerras. La muerte seguirá siendo tan solo lo que es: una espera.

Si cambiáramos los soportes, las bases tácitas que sostienen todos los andamiajes didácticos –no solo de la escuela básica, sino de todo el sistema educativo– pudiéramos educarnos de manera mucho más efectiva para darle el valor justo a nuestra existencia y valorar el derecho a la vida que le es inherente a todo ser. El sistema educativo está sostenido por la creencia en el futuro, por la posibilidad de realización en el devenir. Son ilusiones que materializan las conductas; así, el estudiante puede darse el lujo de perder todo el tiempo que quiera, dado que la imagen que tiene de sí mismo es la de un ser que está separado de la muerte; a la cual, además, culturalmente se le rechaza por incomprensible e injusta. De igual manera, el maestro puede perder todo el tiempo que quiera merodeando por los objetivos programáticos y enseñándole cualquier barbaridad a los estudiantes, pero sin atreverse a hablar de la muerte como la única maestra que nos enseña día a día, segundo a segundo, que ella es la gran semejanza de la que hablaba Whitman. Pero ahí está la muerte, tiende su mentira, su verdad, su no importa sobre sí misma; solo ella respira. Nosotros quedamos hundidos en lo incierto, y mentimos, buscamos verdades y nada nos importa; porque, debajo de todo lo que acumulamos: sueños, melancolías, alegrías, tristezas, triunfos o derrotas; la muerte respira.

La muerte no tiene el lugar que le corresponde, demasiada banalidad ha terminado por desterrarla del rito, por deshumanizarla, por evadirla del imaginario. Quizás ella, la muerte, sea el último acto de nuestros deseos; el único acto que no tiene fingimientos. Habría que reprocharles a las religiones que, como la cristiana, ofrecen la posibilidad de que sigamos actuando después de muertos; si esta posibilidad fuese cierta, no tendríamos salvación, estaríamos condenados a ser eternos actores que no encuentran sus rostros ni sus almas. El horror de aceptar que nuestra podredumbre debajo de la tierra es el único paraíso posible, ha dado origen a todas las esperanzas de continuar viviendo en otro lado del tiempo y en otro espacio. ¿Cómo negar la fuerza de atracción de esta posibilidad? Tampoco se puede negar su gran belleza; aunque, por esas mismas razones, puede ser falsa.

El Don Juan de Castañeda dice que son tres nuestros enemigos: el miedo, el poder de claridad y la vejez. Es difícil vencerlos; pero al menos debemos saber que existen, pues, tantos los retos académicos como los no académicos están llenos de este miedo. Si vencemos el miedo, podemos conocer nuestros deseos y, este dominio, este control sobre nuestros deseos, nos da una claridad sorprendente, una claridad tan fuerte que nos acerca a la ceguera, y ese es nuestro segundo enemigo: el ofuscamiento por el saber, la ceguera por el poder que da conocernos un poco. El que se detiene aquí no ha hecho nada consigo mismo, está preso en su propia ilusión; entonces, tiene que dedicarse a vencer a su segundo enemigo: el poder de la ilusión. Ya se le haría más fácil porque no tiene miedo; la referencia, el valor de vencer al poder de la ilusión, se logra volteando hacia a la muerte y preguntándole si lo que sientes es verdad. La muerte siempre responde que no, que nada tiene tanta importancia como el hecho de que ella te toque. Por algo, en “Las mil y una noches”, llaman a la muerte la vencedora de las ilusiones.

 

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Las culturas se han ataviado con la creación de mitos y símbolos; se han abrigado del frío que emana desde el otro lado de la luz con flores y pieles de animales; han parido sus dioses, les han buscado sus lugares míticos y geográficos o, ambos a la vez; las culturas han inventado la eternidad, lo no corroído, el cuerpo intangible, los ritos trascendentes y han concebido al sueño como puerta a lo incomprensible; un puente hacia el más allá que también nos habita… Las culturas, para bien o para mal, se agotan y dejan de morar en la ilusión, entonces acuden a las guerras cuando ven desplomarse sus creencias en y desde la muerte: los dioses se colocan al margen o desaparecen y toda imaginación para sobrevivir fracasa.

El ser humano puede ser considerado un sistema complejo en el que se complementan constantemente la incoherencia y el sentido; la vida, que es la marcha de estas complementariedades, conlleva el sentido del final. Solo al final la incoherencia se equilibra con el sentido; pero el final está presente en el desenvolvimiento tanto de una como de otro; es, digamos, su patología. En el ámbito de las relaciones: el amor es la puesta en escena de la contradicción antes mencionada; o sea, es la intención de que el sentido aumente y rebase la presencia de la incoherencia y, con ello, el final ocupe el lugar que le corresponde: el final.

Quizás lo antes dicho sea válido para cualquier sociedad, para comprender la marcha de la historia; lo que en las relaciones es el amor, en historia es la política. La historia; sin embargo, alcanza con más rapidez la incoherencia ya que es la suma de ellas, la victoria sobre el sentido; la historia, si alguna vez finaliza, lo hará por saturación de incoherencia.

 

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Arnaldo Jiménez nació en La Guaira en 1963 y reside en Puerto Cabello desde el 1973. Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo (UC). Maestro de aula desde el 1991. Actualmente, es miembro del equipo de redacción de la Revista Internacional de Poesía y Teoría Poética: “Poesía” del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, así como de la revista de narrativa Zona Tórrida de la UC.

Entre otros reconocimientos ha recibido el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos Fantasmas y Aparecidos Clásicos de la Llanura (2002), Premio Nacional de las Artes Mayores (2005), Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt (2012), Premio Nacional de Poesía Stefania Mosca (2013), Premio Nacional de Poesía Bienal Vicente Gerbasi, (2014), Premio Nacional de Poesía Rafael Zárraga (2015).

Ha publicado:

En poesía: Zumos (2002). Tramos de lluvia (2007). Caballo de escoba (2011). Salitre (2013). Álbum de mar (2014). Resurrecciones (2015). Truenan alcanfores (2016). Ráfagas de espejos (2016). El color del sol dentro del agua (2021). El gato y la madeja (2021). Álbum de mar (2da edición, 2021. Ensayo y aforismo: La raíz en las ramas (2007). La honda superficie de los espejos (2007). Breve tratado sobre las linternas (2016). Cáliz de intemperie (2009) Trazos y Borrones (2012).

En narrativa: Chismarangá (2005) El nombre del frío, ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). Orejada (2012). El silencio del mar (2012). El viento y los vasos (2012). La roza de los tiempos (2012). El muñequito aislado y otros cuentos, con ilustraciones de Deisa Tremarias (2015). Clavos y duendes (2016). Maletín de pequeños objetos (Colombia, 2019). La rana y el espejo (Perú. 2020). El Ruido y otros cuentos de misterio (2021). El libro de los volcanes (2021). 20 Juguetes para Emma (2021). Un circo para Sarah (2021). El viento y los vasos (2da edición, 2021). Vuelta en Retorno (Novela, 2021).

(Tomado de eldienteroto.org)

 

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