“Ruido y soledad” por Arnaldo Jiménez

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El ruido: la escucha partida

La sociedad industrializada ha llenado al mundo con su ruido, ruido que se multiplica y tiende a abarcar todas las zonas del planeta, incluso tiende a situarse como función del pensamiento y, por tanto, a formar parte de las palabras, las cuales comportan o llevan dentro de sí un ruido que coarta todo tipo de comunicación o que lo convierte: de diálogo productivo y placentero a monólogo angustiante y enfermizo; soliloquio castrador y enajenante.

Quizás todo radique en la esencia de la máquina, no solo porque ella simboliza la presencia del ruido en nuestras vidas, sino porque toda máquina nace para romper los lazos de comunicación en el trabajo, nace para individualizar y forjar la atención en ella, ni siquiera en el producto, que al menos en teoría, sería una propiedad social, colectiva; la máquina marca el ritmo del consumo y es la esencia de su filosofía: cápsula que anda envuelta en sus propios pensamientos mientras consume tiempo y fuerza física y espiritual.

El ruido artificial sustituye al “ruido” natural. Los carros por puestos invaden los caminos y han obligado a abrir vías de comunicación que luego son asfaltadas eliminando así otro goce que se había heredado de las sociedades pre-capitalistas: el disfrute de escucharse caminando, el trote de los caballos o de los burros, el andar tocando la tierra. Es cierto que aún hay espacios donde esto último es posible; pero son cada vez más escasos y, muchas veces, la velocidad de la sociedad actual borra el disfrute, que necesita para ser tal, del sosiego, del tiempo dominado, del ocio.

Y es que la velocidad que se ha impuesto a las relaciones humanas hace que estas sean, en medida creciente, cada vez menos humanas. Hoy, más que nunca, las relaciones entre las personas son relaciones entre las cosas, con el mercado marcando sus valores; donde había lo humano aparece lo animal, donde hay belleza se esconde la fealdad, donde hay riqueza subyace la pobreza. Los extremos se tocan y se trastocan unos en otros. La vida artificial se considera como la más lógica, y la más natural como una pesadilla, como algo ilógico. La sociedad así lanza hacia los seres humanos los ruidos de su funcionamiento, pues ella misma es una gran industria que hace circular a sus empleados y cada cual reproduce sus propios ruidos, con los cuales se miden y se identifican, ejemplo de ello, los carros y los celulares.

El trabajo planifica el uso del tiempo, el tiempo del ser humano ya no le pertenece, es alquilado a la industria y esta busca la manera no solo de acelerar el ritmo de trabajo, acortando el tiempo dedicado al mismo, sino que procura que el tiempo que ella misma va dejando libre también se vuelva trabajo y, por tanto, esté planificado por el domino del capital, de esta manera surge la industria del entretenimiento, las grandes trasnacionales del marketing, las empresas que penetran en las intimidades y las transforman en espectáculos, el obrero comparte su puesto con el usuario de… Para que no quede ningún escollo de individualidad; pero lo trágico no reside en la proliferación de centros comerciales, de procesos publicitarios obsesivos y paranoicos, lo trágico no reside en que la sociedad sea una producción en serie de personas que juegan los mismos juegos, hablan de la misma manera, usan las mismas ropas, viven y mueren de la misma forma, sino que todo ello se conjugue para desolar las relaciones humanas, y aquí vuelve a funcionar el juego de la oferta y la demanda: mientras más el mercado anuncie nuestras uniones más estamos separados, mientras más medios de comunicación se fabriquen más solo se siente el ser humano, pues en ninguno de ellos se le dan las herramientas necesarias para comprenderse.

En las industrias las máquinas son prolongaciones del cuerpo humano. En el mercado, en la industria publicitara, en las cárceles con vitrinas los sentidos de las personas son prolongaciones de las máquinas, ejemplo de ello, los celulares y los carros.

 

La sordera social

Hemos adelantado más arriba que el ruido de la industria, que no debe ser entendido solamente en su acepción de intromisión percibida a través del oído, sino como obstáculo entre los seres que se comunican, impidiendo que el amor y la ternura, la compasión y la comprensión, lleguen a sus destinos; hemos dicho, que un tal ruido se ha enseñoreado de las palabras, del lenguaje, del habla, y los hombres tienden a convertir el diálogo en monólogo.

Queremos aclarar, sin embargo, que el monólogo no es una actividad solipsista, privada, se tienden los puentes comunicativos, las personas hablan, pero no se escuchan, se ha implantado una especie de sordera social. Fernando Mires ha analizado un nuevo ser humano producto de la barbarie del sistema capitalista (Mires. F., 1998), este ser humano se ha desdoblado, ha sacado sus contenidos de agresividad y lo ha desplazado a sus relaciones sociales, está convencido de que su vida es lo único que importa, y no existen símbolos sociales donde proyectar ni la bondad ni la maldad que polarizan su psique; narcisismo social lo ha llamado Mires.

La sordera social se generaliza, y la escuela, en tanto que sistema que reproduce las condiciones de vida del capitalismo, contribuye a profundizar este aislamiento, el cual solo puede ser desmantelado por el afecto y por el dinero. Y aquí tocamos un punto sensible y de gran importancia para comprender por qué la sordera social se torna una realidad que se nos impone y tiende a neutralizar nuestros esfuerzos de acercamientos: las palabras son las destinadas a unirnos, ellas transportan las cargas de afectividad que nos encadenan, nos unen, nos permiten ser especie y trascender en la historia.

El mercado de la velocidad, la tecnología de la individualización, la escuela de la separación nos han convertido en seres que solo quieren expresarse, quieren ser oídos y en esa medida perdemos capacidad de escuchar a los demás, nuestras conversaciones giran en torno a nuestros propios problemas; así lo afirma Milán Kundera en un pequeño ensayo titulado El Ruido, las palabras mismas se han convertido en ruido. El hombre al perder su capacidad afectiva vacía su lenguaje, lo torna hueco, casi inútil. ¿Qué tipo de conocimiento?, ¿cuál modo de sentir podemos anteponer a esa ola gigantesca de no entendernos que nos sigue arrollando?

 

Las voces que somos

El lenguaje no comunica. Lo estamos experimentando colectivamente con el sistemático vaciamiento a que es sometido por los aparatos de “comunicación”. El discurso oral se empobrece paulatinamente, no porque carezca de la verborrea academicista, sino porque no acarrea los tonos del afecto que es lo que encadena. Me estoy refiriendo al afecto signado por Eros. El vacío que deja esta ausencia de palabras afectivas en el sentido antes indicado lo llena la violencia con sus valores de desapegos, o este con sus valores de violencia. Por ello lo que hasta hace mucho era comportamiento dirigido por relaciones amorosas entre amigos y familiares, ahora es un tejido de actos en los que no se sabe por qué se hacen las cosas. El alma no halla la manera de salir, el lenguaje se está secando y con él nuestros lazos, nuestros acercamientos.

La literatura, ante estos acontecimientos, se muestra impotente e inútil, innecesaria, porque el desecamiento del lenguaje supone una disminución de la facultad de escuchar y de leer y viceversa. En este sentido, el panfleto y el folletín tienen más oportunidades de llegar a la población que el resto de los estilos y géneros literarios, lo que también puede entenderse como una vía de escape a la idiotización colectiva que se induce a través de los avances de la microelectrónica.

Los pequeños videos que nos inundan poseen toda la estructura de la esquizofrenia, pasamos cada uno de ellos a una velocidad sorprendente y se conforma el mosaico de lo desechable: chistes, recetas, filosofía, perritos, gatos, denuncias, historia… Todo por pedacitos, pequeños bloques que tienen por finalidad vender los nuevos productos: los pequeños videos, y además dividirnos en esas múltiples piezas que forman un caos de imágenes solo conectadas entre sí por la percepción que, de una u otra manera, es violentada.

La cultura capitalista educa bajo la techumbre de la desvalorización de la vida, es en ella que hay que buscar las causas de las distancias que nos separan. En la medida en que el trabajo sea más sofisticado más se abre la brecha entre el humano y la naturaleza, que es igual a decir entre el humano y él mismo. Aunque en la dependencia económica de nuestra cultura el cuerpo encuentra formas de comunicación en las que el lenguaje, por más rico que este pudiera ser, es insuficiente para expresarlo. El cuerpo se comunica, es la parte más importante de la comunicación, la industria lo vuelve imagen, lo distancia, lo aparta. Después de ello las palabras son meras constataciones. Y la comunicación debe empezar por la conciencia de estar vivo durante un efímero de luz y de sombra. El olvido de la muerte es peligroso, porque su presencia nos involucra más intensamente con la vida.

 

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No queremos ser comprendidos como pesimistas, precisamente queremos llamar la atención de los procesos de vaciamiento que la sociedad capitalista está produciendo en los actuales momentos; pero sabemos que el lenguaje es una fuente permanente de poder imaginario, que su capacidad de simbolizar y narrar, su extraordinaria capacidad de curarse y marchar a pesar del hombre mismo, nos permiten tener confianza de que el devenir se debatirá entre los esfuerzos por romper lo que nos separa y la comprensión de que el hombre en tanto ser que habla está formado por muchos seres que conviven dentro  de  él, que  no  hay  individuo  sino  en  la  artificial vitrina de la industria; en los pueblos, el lenguaje oral, el lenguaje poético sigue siendo la cura de las heridas que el hombre se propina en las guerras y en sus locuras culturales. Todos estamos constituidos por muchos yo, por múltiples voces. Procuremos que estas voces sirvan para abrazarnos y acompañarnos.

 

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Arnaldo Jiménez nació en La Guaira en 1963 y reside en Puerto Cabello desde 1973. Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo (UC). Maestro de aula desde el 1991. Actualmente, es miembro del equipo de redacción de la Revista Internacional de Poesía y Teoría Poética: “Poesía” del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, así como de la revista de narrativa Zona Tórrida de la UC.

Entre otros reconocimientos ha recibido el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos Fantasmas y Aparecidos Clásicos de la Llanura (2002), Premio Nacional de las Artes Mayores (2005), Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt (2012), Premio Nacional de Poesía Stefania Mosca (2013), Premio Nacional de Poesía Bienal Vicente Gerbasi, (2014), Premio Nacional de Poesía Rafael Zárraga (2015).

Ha publicado:

En poesía: Zumos (2002). Tramos de lluvia (2007). Caballo de escoba (2011). Salitre (2013). Álbum de mar (2014). Resurrecciones (2015). Truenan alcanfores (2016). Ráfagas de espejos (2016). El color del sol dentro del agua (2021). El gato y la madeja (2021). Álbum de mar (2da edición, 2021. Ensayo y aforismo: La raíz en las ramas (2007). La honda superficie de los espejos (2007). Breve tratado sobre las linternas (2016). Cáliz de intemperie (2009) Trazos y Borrones (2012).

En narrativa: Chismarangá (2005) El nombre del frío, ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). Orejada (2012). El silencio del mar (2012). El viento y los vasos (2012). La roza de los tiempos (2012). El muñequito aislado y otros cuentos, con ilustraciones de Deisa Tremarias (2015). Clavos y duendes (2016). Maletín de pequeños objetos (Colombia, 2019). La rana y el espejo (Perú. 2020). El Ruido y otros cuentos de misterio (2021). El libro de los volcanes (2021). 20 Juguetes para Emma (2021). Un circo para Sarah (2021). El viento y los vasos (2da edición, 2021). Vuelta en Retorno (Novela, 2021).

(Tomado de eldienteroto.org)

 

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