“La soledad y los solos” por María Alejandra Rendón Infante

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María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)

La soledad y los solos… El proyecto vital de la mayoría está estrechamente ligado al propósito de algún día conformar una familia. De dos en dos, mejor si es heterosexualmente, es la fórmula más aspirada. Es común que consideremos que alguien está solo o sola, siendo que no ha encontrado pareja o se quedó sin par. Es posible, incluso, que esa realidad genere cierta compasión, porque trae consigo la idea de una existencia sin compañía y sin amor, casi sin propósito.

La sociedad moderna jerarquizó las relaciones afectivas dotando de un amplio y peligroso terreno a las relaciones sexo-afectivas, la mayoría basadas en dependencia sentimental y económica, dependencia social y afectiva. La organización de la sociedad privilegia esa forma de vinculación, al punto de parecernos aterradora la idea de “quedarnos solos”. El mundo está organizado de tal manera que nuestra seguridad social y el amparo legal están garantizados en la medida en que nos afiliemos al esquema impuesto.

La soledad, tal cual se entiende y delimita el día de hoy, es una idea postmoderna que se instaló con el advenimiento del capitalismo. “Antes la gente vivía en grandes estructuras familiares, en casas amplias donde convivían varias generaciones y parientes sin la misma sangre. La soledad nació en el seno del Romanticismo trágico del XIX, cuando se impuso el individualismo y la gente se encerró en sus nidos de amor para dúos diferentes, pero complementarios. Las  calles y las plazas se vaciaron y cada uno miró para lo suyo” (Coral Herrera).

Filosofías como el Budismo, sin embargo, no asumen la soledad como una tragedia, sino como una realidad necesaria, es decir, nacemos, vivimos y morimos en soledad,  y el resto de las personas nos acompañan en distintas etapas de nuestra existencia. Sin embargo, en Occidente, la soledad sigue siendo uno de los más grandes miedos. Fromm hablaba de la Era de la soledad, de la época en la que necesitamos emociones intensas, necesitamos comunicarnos y compartir, y sin embargo lo hacemos solos desde casa, apretando el dedo sobre las teclas de una realidad virtual. El roce y la conversación personal,  la oralidad, como primer canal de conocimiento y vinculación afectiva, quedaron como hechos cada vez más excepcionales. Las formas de comunicación han restringido la conformación de redes de socialización provechosas y realmente afectivas. Hemos prescindido de la compañía.

Las personas que se asumen en soledad, voluntaria o impuesta, sufren la marginación por serlo o estarlo, es por ello que pocas personas están a gusto con el aislamiento y se hace imperativo volcar toda nuestra capacidad de amar hacia una sola persona de por vida. Pero, además de ello, se hará lo posible para que esa persona no escape jamás de nuestro lado, dado que representa una idea de completitud. El amor romántico, que basó su fórmula en la exclusividad  rigurosa, nos obliga a ser felices junto a alguien o construir la felicidad en torno a ese alguien; superar la soledad a partir de una compañía exclusiva. Eso, además, nos hace “confiables, solventes, seguros y respetables”.

Y no hay nada perjudicial en querer a alguien, claro está, sino en que esa apuesta, la mayoría de veces, deriva en el derrumbamiento de toda construcción afectiva más allá de dicho vínculo; nos damos por completados y podemos prescindir de toda la red afectiva construida hasta ese momento. Las demás relaciones sólo pasan a complementar el vínculo que rige nuestra existencia y nuestra cotidianidad (la pareja).

El capitalismo y, por lo tanto, la superproducción y el consumismo ilimitado, posee como principal fuente de enriquecimiento la fórmula organizacional vigente y aceptada, no sólo por el gran mercado, cada vez más amplio y exclusivo, en torno a al amor romántico y la familia como forma en la que se estructura el mismo, sino la capacidad de reproducirse tomando esa noción de par como principal nicho de consumo para la materialización de un esquema de felicidad, del cual muy pocas personas desean quedar al margen.

La sociedad moderna trajo consigo el mal de la soledad, convirtiéndola en sinónimo de aislamiento y de incapacidad.  Byung-Chul Han afirma que el capitalismo elimina la alteridad para someterlo todo al consumo, pero en un mundo donde, además, la mayoría de personas están siendo observadas. Hay un ajustamiento continuo a las relaciones de explotación y consumo basadas en el amor, tal cual hoy está concebido, y que se traslada al resto de las reacciones; una vitrina de logros para la cual es necesario la auto-explotación esmerada y continua.

Básicamente en “nivel de amor” de los vínculos actuales puede determinarse de acuerdo al nivel individual –y en pares–  de consumo que hacemos para corroborarlo, demostrarlo y sostenerlo. Se pretende hacerlo visible y comprobable a la vista del resto. Por lo que intensifica lo pornográfico, pues no conoce ningún otro uso de la sexualidad. Desaparece así la experiencia erótica y la propia intimidad. La “igualación” de la forma de amor es aparentemente exitosa porque podemos consumirla. Siendo así, se explica que la soledad, o lo que se entiende por esta, sea un calvario, un mal síntoma, una tragedia… quien no está acompañado restringe su consumo y no puede igualarse a los demás. Se le impone un aislamiento.

De manera que la soledad, siendo que es lo que es: una realidad inherente a todos y todas, está satanizada, de la misma manera que la relación de pareja, como signo de estatus que nos hace solventes ante una expectativa social, está sobrevalorada, al punto que podemos mantenernos en vínculos dañinos, violentos y que amenacen nuestra estabilidad psicológica con tal de no sentirnos solos y solas. Pareciera que la opción de la “soledad”, tal como la entendemos, es muchísimo más aterradora, tanto por la carga individual, como por la presión social que transversan la misma. La evasión de la soledad, paradójicamente, tiene su solución   es la búsqueda de un  par, aunque terminemos aislados con este. Es decir,  la fragmentación en cuotas de afecto o pequeños sistemas para la producción, reproducción y el consumo.

Pero la soledad es el único estadio posible en el que podemos amarnos y amar. “En soledad podemos hacer autocrítica, descubrir por qué nos comportamos de un modo u otro, soñar con un mundo mejor, analizar nuestros sentimientos o perdernos en nuestras fantasías. La soledad es necesaria para la gente que tiene una o varias grandes pasiones. Disfruta de la soledad la gente que practica deportes, o la gente que se dedica a crear (escritores, escultores, bailarines, pintores, videoartistas, diseñadores, cineastas, dibujantes, poetas, cantantes, músicos, coreógrafos, escenógrafos, editoras, artesanas). Disfrutan de la soledad los amantes de los museos, los que aman la lectura, las viajeras que caminan, los locos del ajedrez o las damas, los coleccionistas de cualquier cosa, los buscadores de setas, los frikis del mundo de los videojuegos, las artes marciales, el Yoga, el Reiki, o la meditación trascendental” (C.H.G.).

Lo cierto es que la soledad no es necesariamente un estado de vacío existencial, no es capaz de deficitarios en ningún sentido, es la capacidad de reconocernos, estar continuamente en conexión con nuestro interior, visualizarnos, dialogar y potenciar nuestras capacidades. Por otro lado, es muy probable que estando dentro de vínculos afectivos “para no estar solos”, perdamos completamente toda nuestra capacidad de conectar con nosotros mismos. Esa autonomía necesaria de la consciencia y el espíritu, lo que es igual decir: “sentirnos solos”, que  no es lo mismo que estar en soledad.

“Para evitar las relaciones basadas en la necesidad, la dependencia o el miedo a la soledad, creo que lo importante es fortalecer y mimar nuestras redes sociales. Antes que buscar salvaciones individuales, creo que deberíamos emplear nuestro tiempo y energías en la gente que tenemos alrededor:  vecinos, compañeras de trabajo, amigos, familiares… Diversificar afectos, querernos mejor, relacionarnos con ternura y empatía, ayudarnos mutuamente, trabajar por el bien común nos ayudará a construir comunidades menos individualistas y más solidarias” (C.H.G.)

En definitiva, la soledad debe estar situada en nuestros objetivos de búsqueda, sin que ello represente no estar vinculados y vinculadas al resto y de distintas maneras. En la medida que tejemos más lazos de afectos, nos conectamos mejor con el mundo y con nuestra realidad interior, dialogamos, problematizamos, analizamos y nos convertimos el potencia para otras personas, de la misma manera que aprovechamos la potencia de quienes están a nuestro alrededor. Damos un lugar importante a cada vínculo sin jerarquizar. La exclusividad de los vínculos sexo-afectivos que impone el “amor romántico”,  ya es, de por sí, castradora y violenta. Eso que llamamos no estar “solos”, muchas veces significa, literalmente,  estarlo, porque genera un estado de dependencia vital que cercena la capacidad de relacionarnos y amar a otras personas y crecer en esa dinámica intersubjetiva.

 

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Se puede amar en soledad, porque es en soledad que nos descubrimos y donamos lo que en esencia hemos descubierto SER. Es en soledad que cultivamos toda nuestra capacidad creadora.  De manera que  podemos sentirnos profundamente solos, vacíos e insatisfechos,  tratando de escapar de la soledad, es decir, estando acompañados.

Tenemos que trabajar  para cambiar esta sociedad individualista, al fin y al cabo, somos animales gregarios que necesitamos compañía. Sobrevivimos como especie gracias a nuestra capacidad para trabajar en equipo y para construir relaciones sólidas en la cooperación y la ayuda mutuas. Todas son validas e importantes.

Me gustaría cerrar con una frase de mi amigo e investigador Oscar Lloreda: El amor nos funda y nos une. Reconocer la deuda con lo-otro es reconocer nuestra recíproca constitución. Y esta imposibilidad de separación, esta ontológica unidad, exige del amor un simultáneo ejercicio del cuidado se sí/ cuidado del otro y de la libertad. Por ello, sacrificio y amor son incompatibles y se corresponden a dos horizontes de sentidos distintos.

 

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María Alejandra Rendón Infante (Carabobo, 1986) es docente, poeta, ensayista, actriz y promotora cultural. Licenciada en Educación, mención lengua y literatura, egresada de la Universidad de Carabobo, y Magister en Literatura Venezolana egresada de la misma casa de estudios. Es fundadora del Colectivo Literario Letra Franca y de la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela.

PREMIOS

Bienal Nacional de Poesía Orlando Araujo en agosto de 2016 y el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2019 en poesía.

PUBLICACIONES

Sótanos (2005), Otros altares (2007), Aunque no diga lo correcto (2017), Antología sin descanso (2018), Razón doméstica (2018) y En defensa propia (2020).

 

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