«Todo un Don Juan» por María Alejandra Rendón Infante

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María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)

Es común que al muchacho bonitico o simpático de la familia se le quiera atribuir dicha expresión como si se tratase de una cualidad. Mi abuela decía “Ese es un pájaro bravo”, pero, digamos, cada cual utiliza eufemismos o referencias literarias para finalmente referirse a un potencial narcisista  que consume cuerpos de manera ilimitada e irresponsable, hasta acabar convertido en un depredador sexual.

“El Don Juan”, de Tirso de Molina, encarna todos los vicios de la época: es arrogante, mujeriego, libertino, irrespetuoso, egoísta, inmoral y temerario. Pero todas estas características no son muy importantes si nos vamos a la más relevante de todas: es atractivo e “irresistible” y consigue todo lo que desea a través de manipulaciones, mentiras y chantaje. La impronta sexista de la literatura romántica ha erigido, como ninguna otra, una visión supremacista de la hombría, pero, además, ha guardado para las mujeres un estereotipo que reivindica su carácter pasivo, complaciente y sumiso, asociado, a su vez, al sufrimiento.

Nacido en el argumento del Burlador de Sevilla (1630), como ejemplo moral en la época de la contrarreforma,  cada autor que trabajó en el mito fue añadiendo rasgos hasta llegar al canónico Don Juan Tenorio, de Zorrilla (1844), quien transmuta de un personaje bravucón obsesionado con el honor –de Tirso– en un hombre enamorado y arrepentido.

El arrepentimiento como vocación para resarcir daños, no solo forma parte del gran relato bíblico y de toda la literatura clásica occidental, sino como norma social para el amparo a quienes ven en él la fórmula compensatoria más valorada por la cultura patriarcal. “Si se arrepiente es bueno” sin importar vivir sometidas al arrepentimiento falso y constante.

Volviendo al mito de Don Juan, un connotado narcisista, está más cerca de ser un depredador sexual que un hombre con encantos.

Un hombre mujeriego es aquel que se desenvuelve socialmente de una manera, que al ser practicada por una mujer, se les llamaría sin eufemismo alguno “PUTA”. Sí, una mujer descartable que se comporta como el hombre promedio, no se califica de otra manera, pero en el caso de los hombres simplemente se les denomina “mujeriego” -o simplemente HOMBRE- y no solo eso, la mismo se asume como una cualidad o, en el peor de los casos, un defecto que se corresponde con su naturaleza –desenfrenada, irracional e insaciable-, es decir, parte de su hombría, en la que la depredación sexual está completamente validada y es, por si fuera poco, un símbolo de prestigio y poder.

El patriarcado fabrica depredadores sexuales, personas que imaginamos al acecho de cualquiera en un pasillo oscuro y no  compartiendo nuestra mesa, nuestra oficina, el gimnasio y  espacios comunes de convivencia, como realmente ocurre. No siempre son seres sórdidos, casi siempre son “Don Juanes”, líderes, que se vinculan fácilmente con el entorno y en quien se deposita, a menudo, una enorme confianza. Por lo general tienen rasgos narcisistas y creen que es un derecho adquirido consumir cuerpos para el posterior descarte. Usan la manipulación, espacios de poder, la jerarquía y mucha energía en construir fachadas que lo hagan parecer encantador y no como una verdadera amenaza.

El comportamiento parte de la cultura cosificante que trasladó a la mujer a condición de objeto. De tal manera que las manías sexuales están emparentadas con la legitimación de ese principio. La condena social a ese comportamiento es escasa porque, hemos de suponer que la mujer dispone mientras el hombre propone, siendo que no todas las veces “propone”, sino que miente, embauca, chantajea, manipula, escoge a victimas que cumplan con un perfil especifico: la admiración, la sumisión, la indefensión, la posición que consideran subalterna y la “confianza”.

Tanto mujeres como hombres pueden tener una vida basada en la promiscuidad, aunque el sexo masculino, al tener menos condena social, la asuma y la practique en mayor cuantía; no solo por considerarla como una práctica social valida, sino como un singular atributo para hacerse más atrayente y dejar claro en te la sociedad y frente a sus iguales, que es un hombre; algo que quedará más claro mientras más cuerpos consuma.

Las presiones a adolescentes varones, ante la necesidad de consumar de vínculos afectivos tempranos siempre ha estado presente. La manera de demostrar que realmente “son hombres”, lo cual es sumamente valorado en una sociedad heteronormada, es vinculándose de manera continua para complacer el mandato sexista de que para ser hombre, no solo deben gustarle las mujeres, sino muchas mujeres, todas las que puedan. Las mujeres son cosas y no personas a las cuales vincularse de manera responsable. Y no solo las mujeres, sino todo lo que comporte lo femenino.

En nuestra cultura, la zoofilia es una práctica normalizada y no un patrón anómalo de comportamiento. A veces no es una mujer, como ya dije, sino una burra, una cabra o una gallina, incluso en prácticas múltiples, es decir, lo importante es poner el falo en el centro de la vinculación sexual y que sea ese el elemento que vertebre el comportamiento sexual a lo largo de la vida.

Lo que llamamos Don Juan, para referirnos a un “mujeriego”, no es otra cosa sino el narcisista que se reafirma permanentemente en los vínculos efímeros, de los cuales obtiene el saldo deseado, sin que importe mucho los intereses de la otra parte. Una persona con una carencia espiritual muy honda y que no se ocupa de las inseguridades profundas ocultas en su inconsciente y, por lo tanto, necesita alimentar el ego a través de prácticas que le hagan sentir deseado e importante. Encuentra en el chanceo y en la posesión de otros la dopamina como catalizador de sus más profundos miedos. Pero ninguna de estas características es reconocida por estos perfiles, al contrario, no ponen en duda jamás sus “encantos” y los pondrán a prueba toda vez que deseen.

 

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Si bien existen parejas que acuerdan una fórmula libre de relacionarse sexo-afectivamente, es sabido que lo que hasta ahora está más legitimado es que ésta práctica favorezca únicamente a una de las partes: el hombre. De hecho, muchos son sumamente promiscuos, sin que exista un consenso para ello, y también son, por lo general, perfiles controladores que manejan a su favor de la vida de su pareja y entorno, pues, paradójicamente, enfrentan un profundo temor al rechazo, el abandono y a la traición.

Si bien el objetivo de este planteamiento no es una defensa a la endeble moral de la familia tradicional, cuya fidelidad recae sobre las mujeres mayoritariamente, si lo es el poder problematizar y, además, alertar en torno a conductas altamente nocivas y violentas que han servido  para someter a las mujeres al sufrimiento. Basta ver las innumerables canciones, películas y novelas que romantizan la infidelidad masculina para comprender que ha habido un trabajo de propaganda sostenido para que la misma tenga cabida.

Mientras estos  mensajes eran posicionados, el “crimen de honor” estaba vigente como acto legítimo contra una mujer que irrespetara el pacto matrimonial. A esto se le denomina DOBLE MORAL SEXUAL, en la que, incluso, se admitía el femicidio como forma  de hacer justicia contra mujeres que mancharan el “honor” del marido. Prácticas que no dejan de adoptar formas diversas y vigentes: el linchamiento moral y el escarnio serían los dispositivos para aleccionar hoy día.

Ha quedado claro a lo largo de la historia que en la concepción de las prácticas sexuales, lo que siempre fue bueno para el pavo no lo fue, ni lo es,  para la pava. Sin embargo, no se trata de ejercer demandas para gozar de las licencias creadas por un modelo, cuyos cimientos morales son abyectos e insuficientes, sino de reclamar un  nuevo pacto consciente para sostener vínculos sanos, honestos e igualitarios.

La doble moral sexual, tal como está concebida, protegida y asimilada, sigue amparando narcisistas, depredadores y perfiles competitivos en la lucha por el consumo ilimitado de cuerpos. Sigue dejando el perdón como alternativa para las mujeres. También sigue dejando claro que el mito de la monogamia fue inventado para nosotras.

 

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María Alejandra Rendón Infante (Carabobo, 1986) es docente, poeta, ensayista, actriz y promotora cultural. Licenciada en Educación, mención lengua y literatura, egresada de la Universidad de Carabobo, y Magister en Literatura Venezolana egresada de la misma casa de estudios. Forma parte del Frente Revolucionario Artístico Patria o Muerte (Frapom) y es fundadora del Colectivo Literario Letra Franca y de la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela.

PREMIOS

Bienal Nacional de Poesía Orlando Araujo en agosto de 2016 y el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2019 en poesía.

PUBLICACIONES

Sótanos (2005), Otros altares (2007), Aunque no diga lo correcto (2017), Antología sin descanso (2018), Razón doméstica (2018) y En defensa propia (2020).

 

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