Vuelo a lo invisible-Montejo-Mohamed Abí Hassan-columna Poesía en Compañía
Adora a tu ciudad, pero no mucho tiempo,
                          olvida el tacto de sus piedras,
                          sé gentil a tu paso y prosigue de largo,
                          no proyectes quedarte entre sus muros,
                          hasta fundirte en el paisaje.
                          Una ciudad no es fiel a un río ni a un árbol,
                          mucho menos a un hombre…
 
                          Sus edificios nos vuelven solitarios,
                          sus cementerios están llenos de suicidas
                          que no dejaron ni una carta.
                          Por eso el río pasa y no vuelve,
                          por eso el árbol que crece a sus orillas
                          elige siempre la madera más leve
                          y termina de barco.

 

                                                                Eugenio Montejo
                                              Mural escrito en el viento (1982)

 

Con esta tercera entrega damos continuidad a este transitar por la poesía, acompañados por la voz y la presencia de Eugenio Montejo, quien en el poema arriba citado nos comunica su escepticismo respecto a la ciudad y la consiguiente pérdida de nuestro contacto con la madre naturaleza, condenándonos a vivir en una suerte de desarraigo existencial, de vacío metafísico, difícil de llenar.

Eugenio Montejo 2

Ante ese oscuro panorama, producto del culto al ego y al consumismo, a lo banal y al fetichismo, Montejo nos induce, a través del poder evocador de las palabras, a apostar de nuevo por la poesía, a entonar otra vez ese cántico universal al misterio de la vida en nuestro tránsito por la tierra en estos tiempos tan difíciles, marcados por el fantasma de la guerra de exterminio total.

En este sentido, otra faceta que es importante resaltar es que nuestro poeta hace también las veces de mediador o portavoz para conectarnos a través de su poética con los sucesos que acontecen frente a nuestros ojos, pero que no vemos por adolecer de su “mirada oblicua” para captarlos en toda su dimensión; de esa “ardiente paciencia” rimbaudiana para esperar que se manifiesten en todo su esplendor; o de ese sutil silencio que no podemos escuchar porque nos dejamos seducir por el ruido y el humo del tráfico de la ciudad.

 

Habla Eugenio Montejo:

En cuanto a mí que no asistí a ningún lugar en donde ganar la experiencia del oficio literario, eso creía yo, así al menos como lo creía lo he repetido, quiero rectificar ahora esta vana afirmación, pues no había reparado en que siendo niño, muy niño, asistí intensamente a uno. Estuve mucho tiempo en el  Taller Blanco.

 Era este un taller de verdad, como el pan nuestro de cada día. Mi padre había aprendido de muchacho el oficio de panadero, al principio como cualquier aprendiz, barriendo y cargando canastos, hasta llegar a ser con los años maestro de cuadra. Debo decir que los panaderos no se llaman entre sí por el nombre. Ejemplo: “Mohamed” o “Eugenio”, no. Entonces, en esa Venezuela rural, el que venía de Valencia le decían “el maestro Valencia”; el que venía de Barinas le decían “el maestro Barinas”. A mi padre le decían “el maestro Valencia”, porque siendo de Güigüe se fue a Caracas procedente de Valencia. Se inició como cualquier muchacho.

No puedo olvidar lo que debo para mi arte y para mi vida a aquella cuadra, con aquellos hombres que noche a noche se congregaban ante los largos mesones a hacer el pan. Hablo de una vieja panadería como ya no existen, de una casa lo bastante grande para amontonar leña, almacenar cientos de sacos de harina y disponer los rectos tablones donde la masa toma cuerpo durante la noche, antes del horneo. Son los seculares procedimientos casi medievales, más lentos y complicados que los actuales, pero más llenos de presencia mítica. El sentido de progreso redujo ese taller a un pequeño cubículo de aparatos eléctricos.

Ahora la panadería cabe en unos cuatro metros, pero eso no es lo que yo conocí. Ya no son necesarias las carretadas de leña con su envolvente fragancia resinosa, ni la harina se afila en numerosos cuartos de almacenaje. El horno en vez de una abovedada cámara de rojizos ladrillos, es ahora un cuadrado metálico de alto voltaje.

Me pregunto: ¿Podrá un muchacho de hoy aprender algo para su poesía en este enmurado cuchitril? No sé.

En el taller blanco quedó fijado para mí uno de esos ámbitos míticos que Gastón Bachelard, el maestro francés, ha recreado en la Poética del Espacio.

Más adelante digo que “nuestra casa se erguía como un igloo (casa de nieve), la famosa cabaña imperial”. Por eso cuando años más tarde contemplé en París la apacible nieve que caía, no mostré asombro, ese asombro del hombre de los trópicos. A esa vieja amiga ya la conocía. Sentía una vaga curiosidad por verificar al tacto su suave presencia, porque es lo mismo la harina y la nieve para mí.

 Eugenio Montejo-manuscritoBueno, ese es un poco el sentido de este taller. Ustedes me preguntarán: “¿Por qué encuentra usted similar hacer un poema y un pan, de noche?” Eso no se le encuentra mayores relaciones, y sí las hay (respondiendo con un leve movimiento de su cabeza). Las panaderías cuando llegan primero se distribuyen las tareas por tablones, uno va amasando, otro va calentando el horno, con aquellos viejos procedimientos. Ahora es muy distinto, porque ellos después de amasar hacen el pan y los llevan a esos rectos tablones y los guardan como “peces dormidos”, y los cubren con una vieja manta en la que la harina con la levadura toma cuerpo, mientras pasan las horas hasta que el pan “levanta”, y eso lo siento muy parecido a cuando uno se sienta en su casa de noche y comienza a escribir.

 Yo heredé el procedimiento de trabajar de noche. Siempre trabajo como los panaderos, de noche. Escribo un borrador y siento como si lo estuviera cubriendo con el mismo lienzo con el que se cubre el pan, porque lo guardo para verlo más tarde, a ver cuál de esos borradores ha “levantado” para ser guardado en un cuaderno, y si no “levantó” para romperlo y ocuparme de otra cosa. En otras muchas cosas el procedimiento es el mismo. Sea un taller de carpintería, de herrería o de panadería, es decir, de los viejos talleres porque en los de ahora el trabajo se ha simplificado.

Aquí digo finalmente: “Del taller blanco  me traje el sentido de devoción a la existencia que tantas veces comprobé en estos maestros de la nocturnidad”, me refiero a la atención responsable de la hechura de las cosas, porque el pan no puede quedar malo, ni pesado de elementos, ni sucio, porque no se vende ni cumple su fin signado por la fraternidad que contagiaba un destino común. En fin, la búsqueda de una sabiduría cordial que no nos indujera a mentirnos demasiado.

¿Cuántas veces cuando miro los libros alineados frente a mí no he evocado la hilera de tablones llenos de pan? ¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ella en su producto? Daría cualquier cosa por aproximarme alguna vez a la perfecta ejecutoria de su faena nocturna. Al taller blanco debo esta y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando la escritura de un texto indago.

Este es pues el taller que está detrás de lo que yo escribo. El taller blanco de la panadería de mi padre donde aprendí a relacionarme con estos hombres de la nocturnidad que eran muy religiosos sin hablar de religión. Hablaban de su aguardiente pobre, de su vida, de sus mujeres, pero que tenían una devoción por la vida, muy secreta, muy extraña, muy intensa”.

Ahora, con esto que les leí ustedes se pudieron dar cuenta que no pude ir a un taller literario, cuestión que me hubiera gustado.  Yo me inicio como casi todos  los muchachos en el liceo, en un liceo del estado Táchira. Allí estaban dos grandes amigos, Francisco Hung Da Hang y Pedro Emilio Coll, sobrino del gran escritor Pedro Emilio Coll. Él es actualmente embajador, y Fung Da Yang es un abogado que ejerce en Caracas, ambos dejaron la literatura al graduarse. Yo seguí.

 

Eugenio Montejo, Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas y Ben Amí Fihman

 

Vine a Valencia a estudiar Derecho y me encontré con Alejandro (Oliveros) y Pérez Só, a quienes Mohamed nombró al comienzo, eso fue por los años setenta. Antes me relaciono con un poeta muy querido que ya murió, que es Teófilo Tortolero, un poeta valenciano que murió en Nirgua, gran amigo, iluminante amigo, gran poeta también. No está publicada su obra en Monte Ávila, aunque esta la había anunciado. Se las recomiendo como lectura. Ojalá alguien ligado a la poesía de Teófilo pueda prepararles una charla acerca de su poesía y las aportaciones que hizo.

También me relaciono con otro poeta que acaba de morir, me refiero a Villarroel París. De manera que ellos tres fueron grandes amigos. Esto fue en los años cincuenta y nueve y sesenta, cuando estaba cerrada la Universidad de Carabobo. Entonces la abren y comenzamos a trabajar juntos. Alejandro Oliveros y Reynaldo Pérez Só aparecen más tarde, en los años setenta, unos diez años después, que es la edad que yo les llevo a los dos. Si bien trabajamos juntos, muy intensamente. Alejandro es el fundador de la revista Poesía, que dirige Reynaldo y yo soy cofundador. También de la revista Zona Tórrida… Ahí comienzo a publicar.

 

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Voy a leer breve, para tener tiempo de comentar algo. Es un poema escrito en 1967, que fue incluido en el libro Muerte y Memoria, publicado en el setenta y dos. Repito, fue escrito en el sesenta y siete, exactamente el 23 de abril (retengo la fecha). Se llama Caballo Real, como homenaje a Luis Alberto Crespo, porque Mohamed decía…me corrijo, Mohamed no, nuestro amigo Gumersindo Reza. Él  se refirió a la presencia de Luis Alberto y el tema del caballo, no de este caballo. Este soneto tiene que ver con el padre, vuelvo a hablar de mi padre esta noche, aunque el poema no se explica, es el hecho misterioso de que el padre lo quiere a uno, lo carga, lo deja sobre la tierra y se va. A su vez uno trae a otro y a otro y así sucesivamente…

(Continuará).  ¡Salud, Poetas!

 

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Mohamed Abí Hassan (El Tigre, 1956). Poeta, artista visual y editor independiente. Licenciado en Educación, Mención Artes Plásticas (cum laude), por la Universidad de Carabobo (UC). Ha ejercido la docencia en la UC y en la Universidad Arturo Michelena. Ha sido colaborador en las revistas Poesía y La Tuna de Oro (UC). Primer Premio II Bienal de Literatura Gustavo Pereira, Mención Poesía 2013; Primer Premio IV Bienal de Literatura José Vicente Abreu, Mención Poesía 2016; Primer Premio Concurso Nacional del II Festival 3.0 de Historias Comunales Ramón Tovar (2022).

Formó parte de la Comisión Rectoral del Encuentro Internacional de Poesía de la UC. Coordinó el Taller de Formación de Cronistas Comunales en Mariara, estado Carabobo, auspiciado por el Minci, la Revista Nacional de Cultura y el Centro Nacional de Historia. Actualmente se desempeña como facilitador de talleres de iniciación en la creación literaria, así como talleres sobre patrimonio histórico.

 

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